12
Feb

... Una de Colmillos



“Hay acciones a las que el “civismo” impide dar una explicación, sentimientos humanos que han de ser limitados por aquello de la racionalidad de la especie, pero lo cierto es que somos como somos: naturales, imprevistos, ocasionales, circunstanciales y un largo etcétera que de ninguna manera nos engloba como imperfectos.”

Este era uno de los pensamientos de Isora, así los escribía preparando una de sus clases, intentando justificar o tal vez, para ocultar un impulso que la traía un poco de cabeza ya que empezaba a dudar de su límite.

Siempre se le había inculcado el control de todos los deseos, cualquier anhelo o sentimiento, eso era lo que nos diferenciaba de las bestias. ¡BESTIAS! sonaba tan horrible, aunque en realidad es lo que somos todos, animales, esa era su manera de ver el mundo; las calles estaban llenas de ellas, los aeropuertos, las playas, su trabajo, su gimnasio, su casa, era un mundo por y para bestias.

Empezó desde que era una bebé, como todos los gestantes apretaba sus encías contra todo aquello que encontraba: su pequeño puño primero, luego el dedo de cualquier imprudente que dejaba realmente dolorido al intentar recuperarlo y, finalmente, fueron utensilios creados para tal fin.

En el jardín de infancia empezó a descubrir variedad de texturas con lo que ya eran sus primeros dientes blandos, pero aún así, los clavaba casi hasta el dolor. No, mejor, placer.

En el colegio destrozaba todo lo que se ponía a su alcance, siempre que no se ablandara, detestaba la sensación esponjosa hasta la arcada, ver sopas de pan o galletas en el café con leche, era tema de pesadilla.

Cuando su dentadura obtuvo consistencia, el descubrimiento de sus colmillos puntiagudos fue el máximo gusto. Se había convertido en una experta, hacía minuciosa selección de productos que llevarse a la boca para hincarles sus placenteros instrumentos, solo degustaba texturas gomosas y resistentes. Se acabó dejar bolígrafos y tapas de botellas de agua como crujientes snaks. Sin duda, se había convertido en una mujer selecta.

Poco a poco fue dejando los objetos por aquello del autocontrol, se intentaba convencer, aunque no sé si fue peor el remedio que la enfermedad, porque ahora lo que estaba más a su alcance eran las bestias como ella. Empezó a sentirse cazadora, sí, eso era, siempre lo fue, un animal de caza controlada.

A veces llegaba a sentir verdadero miedo, miraba a los hombres, generalmente a sus músculos: brazos, pecho, bíceps… estos últimos eran su debilidad. Mientras caminaba por la cinta andadora, miraba descaradamente a sus compañeros de gimnasio que quedaban justo en frente, de espaldas a ella en el banco de fuerza, veía aquellas espaldas contrayéndose y su boca se hacía literalmente agua, de manera desmesurada notaba como sus encías se encharcaban y la saliva corría por sus colmillos, escapándosele por la comisura de los labios. Sorbía desesperada, mientras ponía la cinta a mayor velocidad para distraer su particular pasión ¿u obsesión? ¿Caníbal? –se preguntó- como también se preguntaba hasta dónde sería capaz de llegar. Sus amantes, hasta ahora, pensaban que sólo era un juego sexual en el que algunos momentos apretaba más de lo que hubieran deseado, pero nunca llegó más allá, nunca llegó a penetrar sus colmillos en la carne, quizás porque era justamente zonas musculadas, difíciles de penetrar, aunque ella volvía a decirse: “autocontrol” Isora ¡Controla!.

Lo realmente cierto y placentero era como esos dientes en particular eran empujados hacia sus encías mientras mordía, produciéndole un gozo especial, indescriptible, dejando la zona mordida cubierta de abundante saliva que intentaba limpiar de modo que no se notara su imagen de fiera en puro desenfreno, si era descubierta, sabía que produciría pánico en su presa y le sería prohibido su mejor manjar.

Con el tiempo los bíceps, tríceps y glúteos empezaron a no ser suficientes, quería seguir conquistando y su gran trofeo sería conseguir lo más mimado, protegido y endiosado por los hombres, su nexo y su plexo, su universo: el pene.

Había quedado con Rayco, lo había conocido en el Gym. Se preparaba ante el espejo del armario y sintió que tenía un ligero temblor en los muslos que le costaba controlar. Era un gran día. Este muchacho estaba de lo más apetecible, no había la más mínima capa de grasa bajo su piel fibrosa, ancho, poderoso, su gran y suculento manjar. No iba a desaprovechar esta oportunidad, estaba dispuesta a todo. A la vez que cepillaba sus cabellos, estudiaba cada paso, cada detalle, llevárselo a la cama no sería difícil; una vez in situ tenía que ser delicada y lenta, cuanto más tardara con los juegos preliminares sabía que su banquete se inyectaría totalmente de sangre, poniéndolo en su punto perfecto de cocción “al dente” ¡mmm! se relamía, repasó nuevamente su carmín.

