Categoría: "Locomotoro"

El mejor. De Locomotoro

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Cuarenta pasos de peón y ganaría el Open de Moscú. No tenía costumbre de perder, sin duda era el mejor, un reto viviente. Había perdido su mujer, sus amigos, su vida social a cambio del éxito que disfrutaba ahora.
Sentado ante su adversario, ante las miradas de curiosos expectantes de un espectacular final, esperaba distraído el toque de reloj que le permitiría dar un paso más hacia una inevitable victoria.

El antojo del destino, había querido enfrentarlo con su mayor adversario. No se trataba de un gran jugador… sino del hombre por el que le había abandonado su mujer. Tenía la oportunidad y la tentación de destrozarlo, pero se tomaría su tiempo.
Un taconeo de peón marcó su tiempo de juego. No tenía ninguna prisa. Dirigió una mirada hacia el público que lo miraba con ojos deseosos. Estudió cuidadosamente cada pensamiento, cada mirada… y finalmente sus ojos se posaron sobre ella. Tenía una sonrisa cansada, con esperanza estéril. Tenían que ganar, necesitaban ese dinero para salir de una ruina inminente. Si ganaba, saldrían del atolladero. Si perdía… seguiría viviendo de alguna manera.
Giró la cabeza y olió el sudor frío del miedo de su adversario, arrinconado como un perro en un badén. El desbarajuste de peones desordenados sobre el tablero le hizo gracia, pero reservó su sonrisa. No sentía compasión, sino envidia. La mezcla se convirtió en rabia y dirigió sus dedos con ira hacia la torre que marcaría el jaque. Ella se llevó las manos a la cara para que nadie la viera llorar y entonces se detuvo el tiempo. Los focos, los fotógrafos, el juez y los dos hombres encerrados en los escaques de la vida, uno blanco, otro en negro.
El gesto estúpido que dibujó su rostro trató de buscar un sofisma para explicar todo aquello. El rey cayó sobre el tablero y ambos jugadores, uno de ellos con los ojos absortos se dieron la mano. Los focos lo iluminaron como una estrella y los micrófonos de la prensa se amontonaron tapando su cara.
Entre la multitud, salió con su gabardina como una zorra huyendo de un corral. Afuera, en la calle llovía suavemente, hacía frío y llamó a un taxi. En la soledad de la espera, una voz lo detuvo, se giró y la silueta de la mujer acarició su semblante con rubor.
No has cambiado nada… sigues siendo el mismo; el mejor.

Locomotoro 28/11/06

El misterio de la Santísima Trinidad. De Locomotoro

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Después de todas mis andanzas y viendo el éxito de mi libro autobiográfico en el mundillo editorial, trato de encontrar una explicación para semejante falta de atención.
Quizás la infancia de ustedes haya sido difícil… la mía fue realmente jodida.
No les contaré que mi padre llegaba a casa borracho y nos golpeaba con furia a mi madre y a mí, más que nada por no airear trapos de familia.
Mi padre… ese jodido cabrón con cara de inocente conejo, una autoridad en camiseta dentro de casa y un gilipollas de uniforme azul paseando por las calles.
Cada noche llegaba y nos daba la cena, los golpes y las bejaciones que eran constantes, y fue ese y no otro el motivo de su perdición.
Si ya es difícil huir de un madero, más difícil aun es vivir con uno. Eso hizo que decidiera buscarme la vida fuera de casa.
A los 14 años, un atraco no es un delito, sino una travesura. El tiempo jugaba en mi favor y no estaba dispuesto a perderlo. Por las noches, mi colchón se iba hinchando lentamente con la facturación diaria, mientras que a golpe de Jack Daniels mi madre sufría mil y un martirios, yo repetía mi juramento a cada sorbo.
Por fin reuní lo suficiente para comprar mi primer hierro, una Veretta. Un poco pequeña a mí gusto, pero hierro al fin y al cabo. El Coquer, que era como llamaban al proveedor de metales, se frotó sus sucios dedos con las treinta mil que me sacó.
Una noche, una de estas de frío seco, lo esperé en el arco de un pasadizo, los dedos temblaban, pero tenía el espíritu helado, inmóvil, muerto. De pronto apareció como un fantasma entre las sombras, cantando cualquier estupidez a los cubos de basura que rodeaban el callejón.
Al verme, me reconoció al instante, quiso enaltecer su postura… como para parecer más Padre, pero al ver el hierro se desmoronó al momento como más Cristo. Me lloriqueó y suplicó y de pronto se volvió a transformar pareciéndose al Espiritu Santo tratando de fintar la muerte.
Pero claro… yo no estaba en plan Virgen María ni San José. Así que vacié las veinte en su cuerpo y entonces esa sensación… que me dejó..... como Dios.
A la semana siguiente, otro madero, me daba una medalla mientras recitaba lo gran hombre que fue mi padre. Otro jodido misterio sin resolver.

Locomotoro 16/11/06

Las primeras luces del alba. De Locomotoro

En el devenir de sus sueños, acertó a despertar cuando las luces del alba aun no habían mellado el horizonte. La caverna era un lugar húmedo y sombrío, pero era necesario permanecer allí. No muy lejos, al otro lado del océano, acechaban pequeñas pero implacables bestias que ya habían menguado casi toda su familia.
En ocasiones, alguna de esas bestias, se acercaban hasta la entrada y era necesario acabar con ella de manera aleccionadora antes que aparecieran más y pusieran en peligro su vida.
La mejor manera era devorar a la bestia ante la entrada para que el resto huyeran despavoridos.
Tanto tiempo en la caverna, le había permitido extrapolar los pensamientos de las bestias. Sabía que en el fondo lo respetaban porque lo llamaban “El guardián del tesoro”, pero no comprendía a qué tesoro se referían. De cualquier manera, ser el último de una dinastía y vivir encerrado en el exilio lo hacía ofuscar en delirios de soledad.
Necesitaba ver la luz del día, pero las bestias que acechaban se lo habían impedido toda su vida.
Estaba en esas meditaciones, cuando vio aparecer entre unas rocas una espada plateada. Debía mantenerse lúcido sin extenuarse inútilmente, no podía confiarse a la bestia. Sigilosamente se ocultó entre las sombras del musgo. Eran dos, una de ellas no le preocupaba, andaba a cuatro patas y parecía inofensiva. Encima de ella, había otra un poco más pequeña, vestida de ropa metálica y brillante. Era esa la que le preocupaba. Se sabía mucho más grande e inteligente, pero aun con todo, debía tener cuidado.
La bestia llegó hasta su lecho de piedras brillantes y todo su cuerpo se iluminó. Ante los ojos de la criatura, comenzó a saltar emocionada y a coger grandes trozos que cargaba sobre los lomos de la otra bestia. Todos hacían lo mismo, no llegaba a comprender el porqué. Salió de entre el musgo para ayudarle en su tarea. Y fue entonces cuando notó el pinchazo en su pata trasera. La bestia gritaba de furia y fue aquella actitud agresiva lo que marcó su final. Un sonido seco puso fin a sus gritos, peló el traje metálico y devoró a la bestia a la entrada de la caverna mientras la multitud huía despavorida entre las antorchas, los estandartes, las banderas... con los primeras luces del alba.