Era finales de primavera, así que su vestido de gasa azul no parecería atrevido, su transparencia hacía adivinar su ropa interior en un tono ligeramente más oscuro, sabía que estaba realmente sensual y puso morritos de un rojo intenso.

Habían quedado en los aparcamientos de un coqueto restaurante de decoración clásica y floral. Llegó ella primero, él aparcó en frente, así que le vio bajar de su vehículo. Llevaba un traje color vino con una camisa salmón, le pareció inmensamente atractivo, nada que ver con la imagen que tenía en ropa deportiva, realmente parecía un modelo masculino sacado de un anuncio de colonia. Salió rápida a su encuentro, sintiendo nuevamente el temblor de sus muslos.

Todo fue como se esperaba, después de todo siempre era igual, las mismas frases, los mismos juegos, así que se fue relajando y acomodando, planificando astutamente los últimos detalles para llegar a su momento de éxtasis. Desde que iban por el segundo plato, se podría decir que ya no le escuchaba, era todo perfectamente mecánico, aunque no se le notaba en absoluto.

Cuando acabaron, él le sugirió dar un paseo por la Avenida Marítima y, por supuesto, ella aceptó, aunque algo molesta, empezaba a sentir prisa, aunque le vendría bien digerir antes la cena.

Parados frente al mar, Isora se puso remolona, entre roces y caricias, hasta que buscó su boca y le besó apasionadamente como sello final a aquel paseo, él la siguió, así que le invitó a su casa.

Una vez en ella no tuvo más miramientos ni actos de cortesía, encendió las luces justas para llegar a la alcoba, no deshizo la cama, se apresuró a desnudarle y desnudarse, no se mostraba nervioso ni sorprendido, así que siguió con lo previsto.

Por fin estaba donde tenía que estar, en su punto cálido, en su ambrosia codiciada, ante su músculo deseable, sus labios saboreaban el postre final, tan meticulosamente elaborado para ella, impaciente e impactante, palpitante. Su boca hormigueaba percibiendo su próximo momento de clímax, paseaba su glande por la textura de sus dientes e introdujo lentamente su colmillo en tan pequeño orificio, su presa extasiada no pudo acertar de donde provenía aquel fino placer, hasta que por fin sujetó tremendo chupete y cual pirata desalmada con puñal entre los dientes, mordió la rígida daga, sobresaltado tensó sus piernas en un ahogado aullido, pero ya era tarde, ella enterró sin piedad sus colmillos, jamás había sentido aquel orgasmo canino, ni pudo volver a sentirlo nunca, ya que un brutal golpe de puño, acabó con sus tesoros rodando por las sábanas.

“La sociedad se agrupa en conductas reglamentadas como racionales, el pensamiento es el poder que posee el ser humano para sobresalir de las demás especies, por eso es el rey del universo conocido”
Isora esta vez leía un pequeño ensayo de uno de sus alumnos de bachillerato, ya no tenía que auto convencerse de nada, estaba segura que era una bestia más en un mundo de bestias.


© Chajaira (Carmen Expósito)

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16
Ago

NO HAY DESPEDIDA



Hace algún tiempo puse aquí un texto titulado “Confidencias” donde una vez tuve una despedida interrumpida, suceso que me valió para ser capaz de soportar la enfermedad y la muerte, ambas caprichosas, antojosas y malcriadas; te vacilan, te sacuden, te sumen en la confusión y aprendes a ser guerrera de lo inesperado.

Junto a él me era fácil ser valiente, con su dolor era capaz de ignorar el mío, con las lágrimas que le vi derramar agotado en su sufrimiento hacía que las mías sólo fueran agua salada. Demasiadas noches y días tuvimos que pasar por aquellos pasillos y cubículos de vampiros blancos, rojo y blanco, dolor y descanso, pero al final estaba la alegría de volver a casa, la ironía de jugar con los sucesos haciendo juegos de palabras, tramar alguna pillería para aquel cuerpo en el que mandaba su alma… y allí estaría mamá con sus suspiritos y sonrisa perpetua aún estuviera pendida de un frágil hilo y, yo, derechita a la cocina a poner aromas de café mientras Juan le inventaba un mundo divertido repleto de pecados, para terminar, en el abrazo de mi pequeña asustada y recordarme que además de ser hija era madre.

Mas llegó el día en el que no me esperaste, decidiste marcharte sin despedida, sólo un pequeño gesto al tocar tus manos heladas cuando unas máquinas te obligaban a permanecer. Me dejaste la peor parte del último aliento inconsciente, lo hiciste así porque sabías que la Pilichi aguantaría, siempre lo hace… pero que sepas, que me has destrozado el corazón, que me has roto en trocitos que iré recogiendo como siempre, sin que nadie se dé cuenta, porque a pesar de mi dolor, ya nos hemos dicho, muchas veces –sin decir- lo mucho que nos queremos.

No se te olvide en mis sueños, enviarme dibujitos y versos.

Carmen Expósito 11 de agosto de 2010

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22
Jun

RESPLADOR DE RASCACIELOS * Joan Castillo



RESPLANDOR DE RASCACIELOS
(Molinda Linda)
Categoría: Drama, amor.




I



Con el nudo de la corbata en el pecho, totalmente desgreñado, el Dr. Quintilio se movió bacante desde la ventana donde siempre observa el mar, hacia su ahora desordenado escritorio. A su alrededor vuelan periódicos viejos, expedientes empolvados y cuartillas borrosas, que retozan caóticos con la gran cantidad de botellas, latas vacías de cervezas, colillas de cigarrillos y cerillas usadas que dibujan figuras disformes en el desvencijado piso. Sus ojos pálidos, casi llorosos, observan como fascinados, la pistola cargada en una de las gavetas abiertas del escritorio, mientras en sus oídos tamborea el timbre del teléfono que aún significa una brevísima esperanza para sobrevivir. Su mente embarullada de nicotina y alcohol no entiende ahora si levantar el teléfono por última vez o tomar la pistola, volarse los sesos y terminarlo todo.

Quintilio Felisberto Cantalarana no fue un abogado de éxito, incluso, nunca pudo mover la oficina del propio hogar, pero mucho menos fue un escritor reconocido; después que se decidió a escribir, sólo contó con un par de editores que no podían llevar sus novelas y relatos más allá de unos cuantos lectores; sin embargo, por haber combinado ambas profesiones, pudo conocer a Molinda, quien significa en estos instantes el único interés de su vida, o para explicarlo mejor, el objeto que puede darle una oportunidad de vivir.

En la medida en que iban creciendo sus compromisos en el campo jurídico, y sus relatos y novelas empezaron a tener lectores cautivos se vio en la necesidad de contratar a una secretaria a tiempo completo, pero de esas secretarias baratas que salen de los institutos de estafadores académicos, porque su presupuesto no alcanzaba para pagarle a una secretaria profesional, por lo que en el anuncio que colocó en el periódico, advertía que las aspirantes no necesitaban experiencia previa.

Y al otro día, aún no había abierto la oficina, cuando un aroma floral de los que le llaman "mata guardias" por el intenso olor que despiden, hirió de mala manera su olfato; lo portaba ella, Molinda, una trigueña clara de 19 a 20, con una sonrisa que llegaba al techo, con sus pequeñas orejas entorpecidas por unos aretes redondos que les rozaban los hombros, y su cabeza trabada en un pañuelo, que al igual que su blusa amplia, llevaba más colores que un carnaval.

El Dr. Cantalarana se ajustó los lentes para observar mejor que un Jean crema tan desgastado y estrecho que parecía transparente, lo llevaba Molinda amarrado a una correa negra tan ancha que parecía una de las fajas que usan las adolescentes encintas para esconder la barriga; pero lo que más le sorprendió fueron los tenis roídos de color rojo vivo que llevaba sin calcetines. Todo ello, junto al exceso de colorete en su rostro, daba la impresión de que era una muñequilla confeccionada especialmente para aterrorizar a los niños.

No tuvo que preguntarle a qué había venido; en una voz tan escandalosa como los colores de su blusa, se presentó:

––Yo soy Molinda la más linda, Jefecitor, la secretaria que no sólo maneja con propiedad los paquetes informáticos de última generación sino que también me defiendo en cualquier labor doméstica, -frase que soltó con tal brusquedad que a Quintilio le dio la impresión de que se la había aprendido de memoria, -y continuó:

––Soy como una especie de sinvergüenza, Jefecitor, lo único que quiero es trabajar y no hacer lo mal hecho, por lo menos hasta que me llegue el dia de "despacharme" a Nueva York, -le señaló de la misma manera fresca y desenfadada.

Al escuchar esas palabras tan humildes como firmes, la observó mejor, y pudo reparar en que ciertamente era la ropa y el maquillaje los que la hacían ver tan horrible; su voz era un poco infantil pero no desagradable, notó por igual, que no podía permanecer tranquila, desmenuzaba con apuro una goma de mascar, y al parecer necesitaba estar moviendo las caderas y colocando sus manos en distintas partes del cuerpo, sobretodo, arreglándose la blusa, que al quedarle grande se le caía indistintamente de un lado y del otro.

––Usted sabe, Molinda...

––Yo no sé nada, Jéfer, ––le cortó––. Yo sólo sé lo que tengo que hacer, que es lo que usted diga, mientras me pueda "despachar" a Nueva York, ––ripostó––.

––Pero Srta. Molinda... (trataba de decirle que volviera otro día, ya que necesitaba examinar otras aspirantes) ––pero lo detuvo de nuevo.

––¡Ningún ningún!, Jéfer, ––¡Oigame bien! Jefecitor, ––Mo-lin-da, es decir Molinda la más linda es la secretaria que usted necesita, y por suerte para usted que mi tío, donde residía, compra siempre ese periódico. ––le señaló como si le estuviera haciendo un favor, provocando que el Dr. Quintilio se preguntara internamente las razones de titularle "Jefecito" si su peso sobrepasaba las trescientas libras para la ocasión.