Locomotoro 18/09/06

La ballena de Samuel. De Locomotoro

Al igual que sus compañeros, el viejo arponero llevaba demasiado tiempo lejos de su hogar. Aquella ballena los llevaría hasta el confín de los océanos. Hasta entonces nunca habían perseguido durante tanto tiempo a ningún otro cetáceo, pero el capitán era demasiado cabezota, y el “Coloso”, que era como se llamaba el buque, navegaba a paso frenético detrás de la ballena.
Para él, no era algo personal, arponeaba bien, y le pagaban para eso, solo era un trabajo. Tenía el rostro curtido por el devenir del salitre en la piel, pero su espíritu era joven y fina su puntería.
Una mañana de Marzo, con el sol aún en las crestas del horizonte, otearon lo que parecía una manada. Arriaron la chalupa lentamente y una docena de hombres armados con remos se dispuso al acercamiento. No era complicado, se trataba de extenuar a la presa y darle muerte antes que pudiera sumergirse. Al acercarse, las confiadas ballenas les dedicaron unos cánticos, como si les saludaran. Esto era lo que peor llevaba el arponero, no se acostumbraba a ello, pero debía mantenerse lúcido para hacer su trabajo. Se acercaron hasta ponerse casi al lado mientras el pequeño grupo compuesto de varias hembras jóvenes y sus crías jugaba a su alrededor, inconscientes de la muerte que les sonreía.
Samuel miró hacia el buque, como esperando una orden. A lo lejos, desde el castillo de proa, el capitán sonreía de satisfacción; sería una buena carga.
Samuel decidió no pensar, ató el extremo de la cuerda del arpón a la chalupa.
No se debía ofuscar, debía ser prudente y certero. Alzó el arpón con todas sus fuerzas, mientras su cabeza comenzaba a extrapolar sus recuerdos de tiempos mejores.
Una masa oscura, llena de musgo surgió de las profundidades interponiéndose entre la afilada punta del arpón y las crías. Era la ballena que perseguían desde hacía meses. Samuel miró a los hombres, miró al buque y contempló que nadie se había percatado de la presencia. Quedó inmóvil durante unos segundos. Un ojo enorme, lleno de arrugas lo contemplaba como quien mira a la muerte. El animal hizo un gesto y el resto de ballenas desapareció en un instante. Samuel soltó el arpón y la vieja ballena se sumergió volando en las profundidades del mar, ese mar que algún día lo enterraría.

Locomotoro 13/09/06

Recuerdos. De Locomotoro

Recuerdo; y mira que hay cosas para recordar... pues recuerdo el colegio. Recuerdo aquellos niños de Etiopía pasando hambre, saliendo por la bombilla de un proyector para explotar en la pared desnuda de la clase. Recuerdo al padre Echave, contándonos “nosequé” de que teníamos que dar lo que teníamos... aunque fuera él el único que tenía algo de la clase. Recuerdo aquellas sonrisas gigantescas rozando con el blanco de los ojos, apenas con pellejo entre medio y recuerdo haber aprendido algo muy importante aquél día. Algo que no dijo el padre Echave. Quizás lo había olvidado o quizás no lo había aprendido. Siempre pensé que ante la mirada feliz de un niño que muere de hambre, cualquier palabra o explicación resultan estériles. Siempre pensé que la esencia se encuentra en la imagen, en el hecho... no en la palabra.
Recuerdo nuestro nervio, de hecho a veces lo echo en falta. Esa fuerza necesaria para escupir la primera palabra, el primer pensamiento por poco aséptico que fuera este, aún a riesgo de cualquier vejación. Recuerdo además haber oído que un hombre solo puede dar lo que es... y no lo que tiene. Pero no recuerdo haber visto mucho tiempo a aquél profesor, porque se fue a las misiones.
También puedo recordar una especie de complot contra todos nuestros sueños, nuestra manera de ser niños. Quizás eso nos hizo más niños. Recuerdo a propósito de eso, salir al recreo como bólidos en un desierto de cemento, bañado por la sangre de nuestras rodillas y codos, lavado por la lluvia temprana de Septiembre. Siempre podíamos mudar nuestra inocente apariencia y volar como Superman... pero eso no va contigo, porque entonces pensábamos que tu y tus amigas erais tontas, que os habían cortado el pito y por eso meabais sentadas. Saltar a la cuerda nos parecía algo absurdo. Nuestro mito era Arconada... y nada pasaba cuando cubría la portería del equipo blanquiazul.
Recuerdo haber oído también algo sobre las riquezas del Vaticano y que un hombrecito vestido de blanco, era el representante de Dios. Recuerdo haber odiado a Dios por ello.
En la penumbra de mis recuerdos, continúo viendo esos niños de ojos y dientes brillantes, con sus hinchadas tripas y esqueléticos huesos... mientras el padre Echave, sigue contándonos “nosequé” del Concilio, del Vaticano, del Santo Padre... así, sin hacer nada.