––¿Dice usted que vivía en casa de un tío? ––le preguntó Cantalarana un poco sugestionado ya por la singular muchacha.

––Claro, él me dijo que si no empezaba a trabajar hoy, me podría largar para el monte de donde vine, me lo viene diciendo hace tiempo, pero anoche me lo dijo tan en serio que hasta me dio el dinero para el pasaje. El dice que lo de mi viaje a Nueva York es una historia mia para vivir recostada de él, y es que mi tío no sabe, Jefecitor, que me quedé sin zapatos buscando un trabajo limpio y decente como el que usted me ofrece.

Mientras terminaba esta frase colocaba un pie sobre el otro como para tapar el mayor agujero de uno de los tenis rojo gastado.

––...Y usted no quiere volver al monte, ¿verdad? inquirió el abogado-escritor.

––Nooo, nop, yo "voy" a trabajar para usted y guardar parte de lo que usted me pague para "despacharme" a Nueva York, contestó Molinda con su acostumbrada desenvoltura.

En ese momento la sonrisa del Dr. Cantalarana estuvo a punto de estallar en una carcajada, pero ya había decidido contratar a Molinda por una semana de prueba, lo que hizo.




II



Le dio las coordenadas de su trabajo, que no eran otras que levantar el teléfono y organizar sus archivos de literatura, así como las correspondencias con sus lectores y editores, aunque el primer día casi se arrepiente porque aunque Molinda trabajaba rápido y era entusiasta y organizada no le dejaba concentrar. Permanecía todo el tiempo cantando, riendo y –peor aún, taconeando; sin embargo ya tenia tanto tiempo escuchando las interminables quejas de su esposa y exigencias de la suegra, que se le había olvidado sonreír, y ese día Molinda le recordó que más allá de los fantasmas de su mundo de ficción, de las peleas jurídicas y de los arranques violentos en el hogar, hay un mundo que puede, y sabe reír.

––Molinda, como usted ya debe haberse dado cuenta, yo fumo, ¿no le molesta? le preguntó el primer día de labor.

––Por mí se puede usted fumar la catedral, le contestó de manera escueta, como si hubiera estado esperando la pregunta.

––Me refiero a que si no le molesta el humo, Molinda

––A mi no me molesta nada en este mundo, Jefecitor, lo único que aveces me fastidia un poco es que no he podido "despacharme" a Nueva York para mandarles "verdes" a mi mama y mis hermanitos al campo.

––¿Y que piensa hacer usted si llega a Nueva York?

––!Oh, cantar, ¿Usted no sabía que yo soy una cantante?!

Cantalarana tuvo que pedirle permiso para llegar al baño, donde se rió tanto que le dolieron los músculos del pecho y de la nuca. Lo que escuchó detrás de la puerta al regresar, le devolvió al baño a seguir riendo, Molinda estaba contestando el teléfono:

––"Alós, alós, Si, le habla Molinda, la más linda, la nueva secretaria, si, -El Jefecitor fue al toilete, --usted sabe, necesidades fisiológicas–– pero me dijo que si alguien llamaba que le dijera que él estaba en una reunión con unos empresarios canadienses.!!Llámelo más tarde!!"

Pues a la semana, el Dr. Quintilio convino con Molinda en ofrecerle un avance en efectivo que se verificaría en un traje para el trabajo ya que el segundo día se apareció en la oficina dentro de un camisón de dormir crema azulado, luego, en una falda blanca de las que usan las niñas en la primera comunión y para ir los Domingos a la Iglesia, matizando siempre, eso si, con los tenis rojos.

Fueron a la tienda y eligieron un par de trajes (pantalones y blazers) azul oscuro con blusa amarilla, por igual, Quintilio le compró unos cuantos pares de zapatos de marcas con tacos pequeños, no sólo por los tenis rojos, sino que a la tercera jornada laboral se apareció con unos zapatos de unos tacos tan enormes que caminaba como si estuviera borracha. "Estuvo a punto de caer por unas diez ocasiones" –recordaba-. Por igual le regaló un par de perfumes porque el "mata guardia" le tenía a punto de dividir la oficina de ambos, lo que no le convenía.

El cambio físico de Molinda era evidente, lucía ahora una chica alta, gordita, trigueña tirando a blanca, de cuerpo esbelto y fuerte, cabellera mediana de pelos lacios, negros, nariz vigorosa y ojos pillines, exóticos como su boca de labio superior fino e inferior grueso -lo que daba una amplia sensualidad a su sonrisa, dentro de un rostro ovalado. Esta vez, Cantalarana reparó en que disfrutaba de manos grandes con uñas preciosas y alargadas que terminaban sus dedos finos, los que tecleaban en el ordenador con más rapidez y eficacia que cualquier secretaria de la empresa más prestigiosa; en definitiva, era una adolescente de rasgos tan hermosos que al parecer lograron infundir resentimiento en su mujer, quien al notar el nuevo look de Molinda centró sus celos en lo que ella llamaba "estrambótica personalidad" de Molinda que no le convenía a la oficina ––según decía–– ni mucho menos a sus hijos, invitándole a deshacerse de ella.