Locomotoro 28/08/2006

Un buen final. De Locomotoro

Había acabado un tanto aburrido de la vida, aunque esta aún no había terminado. Primero la mala vida, (o la buena, según se mire), después el cambio de hábitos, de despedir a Mediometro, y la escuela para los muchachos... la vida seguía ahí, como una almorrana pegada al culo.
Quise templar el nervio y hacer algo más provechoso con mi vida; escribir.
Siempre me gustó el hierro, y así decidí mudar la aséptica Smith & Wesson por la modernísima Underwood.
Me costaría mi tiempo, pero eso era algo que me sobraba, Además, me había hecho el propósito de inmortalizar mi vida, y entre la desidia y el óxido que se iba comiendo el cobre de las balas, nació un taco de 500 hojas a doble cara.
Era una especie de novela para adolescentes cargada de acción, amor... bañada de escenas policíacas, complots, algo de religiosidad, misticismo y malos huyendo en velocísimos bólidos. De alguna manera, me había convertido en un mito viviente, alguien importante.
Ahora me encontraba en la sala de espera de un editor, sucumbiendo a los encantos en el escote pronunciado de una jovencísima secretaria, todo facultades, sin lugar a dudas.
De pronto sonó el telefonillo, y al tiempo que me miraba dedicándome una sonrisa, me dijo con una voz encantadora que podía pasar. Quizás era demasiado joven como para entender lo de la tarjeta y el guiño, quizás esa palmadita en el culo... no sé.
Con eso y con todo, me planté ante el editor. El hecho que me ofreciera un puro y sacara una botella de Jack Daniels y un par de vasos, no presagiaba nada bueno. Comentó que el final era una mierda y un sinfín de barbaridades. Eso hizo que mi puro y el bourbon comenzaran a saberme mal. Miré su máquina de escribir y vi que necesitaba cambiar de cinta. Ante su asombro, me ofrecí amablemente a cambiar el carrete. Me coloqué tras él con el carrete, luego lo tensé fuertemente, para que no cogiera arrugas y apreté todo lo que pude.
De esta manera, con el hierro preparado, encontré el final... bueno, más bien... lo encontró él. Yo solo... lo ejecuté. Tomé unas últimas notas para arreglar el trabajo y salí de allí. Al cruzarme con la joven, preguntó si le había gustado. Se moría de ganas por leerlo.

Locomotoro 28/08/2006

El héroe. De Locomotoro

Dedicado a todos aquellos hombres/mujeres, tan sencill@s, anónim@s... e insustituibles.

Al despertar, descubrí horrorizado que no podía moverme y que mis ojos no veían nada. Mi corazón y pulmones, se movían con celeridad al ritmo del pitido de alguna máquina. Entonces una mano tocó mi frente.
— Tranquilo, ya pasó todo, con unos días de descanso se recuperará de todas las lesiones.
Comencé a recordar lo que había pasado.
Iba de camino al trabajo cuando encontré en la carretera aquel Mercedes estampado contra el quitamiedos, y entonces...
Otra voz, esta vez era una niña, tomó mi mano y besándome me dijo en minué al oído: “gracias señor...” No sé de qué iba todo, no supe qué responder así que no dije nada.
En ese momento escuché otra voz masculina que decía “vamos hija, deja que descanse”.
Un aroma a jazmín y romero inundaba toda la habitación y, aparte de las enfermeras que se encargaban de que no me faltara nada, estaba solo. Si eso era un hospital, yo no podía permitírmelo. Si era una celda, lo era de lujo.
Una vez más volví a iterar en mi memoria.
No había nadie, así que frené la furgoneta y salí para ver si había alguien dentro del coche...
¿Qué pasó después?...
Al cabo de un rato apareció otra enfermera.
Señorita—, pronuncié — ¿sabe alguien que estoy aquí? Quisiera hablar con mi mujer.
No se preocupe — contestó —, en este momento está hablando con el psiquiatra, nada importante.
¿Y mi móvil?— Volví a preguntar.
Su móvil y el cargador están en el primer cajón— contestó mientras se marchaba.
A lo lejos, volví a escuchar aquella voz masculina, en tono un poco serio.
Que no le falte nada, cueste lo que cueste.
Decidí volver a mis recuerdos...
Me asomé por la ventana y vi una mujer y una niña de unos nueve años, tratando de despertar a su madre... con los nervios, arranqué la puerta, cargué a la niña al hombro y la encerré en mi furgoneta.
Ya recuerdo, sí...
Después el fuego en la parte trasera del coche y el volante que aprisionaba a la mujer. Rompí el respaldo del asiento y casi sin moverla de posición la saqué en brazos. Luego la explosión, el destello, la piel arrancada... y ahora aquí.
No lo entiende, ¿verdad?— la voz del hombre volvió a sonar atronadora. — Gracias a ese hombre, mi familia está viva.

Locomotoro 04/08/06

400 palabras. De Locomotoro


Es primavera, esa época del año en la que la vida se abre paso a través de la tierra del jardín, al ritmo del sol que revive cada año e ilumina su cara, haciendo nacer un rostro de mujer
Es primavera, y al verla desde mi balcón, recuerdo que mi espacio queda limitado a cuatrocientas palabras.
¿Cómo contar con palabras lo que veo a mí alrededor? Sus piernas parecen nacer del césped del jardín, mientras sus pezones apuntan livianos al eje del universo y una ráfaga de brisa corta el medio ondeando la bandera de su pelo, haciendo traviesos remolinos con el bello de su cuello. Desabrocha un botón de su blusa y siento que necesito estirar las piernas, aunque no deseo moverme de allí. También temo cerrar los ojos por un instante, ya que mi mente es menos sutil que lo que presencio.
En la alegría de su gesto, explota al abandono el deseo. Y yo, como un pirata vencido por olas de pasión trato de atrapar cada detalle, para contar con palabras que quiero ser esa brisa, ese viento que recorre cada curva de su cuerpo.
Cuatrocientas palabras para contar que deseo ser ese sudor que emana de su cuerpo, que define cada rasgo, cada gesto, cada pétalo de jazmín que trepa del averno hacia el cielo.
Alza su mirada y me descubre, y me mata con su sonrisa mientras desliza sus dedos por sus senos y airea su blusa para aliviar la calidez de su piel. Y yo, como un tonto deseo sucumbir a sus encantos, derramar mi cera ancestral al calor de su fuego.
Pasa una nube que no apaga su llama, continúa mirándome mientras la lluvia amiga, revienta en su pelo y se desliza por su ser. De pronto, con una inocente carcajada, se tira en la hierba y se funde con la tierra dejando que ésta la abrace, la atrape y la una a ella. No es consciente de lo que está pasando con su cuerpo, se limita a disfrutar del momento, mientras Vargas, en algún rincón del tiempo, redondea otra pin-up.
Cuatrocientas palabras; La vida por antonomasia que comienza por sus ojos traviesos, se desliza por su cuello, pellizcando la oscuridad de sus senos, aforrando sus muslos con fuerza, para morir en lo más profundo, más íntimo de su placer.

Locomotoro 26/07/09

Obertura. De Locomotoro


Siempre se había preciado de no tener miedo a nada, que eso del miedo escénico era para los principiantes. Pero él ya no lo era, llevaba cincuenta años recorriendo la vieja Europa. A esas alturas, uno podía permitirse el lujo de tutear al continente y continuar teniendo miedo. Había hecho revivir a Wagner, Litz, Mozart... en los mejores lugares que uno pueda imaginar. Dentro de poco, quién sabe cuando, quizás mañana, los conocería en persona. Era demasiado viejo para esto, y los clásicos ya no le llenaban. Así que había decidido hacer algo distinto... más improvisado.
Había conocido hace tiempo, de la mano de Grapelli, un violinista que se despidió de la orquesta, a un guitarrista, un tal Dyango Reinhart.
Ahora, en el camerino, sobaba aquellas partituras que le habían copiado, las estudiaba como un pirata estudia la isla de un tesoro.
Se asomó tras la cortina y apreció que estaba lleno, la gente se acomodaba en las butacas con el programa en la mano. Nada complicado; Claro de Luna de Beethoven, una vez más, Beethoven.
Abrió la caja de su ancestral batuta y lentamente salió a escena. Toda la orquesta se puso de pié y le dedicó una mirada de admiración, algunos incluso agacharon la cabeza en señal de reverencia.
Se hizo el silencio; miró al público y se quedó un rato dudando qué hacer. Miró después a sus músicos, esos músicos de siempre. Pero entre ellos, se encontraban, Grapelli y Reinhart, que le dedicaban una sonrisa cómplice y señalaban que ellos llevaban la misma partitura.
Por una vez, decidió no hacer lo de siempre. Hizo el gesto de golpear con la batuta en el atril, pero en lugar de eso, señaló a Renhart para que comenzara.
Ante el estupor del público y músicos que repasaban entre murmullos programa y partituras, Renhart comenzó la pieza. Al poco se le unió el violín de Grapelli con toda su alegría. De pronto, como venido de la nada, comenzó a acompañarles un contrabajo. El maestro por antonomasia había sustituido la batuta por el instrumento, que hacía sonar a golpes de pizzicato. El murmullo del público sucumbió en un fuerte aplauso ante los tres instrumentistas que parecían un grupito de pin-ups. El maestro golpeó las cuerdas del contrabajo con más fuerza que nunca, y de esta manera, escupió todo su miedo.

Locomotoro 21/07/06

La balada de Carmen. De Locomotoro

Venga.... tienes que venir.
Que no... no me apetece gracias, de verdad.
Si no vienes me enfadaré.
Está bien.... iré, sí... y no olvidaré la guitarra.
Esta conversación era típica entre Jaime y yo. Jaime, todo él tan amigo de sus amigos, hasta el punto que desde que lo conocí en la mili no había conseguido despegármelo.
Había montado una fiesta en aquel chamizo que tenía en mitad de la sierra. Y necesitaban alguna víctima que amenizara la fiesta. Si sabías contar chistes, dibujar o recitar poesía, o tocar algo... estabas jodido. Era mejor ser tonto. Pero... “por un día no pasa nada”, pensé para mi.
Llegó el día del evento y me presenté con mi guitarra, amplificador, y todos mis chismes. Acomodé mis trastos en un banco apartado y casi sin prestar atención a nadie, me dispuse a montar los aparatos.
Algo hizo sombra sobre mi cabeza y al alzar la mirada me encontré a Carmen, la hija mayor de Jaime, que algo bueno tenía que tener. Aunque... demasiado joven para mi.
Hola Javier —saludó. — ¿Afinando el instrumento?— Tenía el sarcasmo adolescente en la mirada.
Guitarra, niña... se llama guitarra —contesté.
No me refería a ese instrumento —y comenzó a deslizar la mano por mi rodilla.
Me quedé sin palabras... hasta de que, de pronto, un acorde raro sonó en los amplificadores.
Un niño nos miraba con aire inquisitivo con sus deditos en el mástil.
Quiero tocar, chillaba.
La mano de la chica en mi bragueta que de pronto dejó de repuntar, la combinación de su falda arremangada en sus bragas, y a lo lejos gritando mi nombre todo contento y babeando cerveza por la comisura de sus labios; Jaime.
Ajena a todo ello, la mano de Carmen continuaba insaciable, pero todo era inútil. A los gritos del chiquillo y de Jaime, cada vez más cerca, se unió uno nuevo de Carmen.
¡Por qué no se levanta!
Con toda aquella sinfonía de sonidos, comencé a sentir sueño. A lo lejos, otra víctima recitaba poesías, pero hubo un momento de silencio, Jaime quedó frente a mí, con los ojos como platos.
¡Chaval, cuánto tiempo! —Exclamó.
¡Pero cómo! —Repliqué — ¿Y mi cerveza?
Primero tócanos algo, o mejor aún... que toque Carmen.
Tapé las piernas de la muchacha con la guitarra y me perdí entre la multitud. Joder que bien tocaba.

Locomotoro 10/07/06

El precipicio. De Locomotoro

Oteaba el horizonte sin tener muy claro qué o a quién buscaba. Hacía ya tiempo que lo había perdido todo, su familia, sus amigos, su esposa... todo menos su tiempo. Eso era lo que quizá más tenía y sabía utilizar.
Había perdido también la esperanza, la perspectiva del futuro o cualquier otro tipo de sueño.
Tanto tiempo caminando le había llevado al borde del precipicio, donde se encontraba el final del camino, el único lugar en el que estaba dispuesto a perder lo único que le quedaba.
Miró su reloj y riéndose a carcajadas, se lo arrancó de la muñeca y lo arrojó al vacío del barranco. Entonces sintió un leve cosquilleo en la comisura de sus sienes, y el vapor húmedo de las olas que rompían en el acantilado lo devolvió a la realidad.
Tenía ganas de hacerlo, girarse, mirar atrás y caminar de vuelta el sendero por el que había venido, pero su espíritu de avanzar siempre hacia adelante se lo impedía, aunque este avance lo llevara al final.
Había visto al llegar un banco de madera gastado por el salitre del mar y el azote del viento y se sentó a descansar. Su mirada no se apartaba del horizonte abstracto en el que sabía que nada iba a encontrar. Había sido un hombre insaciable de aventuras, de correrías y peligros. En realidad había corrido tanto, que al llegar al borde de su propia vida, aún le quedaba tiempo, un tiempo que hubiera preferido regalar. Estaba cansado de volar, de los días, del sol... de la vida. Bajó sus ojos al abismo, deseando terminar, agotar las horas. Y cuando calculó el tiempo infinito que tardaría en llegar al fondo, instintivamente miró a un lado y contempló con asombro que el camino continuaba al filo del precipicio.
Un dolor agudo comenzó a repuntar en sus talones, y entonces dejó de contemplar el horizonte y echó de nuevo a correr por el sendero, en busca de nuevas aventuras para contar quién sabe a quién. Curiosa combinación de la vida y la muerte para aquel que no ha agotado su tiempo.