Pero Quintilio no le hizo caso, y aunque al principio no podía coordinar bien sus pensamientos en la presencia del pintoresco carácter de Molinda, se fue acostumbrando a sus habituales cantos alegres de rap, mambos, reggetones y merengues inventados por ella, por lo que aunque su voz aniñada no vería nunca una tabla de cantante –pensaba–– podía por lo menos componer canciones de una manera bastante natural. Tenía el talento.

En el pasar de los días, la fue tomando más en serio, y sus risas, bailes y tonadas alegres dejaron de bloquearlo, hasta llegar el momento en que la alegría natural, tan franca de Molinda, le ofrecieron una visión completamente nueva a sus creaciones. Sus protagonistas se tornaron un poco más contentos, más humanos. Y fue a partir de ella que empezó a producir novelas y relatos tiernos de amor, de aventura, y hasta de humor, ya que sólo trabajaba con demonios, seres de otro mundo, psicópatas asesinos y derrotados sociales.

Aumentaron las ventas de sus obras; sus editores no dejaban de llamarle pidiéndole más, y más le enviaba porque su mente se había convertido en un remolino de inspiraciones para todos los géneros. Molinda cambió, por decirlo así, su ámbito de observación del entorno; su fama de escritor empezó a correr y ahora era él quien instigaba a Molinda a cantar; quien se acercaba a su escritorio para invitarla a bailar, y cuando la preguntaba sobre su actitud entusiasta, siempre dispuesta al humor, le contestaba:

––¿Usted no me ve el resplandor de rascacielos? Jéfer. Las luces de Nueva York me esperan.

Y Cantalarana no podía negar que cierto amargor ––como una tristeza imprecisa–– se apoderaba de sus pensamientos cuando la escuchaba mencionar a Nueva York ya que no entendía si le tenía lástima al reconocer que su sueño era irrealizable, y que tarde o temprano caería abrumada por la gran realidad de que no todo el mundo puede llegar, muchos menos convertirse en una luminaria en Nueva York, o si era porque de alguna manera temía que se hiciera cierto y le dejara solo, porque a esa altura ya Molinda era tan parte de él como su propia frente.

Al Dr. Quintilio Cantalarana se le hacía dificil, para aquel momento, sentarse en el ordenador mientras no escuchaba su voz destemplada, la que percibía desde que venía a dos cuadras de la casa-oficina porque siempre llegaba cantando. Tenía que escucharla, sentirla, saber que estaba en los alrededores, para poder escribir, leer, o hasta comer, y las pocas veces que Molinda llegó tarde fue presa de ligeras ansiedades, de manera que la chica se convirtió en un segmento tan inseparable de su vida que llegó a pensar que era parte de su oficina y su familia, hasta que una mañana se apareció de nuevo con sus pantalones transparentes y sus tenis rojos, esta vez con una pequeña mochila roja a su espalda, y una sonrisa que ––esta vez–– llegaba al cielo.

––Jefecitor, ––dijo como en un tono de lástima, pero alegre ––tanto que yo lo quiero a usted, pero hoy me "despacho" para Nueva York, vía Puerto Rico.

Se quedó atónito. Molinda nunca le había hablado de algún viaje en concreto; desconocía que eran planes reales, aunque alguna vez dudó, siempre creyó que Nueva York no era más que un ensueño producto de su mente lozana y fantasiosa.

––Pero no se apure, Jéfer ––continuó Molinda al ver su cara de desconsuelo, ––que en seguida llegue a Puerto Rico le llamo, y cuando llegue a Nueva York, también, y en seguida me ofrezcan el primer contrato como cantante se lo envío para que usted lo revise y me lo apruebe, y si todo sale como espero le "tramito" un pasaje y un ticket para que asista a una de mis presentaciones.

-!Pero Molin... ! ––le atajó en seco como acostumbraba (quería preguntarle la vía que utilizaría para irse a Nueva York)

––Confíe en mi, Jefecitor, ––le tocó el hombro, ––yo le dije que seré una cantante famosa y eso es lo que haré.

Le rompió el corazón, sabía, sin decírselo, que se iría en una de esas yolas quebradizas que hacen viajes ilegales a Puerto Rico y que la mayoría zozobra en el canal de la mona. El Dr. Quintilio no estaba preparado para su ausencia, mucho menos para su muerte casi segura.

El abatimiento más grande que pueda sentir un ser humano se apoderó del Dr. Quintilio Felisberto Cantalarana, No sabía hasta ese momento, que se había prendado tan fuertemente de esa muchacha extravagante e hiperactiva. Cuando vio sus manitas blancas cobrizas diciéndole adiós creyó que le iba a dar un infarto. Salió a caminar y anduvo media ciudad como el que estuviera perdido; al regresar en la noche, agarró el teléfono y sólo le faltó comérselo; recorrió toda la casa con el teléfono debajo del brazo. El hecho de comprobar con la tía de Molinda que ella se había ido en yola lo convirtió en el hombre más infeliz de la tierra. Esta vez, la ausencia de Molinda no era su preocupación, sino la vida misma de Molinda.