Locomotoro 03/07/06

Tema 1. De Locomotoro

"Queridos alumnos... No, no es un buen comienzo, ¿queridos alumnos? Os doy la bienvenida al cursillo de... Tampoco, qué chorradas son esas de bienvenida... además, todo el mundo sabe de qué es el cursillo. Y este dolor de cabeza que me pincha como si me estuvieran metiendo un alfiler en las sienes. Como alguno se me ponga chulo se va a enterar, me va a copiar todas las charlas de Ingres a sus discípulos unas quinientas veces. No... que yo, a buenas lo que quieran, pero cuando se me ponen tontos... una buena diatriba y en marcha." Todas estas meditaciones pasaban por su cabeza mientras hacía tiempo para entrar en la sala. Aún no había llegado nadie... pero tampoco quería entrar allí solo. Luego se le harían las horas eternas.
Abrió la botella de Remy Martin y se sirvió una copa. El frío hizo que se entumecieran sus dedos, pero sólo fue consciente de ello cuando distraídamente tomó un lápiz e inició unos primeros trazos.
Las fangosas navas que había en su mente, no le dejaban pensar con claridad, pero no le importaba... sólo trazaba, lo que fuera.
Los hielos se fueron consumiendo haciendo el licor más voluminoso en la copa. Al final, sin saber porqué, se levantó y dirigió sus pasos hacia la sala.
Era un lugar sobrio, lleno de luz, caballetes, sillas y figuras desordenadas. Se sentó ante uno de los caballetes y mientras trazaba al discóbolo en un amplio papel continuó dándole vueltas.

Me llamo An.... — Bueno, y qué coño les importará cómo me llamo.
Cuando comencé...— Ala, otra gilipollez.

Y continuó dibujando sin pensar demasiado. Estaba dando los últimos retoques cuando oyó un ruido como el que hacen los ganchitos de los sujetadores, pero pensó que sería algún ruido de la calle. Finalmente paró el agitar de trazos, ante el discóbolo que parecía vivo ante sus ojos.
Alguien detrás de él se atrevió a palpar su hombro, y entonces se giró asustado. Ante su sorpresa, estaba rodeado por un grupito de jóvenes que estaban contemplando su trabajo.
Entonces, se vio a si mismo en otra escuela, más joven y más tonto y vomitó lo primero que pasó por su cabeza.

Está bien, comencemos, saquen sus lápices y siéntense al lado mío. Esto es muy sencillo, pero vamos a ver de qué madera están hechos.

Locomotoro 22/06/06

Decadencia. (3ª Parte de Un cambio de hábitos) De Locomotoro

Una vez eliminado Mediometro, comprobé que no estaba tan acabado como yo creía. Todo había vuelto a una aparente normalidad. El Papi salía de nuevo a dar sus paseos, aunque se había vuelto un poco enmariconado. Todas las tardes se dedicaba a cuidar de unos rosales que tenía plantados en el jardín.
Medio pueblo abonaba aquellos enormes rosales... y no porque le ayudaban a ello... bueno, sí que lo hacían... pero ¿cómo decirlo? Desde abajo... como sin vida.
Aparte de los rosales del Papi, el barrio había caído en la decadencia absoluta. Los muchachos formaban ahora cuadrillas de lolailos inaguantables. Habían perdido respeto por los viejos valores, trabajaban de cualquier forma, por la espalda y a cuchillada trapera, sin tener ningún respeto por los clientes. Y no era de extrañar, el Papi era ahora un guripa acabado, enbebido todo el día por sus rosales, sin horizontes.
A los chicos les hacía falta un referente, y el Papi se había convertido en una mala influencia, así que me metí en su cuadrilla y comencé a enseñarles un poco de teoría. Inicialmente empecé con los pasos más sencillos. Disciplina y elegancia en el trabajo, cómo se hace el ala al sombrero... nada de ganchitos en las orejas ni tatuajes. Los chicos parecían muy atentos, ese cambio de vida parecía emocionarles. De esa manera, poco a poco fueron abandonando el zulo en el que estaban metidos.
Una tarde, decidí pasar a una clase práctica y me fui con los muchachos de visita jardinera al Papi.

Hola Papi— saludé.
Siempre con respeto a la clientela.— iba apostillando a los chavales.
Buenas tardes, hijo— Me respondió. — ¿Me echas una mano?
Por supuesto Papi— repliqué.
Siempre hay que atender las peticiones del cliente.
Le ayudaré a abonar.

Al Papi se le fueron las cataratas de golpe... o de bala, no podría confirmarlo.
Me giré hacia los muchachos; alguno de ellos tomaba apuntes.

Y por supuesto... el cliente siempre tiene razón— Apostillé.

Finalmente, y, tratándose del Papi... nos pasamos las normas por el arco y lo pusimos a flamear en plan vikingo junto con sus jodidos rosales.
Mis chicos aprendían deprisa, y yo tenía que ir pensando en convertirlos en hombres con futuro. Nuevos aires soplaban desde el norte. Tomé mi Veretta y me dediqué a limpiarle el óxido al suave sol del atardecer.

Locomotoro 06/06/06

Mediometro (2ª Parte Un cambio de hábitos). De Locomotoro

Después de aquello, decidí un cambio de aires. El marrón no me sentaba bien, así que me dirigí al pueblo de mi ex, que en paz descanse.
Pocos me conocían allí, aunque yo conocía a todos. Me presenté a Papi, que era como llamábamos al padrino. Se alegró mucho de verme, aunque estaba muy anciano y dudo que con esas endiabladas cataratas me reconociera, eso de llamarme mamá me pareció sospechoso.
Así que me puse a trabajar de nuevo. Me compré un traje nuevo y me crucé con Mediometro.
Mediometro no es que fuera enano, no... era el enterrador del pueblo. Dos metros por delante, culo estrecho y cara de gorila anormal. El caso es que Mediometro era vago para todo... incluso para enterrar. En cuanto había hecho medio metro... tiraba el fiambre. Las noches de lluvia intensa eran todo un espectáculo de Halloween y a la mañana siguiente, como si se tratara de un maleficio Mediometro tenía que volver a cavar. Todos queríamos mucho a Mediometro, había confianza con él y por aquello que el chico tuviera una agenda ordenada... antes de hacer un trabajo, los muchachos pedían hora.
Tenía sentido del humor. A veces, acompañaba al doctor con el metro en la mano en sus visitas al hospital. "Bromas de enterrador" decía.
El caso es que Papi, tenía a Mediometro entre catarata y catarata... y ya en su lecho de muerte, dijo a lo que pensaba era su madre:

Antes Mediometro que yo... pero sin preces—. El Papi sabía cómo halagar.

Un sábado le dije a Mediometro con aire de desdén.

Medio.... hazme un huequecito para mañana a eso de las tres.
¿Y la carne?— preguntó.
—La carne la llevaré yo— contesté.

A la mañana siguiente, Mediometro cavó, yo llevé al calamar, otro.... pringao, alguien tenía que tapar el agujero y a mi no me pagan para eso. Pero Mediometro no se lo imaginaba y el pobre se meó encima.
De vuelta al pueblo, con la satisfacción del trabajo bien hecho, me crucé con Ráfagas, el dueño del puticlub, que dicen los garrulos.

¿Te has enterado? Papi se ha levantado— me dijo.

Aún llevaba el metro de Mediometro en la mano... ¿a quién no le gusta tener un recuerdo de los colegas?

Venga... llévame a tu casa— Le dije a Rafa —Hoy brindaremos por los colegas.

Locomotoro 02/06/06

Cambio de hábitos. De Locomotoro

Veinte años de oficio y diez en la trena son más que suficientes para que cualquiera cambie de hábitos, sobre todo cuando el fiscal hace un trato para que “largues” y te quiten esos cincuenta que pretendían colgarte de la condena.
Así que cayó todo Dios. Luego vinieron las medallas para la policía... y con las medallas vino lo de la protección de testigos, no sé, esa expresión siempre me sonó a “coquillera”.
Después de cargarme a todo dios, habían decidido reconciliarme con él, por eso era que estaba en un convento de franciscanos. Cambio de hábitos que dicen
Mientras mi hierro, una Veretta del 9, se oxidaba en los cajones de pruebas, una ráfaga de hierros nuevos se movían por todo el condado para darme “matarile”.
Una tarde de agosto, a eso de las 6 de la tarde recibí una visita inesperada. El individuo en cuestión, era como un endiablado calamar de metro ochenta, y traje escotado que no me quitaba ojo desde el momento que entró.
Después de fingir que oraba... que hacía preces, o como coño se diga... me pidió que lo confesara. Así que me metí en el confesionario y comenzó a declarar... perdón a confesar.

Padre, confieso que he matado, —comenzó a recitar...— que mato —y comenzó a sacar el hierro, — y que volveré a matar.

Me apuntó a la cabeza discretamente con aquel chisme maléfico, pero no me inmuté. Salí del confesionario porque sabía que no me dispararía cara a cara, lo empujé con discreción y ya en el suelo, busqué algo con lo que acabar con el asunto. Mi mano chocó con el rosario, curiosos los senderos de Dios... a veces te da la vida, otras te la quita. A lo que iba, le metí el rosario hasta la garganta, al tiempo que gritaba pidiendo una ambulancia.
Las viejas salieron a todo correr de la iglesia y yo terminé la faena. Al cabo de un rato, apareció la policía científica. Uno de los agentes vio unas babas en mi rosario, y dirigiéndose a mí me preguntó.

¿Son suyas esas babas?
Hice lo que pude. —Respondí sin dejarme halagar— Al final le di la absolución y antes de morir besó la cruz.

Entonces apostillé con aire de desdén.

Se ve que el pobre, babeaba de la emoción de reencontrarse con el señor.

Locomotoro 02/06/06

Chasquidos. De Locomotoro

Un chasquido fue lo último que pudo oír. Hay muchos tipos de chasquidos, pero en un barrio en el que el hombre más adinerado no pasa de ser un capataz, es prácticamente imposible escuchar el chasquido de unos zapatos de claque, o el suave chasquido del bourbon al caer contra los hielos de una copa.
Por un módico precio, cualquiera puede escuchar el chasquido del percutor de un Smith & Wesson, o de los dedos de algún capo o policía malpagado dando una orden asesina.
El caso es que, refugiado de la lluvia, Raimond descansaba en lo que él llamaba la sala de visitas. Se asomó con desdén a la ventana, para contemplar las ráfagas de gotas de agua estallando contra las aceras, emitiendo mil tipos de chasquidos diferentes.
Abrió la ventana y asomó la cabeza dejando que las gotas reventaran en su cabeza calva. Así quedó largo rato, hasta quedar empapado como un calamar. Después volvió al sofá y sacó de debajo de un cojín un arma endiablada y una nota de ella.
Ella a la que tanto había amado y que ahora pretendía abandonarlo, dejarlo tirado, sustituirlo por un ingeniero que había conocido no se sabe como o por qué especie de maleficio.
Se lo quiso dar con jabón, pensaba que si lo podía halagar, engatusar de alguna manera, hacerle comprender... él la dejaría marchar.
Pero Raimond tenía demasiadas cosas que comprender y demasiado poco tiempo para hacerlo así que dejó a un lado las comprensiones para centrarse en las acciones.
Allí se encontraban los dos ahora, ella tirada sobre un charco de sangre, y él mirando al cielo rebuscando en su cabeza unas últimas preces que recitar antes de marcharse.
Dejó de oírse el chasquido de la lluvia contra las calles, de los dedos de los policías malpagados, incluso del ron barato contra la taza de aluminio. Se hizo el silencio, cerró los ojos al apoyar el hierro en su sien, y entonces sonrió a su perra vida.
Un último chasquido, quizás el más claro de todos, lo volvió a unir con su amada.