III


Pasaron dos días y Molinda no llamó mientras el Dr. Quintilio no dormía. En la madrugada del tercer dia salió frenético a buscar el periódico, y pudo leer en primera plana que una barcaza con sesentas tripulantes, rumbo a Puerto Rico, habría zozobrado mar adentro, y que habían muy pocos sobrevivientes. ––"Ella está viva" ––se dijo, y condujo sin parar hasta la guardia costera, donde pagó para que lo dejaran subir a uno de los barcos de salvamentos. Ayudó a rescatar algunas víctimas ya cadáveres y otros en el punto de la insolación, pero Molinda no estaba entre ellos. A la semana, cuando ya la búsqueda oficial había terminado, alquiló una lancha y con algunos amigos vigiló por un par de días los alrededores del naufragio. Molinda no apareció ni viva ni muerta.

Se derrumbó. No volvió a escribir una letra ni mucho menos volvió a los tribunales. Su mujer e hijos se fueron de la casa, lo abandonaron; en solo seis meses, una calva empezó a dibujarse en su frente y unas canas repentinas brillaban níveas por encima de sus orejas. ––"Pude haberlo evitado, pude haberla retenido, sólo tenía que pagarle lo que se merecía, pagarle en dollares, en "verde"––como decía ella", ––era el pensamiento que le devastaba.

Ahora el verde son las botellas vacías de las cervezas que salcochan su estómago y el color de las batas de las enfermeras donde acude cada semana a inyectarse complejo vitamínico para no morirse por la falta de alimento, porque no ha tenido apetito después de esa despedida dolorosa. Ha observado tanto el teléfono que debe tenerlo dibujado en el iris de sus ojos; ha escuchado miles de timbres diferentes del teléfono y la voz aguda de Molinda diciéndole: "Jefecitor, estoy bien", pero han sido ofuscaciones fruto de esa ausencia indefinida que le destruye lentamente. En verdad, que sólo le llaman los editores para que termine sus novelas y relatos, y los cobradores.

Por eso, la gran indecisión de levantar el teléfono que timbra con tanto entusiasmo que pareciera que quisiera saltar. Quintilio, como azorado, lo observa a ambos: la pistola y el teléfono repiqueteando.

––¡No es Molinda! ––Se dijo firme, llevándose la botellita de aguardiente a la boca para exprimir el último trago. –Quien debe estar llamando es el abogado de la hipoteca para decirme que ya van cuatro días de los diez que me dio para abandonar la casa, o quizás la gerente bancaria para repetirme que va a pasar mis cuentas al Departamento legal; como pueden ser los infames editores para informarme que no hay dinero, ––¡Pero no es molinda! ––se repitió––.

––¡Ya sé! dijo, aferrando la pistola, ––Me voy donde hace tiempo debí irme, donde un hombre que se precie de digno debe ir. Me encontraré con Molinda en el único lugar donde no puede esconderse, ––agregó, descolgando el teléfono y gritándole al auricular !Moliiiiiiiinda!.

Con la pistola sobre la sien izquierda se devolvió tambaleante hacia la ventana de donde podía observar las sinuosidades que el viejo mar caribe obra sobre el litoral, mientras en el teléfono descolgado que acababa de lanzar con brusquedad se podría escuchar perfectamente la voz de Molinda:


-"Si, Jéfer, Jefecitor, soy yo, Moliiiiiiiinda, la más linda. Jéfer, lo estoy llamando desde mi teléfono celular porque quería que usted hablara con este gringo que lo que quiere es darme un nuevo contrato para seguir limpiando ventanas, por eso no lo había llamado, Jéferrrr, usted tiene que asesorarme bien. Dígame usted, Jefecitor, ya llevo cinco meses limpiando ventanas ¿No es justo que ya me ofrezcan mi contrato para cantar?"




©Joan Castillo

14 de febrero 2006.

Comentario del autor

Necesitaba un relato sobre el sufrimiento que causan a sus familiares y amigos, los que se lanzan en una yola a la búsqueda de un mejor destino. Justo al empezar a escribir, conocí a Molinda. Mis agradecimientos a Chajaira. Sin ella, Molinda no existiera.

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17
Jun

ESPEJISMOS * Joan Castillo


Hace unos días, este magnífico escritor se fue de este mundo de mortales, pero hoy más que nunca lo siento en mí y en su honor quiero dejar este maravilloso cuento que me hizo comprobar que los deseos se cumplen. Gracias Joan. Te quiero.