Locomotoro 01/06/06

Media hora. De Locomotoro

Miró el reloj por encima de sus gafas con cierto desdén. Eran las tres y tres minutos de la tarde. Eso le daría media hora aproximadamente para terminar lo que aún no había comenzado, mejor dicho lo que estaba haciendo en esos momentos.
Tiró a la basura los restos del café y continuó tecleando, así... casi sin pensarlo, mientras oteaba de cuando en cuando el reloj de su ordenador rezando mil preces para que se detuviera el tiempo.
Al otro lado de la cristalera, Amparo, con sus ojillos de calamar, saboreaba su café mientras se preguntaba qué estaría haciendo Andreíto tecleando a toda prisa.
Pero el joven dibujante era ajeno a todo ello, tenía un compromiso, algo que había comenzado y debía terminar.
Las tres y nueve minutos. A veces el tiempo pasa inexorablemente como si presagiara un maleficio, no importa lo que hagas... el tiempo no juega, no recoge cartas, solo pasa.
El ruido de un flamante coche anunció la llegada del jefe, entonces Amparo, con esas curvas endiabladas se acercó al joven diseñador y le tocó en el hombro. “Parece que es el coche de Isma”.
Pero Andreíto no se inmutó, continuó tecleando con su ritmo frenético sin dejarse engatusar ni halagar por la exuberante contable.
Unos pasos se dejaron oír por las escaleras. Amparo se retiró a su mesa con expresión asustada en la mirada al contemplar los ojos vidriosos de Andreíto que comenzaba a levantarse.
Tomó un puñado de lapiceros en una mano mientras se dirigía en dirección a los pasos de la escalera y los arrojó con rabia contenida.
Una ráfaga de lápices de madera estalló en el pecho del jefe de marketing, pero Andreíto pasó de largo sin inmutarse, dirigiéndose hacia la puerta.
Sacó un pitillo con toda la indiferencia del mundo, miró el reloj y habló para sus adentros. Joder, que mal que no se puede fumar dentro... Las tres y veinte; aún tengo tiempo de echar un cigarro.

Locomotoro 31/05/06

El Soldado. De Locomotoro

Serían como las 12 de la noche, una noche jodidamente cerrada. La lluvia caía sin cesar, como un castigo divino, aunque no más castigo que esa maldita guerra. En la trinchera, se pueden ver muchas cosas, pero lo más latente es el miedo. El miedo que te rodea, que se respira, sobre todo cuando pasa mucho tiempo sin el sonido de una bala. Eso significa solo una cosa, que dentro de poco tocarían el toque de “bayoneta”.
Por espacio de media hora, la gente fue recogiendo sus efectos personales, guardándolos en bolsillos, cascos y botas. Al mismo tiempo que sacaban sus capillas personales, las fotos de sus amantes, de sus madres, sus relicarios y amuletos, y cada uno comenzamos a rezar en silencio.
Pero yo ya no creía en nada. Hacía tiempo que los colores de la bandera por la que luchábamos se habían desteñido. Ahora solo era una cuestión de vida o muerte. De nada serviría sentirse mohíno. Era necesario sacudir con fuerza el prepucio de la ira hasta hacerle escupir con furia contenida toda la rabia.
Sonó la corneta y se hizo un silencio que duró unas décimas de segundo. Tiempo más que suficiente para despedirnos con la mirada. Ya no nos decíamos adiós, sino más bien hasta luego, porque después de tantos meses si había algo que habíamos aprendido era que la muerte aguarda detrás de cada línea, en el espacio que queda entre un fusil y un cuerpo.
El espíritu homicida de cada uno apareció de pronto y nos lanzamos como bestias desbocadas al incierto destino.
Llegué hasta la esquina de lo que quedaba de la iglesia, miré hacia atrás, y los vi menguar en la lejanía, ante el sonido de una ametralladora. Giré y entré corriendo por la nave principal, frente al altar. Despejado, allí no había nadie, me encontraba solo. Algo blanco hizo que girara la cabeza y entonces me sentí muerto. Era un pedazo de guata, un pedazo de guata que cubría la cabeza de Ángel, mi compañero de escuela, ahora... mi asesino. En un acto instintivo, cargué el fusil y vi con horror que no tenía munición. Pero él no se inmutó, continuaba allí, apuntándome sin prisa. Era un blanco perfecto. Solté un taco al saberme muerto y al mirarlo vi que él estaba sonriendo.
¿Como va, amigo? No te preocupes... no te quiero mat...—Un sonido seco hizo que no pudiera terminar la frase. Me miró con la muerte en los ojos, y allí se quedó dormido, entre mis brazos, empapado por unas lágrimas que en ese momento no pude soltar. La historia de una guerra puede ser muy larga... pero se puede explicar de una manera muy corta.

Locomotoro 12/05/06

La navaja. De Locomotoro

Es otoño, esa extraña estación que marca el paso entre la vida y la muerte. En el bosque, todo se ha vuelto color marrón, un marrón intenso como el sonido de las hojas secas bajo mis pies desnudos. Más allá del bosque, en el claro puedo ver la cabaña donde vivo.
Rebusco entre la hojarasca del suelo y recojo un pedazo de rama medio seca, ideal para ser tallada, mientras me dirijo a la cabaña... esa es mi vida, sencilla y ajena a complicaciones.
Llego y me siento en una vieja mecedora que tengo asentada bajo el alerón de chapa que me hace de porche mientras contemplo ante mí el excelente paisaje que me brinda el bosque. Trato de conciliar el sueño mientras sobeteo el pedacillo de rama de roble que he encontrado, acariciando cada forma, soñando mil fantasías.
Finalmente, y tras un pequeño descanso, decido una forma, la forma de una mujer que de vez en cuando me visita. No sé aún como se llama, ni sé a qué se dedica, simplemente me observa con ojos tristes, callada... luego desaparece.
Mi cabeza trata de formular cada algoritmo que me permitirá sacar todas las curvas de la figura.... pero solo consigo recordar sus ojos. Al final saco la navaja de mi bolsillo... esa navaja que utilizo como único instrumento para todo.
Soy viejo y estoy cansado, pero cada vez que veo a esa mujer me siento joven, más vivo. Mis manos van tallando con destreza esa forma que recuerda mi mente, y poco a poco va apareciendo una figura que se le asemeja bastante.
La he terminado, y ahora contemplo la silueta del pequeño pedazo de madera al sol del ocaso. Pero no es su silueta solamente lo que veo, detrás del oscuro perfil aparece ella, ella que me está mirando con sus ojos tristes. De pronto sonríe y su expresión se vuelve amable. Quiero hablar con ella, acercarme, tocar su piel, conocer su olor... así que rebusco en mis bolsillos algo, un objeto bello, algo dable. Pero no lo encuentro... y mis dedos solo tropiezan con mi gastada navaja. Quiero levantarme, pero a pesar de que me siento joven mi cuerpo me resulta pesado y es ella quién se acerca a mí.
Sus labios tropiezan con los míos mientras su mano me coge y me lleva, lejos de la cabaña, lejos del otoño.
Es otoño, esa extraña estación que marca el paso entre la vida y la muerte.
Más allá del bosque, en el claro puedo ver la cabaña donde vivo, pero ya no hace falta que vaya. En el suelo del porche, bajo el alero, he dejado mi navaja.