ESPEJISMOS


Los rayos de sol septembrinos caían perpendiculares como pétalos de esperanza sobre la achicharrada piel negra de Jean Paúl, coloreando un poco sus lánguidos ojos verdes cansados de tanto mirar al horizonte; en lontananza, un barquichuelo de velas verdes trazaba un delgado remolino espumoso y un poco más allá las corrientes de un mar Caribe, siempre iracundo, rompían violentamente como si quisieran descuartizar el rompeolas. Jean Paúl, después de terminar sus dibujos extraños, hundía sus pies desnudos sobre la arena quemante en dirección a la enorme roca donde todas las tardes se sentaba a rumiar ausencias. Su llegada, su sola presencia imponía una atmósfera de sometimiento a los bañistas, quienes se les inclinaban respetuosos aunque con un dejo de lástima: Conocían el mito de los viejos amores idos.

-¡Estoy de nuevo aquí, princesa mía! se le oyó vociferar !hoy no me iré, esperaré que llegue tu barco, tu carabela, tu avión o tu motora acuática, pero tendrás que venir, Carmen! Y siguió, sin sorprender a nadie:

-¡Tendrás que venir, Carmen, aunque sea en uno de los barquitos de papel que construí para navegar aferrado a tu cuerpo por todos los mares y océanos del universo!

Dejó de gritar y colocó su mano derecha en forma de sombrilla encima de las cejas clavando su mirada verde sobre los bordes más lejanos del horizonte; dobló un poco hacia delante su musculoso cuerpo y exclamó:

¡Es ella!, lo sabía, es ella, ¡sabía que vendría!

Alcanzó a ver sobre las brumas del océano un pequeño tren amarillo con franjas rojas que venia rodando veloz y suave por las turbulentas aguas tropicales con dirección a la pequeña rada que dibujaba el contorno de la playa.

--Sólo ella, pensó de manera equilibrada, --podría haber producido el milagro de venir en un tren sobre las aguas, --Sólo ella, quien no sólo violaba todos sus sueños sino que también le había enseñado a producir espejismos con las manos.

Y aparentemente era ella porque además sintió su olor de bosque virgen al tiempo de ver con claridad su rostro hermoso de pequeños ojos orientales. Conducía de pies el pequeño tren y traía un short anaranjado combinado con unas bermudas verde clara. Salió raudo por la costa colmada de palmeras de hojas agonizantes de sequía, sin sentir ya el sol implacable que devoraba sus poros ni el peso de la arena candente sobre sus pies descalzos.

Carmen estacionó el tren en el fondo de la ensenada, bajó con una sonrisa radiante y empezó a correr hacia él chapaleando las espumas que en la orilla dejaban las olas que se alejaban presurosas como para ver mejor ese encuentro maravilloso. Parecían dos chiquillos; Jean Paúl llegó sudoroso al encuentro y abrió sus largos brazos como un cristo crucificado para abrazar la nada. De nuevo Carmen había desaparecido como un relámpago en la oscuridad. Cayó de rodillas, aflojando las piernas, sin hacer caso a dos nuevas lágrimas que venían a formar parte de la colección que se inició con su partida.

Pero esta vez no se rindió como otras tantas veces, se le vio pararse ágilmente, caminar de nuevo con firmeza hacia su roca, y una vez allí colocó ambas manos alrededor de la boca, a manera de megáfono y se oyó el retumbo de su voz ronca cargada de una melancolía que rompía de pena los corazones de los bañistas que escuchaban:

¡Mis labios reclaman tus besos, amada mía! ¡Tendrás que venir, Carmen!, ¡hoy no me iré de aquí sin ti!, y prosiguió protestando a los vientos del norte:

¡No sobreviviré sin tus ternuras, Carmen!, ¡regresa cielo mío!, ¿nos ves que muero, no ves que tu ausencia taladra mi alma hasta un dolor que no soporto ya?

Jean Paúl Humeaux había sido quizás el más afamado saltipamki dominicano; empezó a trabajar en hoteles ribereños como guía turístico, pero su cuerpo atlético, sus finos modales, su vasta cultura, su amor por la poesía, por los idiomas y la literatura en general le llevó a liderar la federación de chulos playeros llamados Saltipamkis, quienes en su mayoría, apenas sabían leer y escribir.

--Parece un Dios Negro, más de una vez se oyó decir a algunas de aquellas mujeres rubias de ojos de colores que le seguían como cachorritas no se sabe si por su poderosa personalidad física o por su trato personalizado. La cuestión es que hizo una fortuna de las carteras de aquellas turistas europeas, norteamericanas, y canadienses que hacían cola para aproximarse a este gigoló culto y no tenían reparos en el valor de sus regalos en efectivo. Según se dice cobraba los honorarios más altos y exigía hoteles de cinco estrellas, libros y música de grandes maestros. Todo ello hasta conocer a Carmen, una hermosa poetisa atlántica que según atestiguaban los residentes, exhalaba erotismo hasta en sus ademanes.