Locomotoro 260406

Imagen: Árbol de la muerte. ©Verónica Guzmán (México, 1970) extraída de: http://www.veronicaguzman.com/

Carta de una madre a otra. De Locomotoro

Sra. Carmen:
Soy Pilar, la madre del soldado Manuel, que como su hijo y otros tantos como él, fue destinado a Kósobo y fue amigo íntimo de su hijo. Lamento mucho la pérdida de este. Mi hijo se recupera lentamente de las heridas de metralla que quedaron en su pecho, y hace pocos días salió del coma del que parecía no querer salir.
Abrió los ojos, y mirando hacia ambos lados, preguntó nervioso por Antonio; su hijo. Enloqueció al ver que este no estaba, y sus lágrimas empañaron su rostro, lleno de dolor.
Fue entonces cuando comprendí la historia que me había contado aquél oficial vestido de blanco, sobre otro soldado a quién no conocía, y fue en ese momento cuando decidí escribirle esta carta. Tuve un momento para pensar en todo lo que estaba pasando y una flecha atravesó mi alma en un segundo y me sentí muerta, acosada por todas las respuestas estériles del mundo que apuntaban como ballestas hacia mi sencillo y humilde porqué.
Ahora, sentada junto a mi hijo, trato de encontrar la manera de hacer que vuelva del todo a la vida, ya que la ilusión por esta, se fue con el suyo. Sobetea distraídamente las cartas que asoman por el borde del secreter, mientras contempla distraído unos niños jugando en el parque que se ve a través de las ventanas del mirador. Sus figuras asexuadas por la lejanía, proyectan colores pastel sobre los ojos de Manuel que no parpadea, y de vez en cuando, plantea también al infinito su propio porqué, esperando encontrar de nuevo a Antonio, lejos de esa guerra, en otro lugar.
A veces, entre la bruma de mis sueños, los veo jugando como esos niños en el parque, ajenos a las miradas de odio, ajenos al mundo, con el semblante inocente, cándido y distraido que tiene todo aquél que se sabe querido.
Sepa que tiene aquí una amiga que nunca la olvidará.

Pilar

Locomotoro 03/04/06

Desde la trinchera. De Locomotoro

Amada mía:

Te escribo desde la última línea de fuego donde me han enviado. Frente a mi encuentro infinidad de cosas que harían desear a cualquiera estar muerto, o simplemente no estar.
Es algo extraño esto de la guerra. Miro frente a mi los hombres con los que acabo y en ocasiones encuentro mi cara reflejada en sus ojos. Entonces miro de frente mis recuerdos que en parte también son los suyos, y pienso en sus familias, en sus madres, en alguien de quién pudieran estar enamorados... y de pronto te veo a ti, y lloro, y deseo no estar vivo, no me encuentro y aún no sé que hago ni porqué estoy aquí.
Solamente tu recuerdo hace que siga vivo, que halle esperanza entre el barro y la sangre que cubren mi cuerpo. El alma se recupera de esta forma, se fortalece y es en esos momentos entre los silencios de los proyectiles donde te recuerdo y me siento vivo.
Amor mío has de saber, que aunque a veces flaquean mis fuerzas, llevo todo mi ser en este pedazo de papel que guardarás junto con miles de recuerdos compartidos en el rincón más seguro del secreter.
Dentro de pocas horas darán el toque de a degüello, y tendremos que salir avanzando hacia el enemigo, que nos espera con alma cándida, seguros, desde el otro lado de la trinchera.
Los sonidos asexuados de los fusiles no callarán tu recuerdo, y presto como una la flecha de una ballesta, volveré a besar tus labios en el rincón claro del mirador donde una vez me enamoré. Una vez más, volveré.

Tuyo que te ama:

Andreíto

Locomotoro 03/04/06

Musa. De Locomotoro

Tras unos minutos, levantó el lápiz del papel y descubrió el miedo de saber que ahí no había aún nada. Tembloroso ante la escasez de ideas, abrió uno de los cajones del secreter y sacó una caja de madera en la que guardaba su vieja pipa junto a una petaca de cuero que contenía el tabaco.
Fue después al mueble bar y volvió con una botella de cognac de doce años. Con todos estos artilugios abrió la pesada cortina del mirador, se acomodó en una de las butacas de la pequeña estancia y limpió lenta, tranquilamente el alquitrán reseco de la pipa. Entonces, mirando hacia el exterior, encendió la pipa y una bocanada de humo bañó el espacio alrededor suyo.
El alma cándida, asexuada del aroma de este hizo que su espíritu se apaciguara. Encontró lentamente en el espacio todos y cada uno de los elementos que componían la obra. Ahora solo le quedaba representarla. Disfrutó por unos instantes de la mezcla de aromas, del sabor del licor en la boca, mientras ella, aunque aparentemente ausente, llenaba su cabeza de besos y acariciaba sus latidos.
Se levantó de su lado y le llevó de la mano hacia la mesa de estudio donde hizo que tomara de nuevo el lápiz. No lo abandonó, se quedó ahí con él para contemplar como todas las ideas se disparaban sobre el papel al ritmo frenético de una ballesta.
Cada trazo quedó en su sitio, cada idea, cada sueño que encontró su lugar. Entonces miró a su lado y absorto, vio que allí no había nadie, aunque ella.... jamás lo había abandonado.

Locomotoro 28/03/06

La primera palabra. De Locomotoro

Y entonces.... como casi olvidado, surgió de la nada. Antes de iniciar un paso, miró de reojo al infinito y este le dedicó un guiño desde todas las entrañas del destiempo, para tatuar la primera letra en su alma. Agachó la cabeza y se detuvo un instante para pensar, cavilar esa primera frase y atreverse a mirar a los ojos a sus semejantes.
Amortiguó sus sentidos en una ballesta de absurdas ideas y entonces, cándido, tranquilo levantó suavemente la tapa del secreter.
Sintió en sus dedos la caricia del polvo que posaba desde hacía tiempo sobre el taco de papeles escritos, sus ojos se deslizaron hacia la primera hoja y descubrió con cierta sorpresa que las palabras, ya estaban escritas.
Con cierto desconcierto, dirigió sus pasos lentamente hacia la cristalera del mirador, donde los rayos de luz daban color y vida a cualquier naturaleza.
Entonces, armándose de coraje, interpuso la primera hoja entre él y sus semejantes. Afinó la vista con desprecio, de una manera indefinida, asexuada, hacia una letra grande, mayúscula. Carraspeó por un segundo y comenzó a leer en voz alta -Érase una vez...-. Y en aquella obscura sala, donde vivía mucha gente sola, todos se detuvieron para hacer algo juntos (escuchar). Y... que yo recuerde; fué aquella... la mejor vez de todas.

Locomotoro. 27/03/06