Sus noches eróticas eran interminables, -se amaron y se amamantaron- todavía dicen, como también indican que cuando se encerraban en la casa veraniega que alquilaron a la orilla del mar, la marea subía lo más alto para formar olas que luego sucumbían sin aspavientos formando pequeñas cascadas entre las rocas que, a su vez producían diminutas burbujitas a las que la luna le obsequiaba un tono cristalino-amarillo, y que titilaban como las estrellas al ritmo de las sacudidas de sus cuerpos desnudos, y en cada orgasmo producían un espectáculo tan maravilloso como el de las auroras boreales.

Se supo que a su partida, Carmen le prometió volver por lo que Jean Paúl haciendo caso omiso a los consejos de sus compañeros, abandonó definitivamente su rentable profesión para esperarla. –Volverá, aseguraba con pasión.

Atrincherado a su roca se conmovió con una nueva visión. Ahora temía que una escuadra de barquitos de papel que venía hacia él dirigido por aquella hermosa mujer gordita de rostro exótico, largos cabellos, con el traje y el kepis de Almirante de los mares fuese otra fantasía de su mente trastornada por su deseo vehemente de besarla. En la medida en que los barquitos avanzaban, empezó a oír unos tambores lejanos y de nuevo hirió su olfato aquel aroma de bosque verde, sin embargo, dudaba, y al final parece que la cordura había regresado a su conciencia porque a pesar de no que no quitaba la vista del ejército de barquitos, susurró:
--¡Son mis espejismos, mis hermosos espejismos!

Los que al parecer también le hacían oír que ella, desde su barco líder le gritaba: --Te prometí volver y volví, Jean Paúl, regrese porque te amo.

¡Y Yo también te amo, vida mía, mi corazón no late desde que te fuiste! Contestó con toda la fuerza de su garganta, perdiendo de nuevo la prudencia, al tiempo que observó desconsolado que el barquito bandera hizo un giro de 60 grados, regresando mar adentro seguido por los demás.

--No amor, -Gritó desesperado- regresa, no sabes cuanto te quiero!.

--Y yo también te amo, “el reloj de mi vida se paró el mismo día que dejé de verte”, sintió su voz arrobadora que le susurraba al oído a la vez que el tam tam de los tambores estallaba más cercano y aquel perfume de madera lo sentía tan cerca que parecía salir de su propio cuerpo.

-¡Son mis espejismos!, ¿porque he de sufrir tanto? dudó, y cuando la opacidad empezaba a nublar sus ojos para dar paso a la salida de nuevas lágrimas sintió que una mano suave tocaba su hombro mientras otra acariciaba su pelo aceitunado:

--Te amo, Jean Paúl, siempre te amé, por eso regresé, repitió de nuevo la voz, como un secreteo.

Entonces comprendió; un espejismo de los tantos que había fabricado se escapó; se escapó de sus manos y ya no volvió a dibujar princesitas en la arena.

©Joan Castillo

27 de Abril de 2005.

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3
Mar

HABÍA UNA VEZ...



Hay un comienzo, un inicio del suceso, una idea que se proyecta sobre tu escritorio sucio (la mesa de la cocina) con virutas de goma de borrar, de tabaco de liar y cenizas.

Te observo, toda la vida igual, mientras enjabono el filtro de la cafetera y las borras de café se meten bajo las uñas ¡Mujercita! me aúllas - dame el olorcito de la inspiración. Ahora de espaldas sigo en la rutinaria labor de la cocina y pongo el artefacto al fuego de gas mientras el agua aún me chorrea por las manos.

Das un golpe contra la mesa y la primera idea se te ha esfumado, toca encender el cigarrillo, pero antes te planto la taza humeante que hueles tan fuerte hasta quedársete humedecidos los orificios nasales ¡Ya sé! vuelves a aullar y con la segunda idea te tragas la primera para hacer un borrón entre los folios manoseados y ahora con una gotita marrón.

Te quito la pequeña porcelana y me bebo el fondo abandonado por la segunda, me siento frente a ti y sigo observándote, levantas tu hocico apretado al no caberle tantas palabras sueltas a la mente y escribes rápido sin poner los ojos en lo que haces, los pones en mí.

Cojo el paño que me cuelga en el lado izquierdo del delantal y te lo paso por la boca, protestas apretando los labios ¡Es magnífico! vociferas entusiasmado. Sé que mi gesto se ha tragado a las dos ideas y ahora es una tercera la que lo engloba, te brillan las pupilas, alucinan.

Me levanto y vuelvo al fregadero, ahora me siento sobre el poyo y juego balanceando los pies que me cuelgan. Te miro atentamente mientras la rapidez del lápiz me impresiona, -será un gran cuento- me digo. La sonrisa se me escapa.

¡Ajá! Lanzas tu pedacito de madera creador de historias sobre la mesa, te levantas de un salto y te diriges hacia mí ¿Ya está? – Te pregunto, pero tú me subes la falda y el delantal, me acaricias los muslos y me contestas: -No, Mujercita, es ahora que vamos a empezar el cuento:

- Había una vez un escritor licántropo en la cocina de un burdel en el bulevar de la 27…

CHAJAIRA 28 de febrero de 2010

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