ESPEJISMOS * Joan Castillo
Hace unos días, este magnífico escritor se fue de este mundo de mortales, pero hoy más que nunca lo siento en mí y en su honor quiero dejar este maravilloso cuento que me hizo comprobar que los deseos se cumplen. Gracias Joan. Te quiero.
ESPEJISMOS
Los rayos de sol septembrinos caían perpendiculares como pétalos de esperanza sobre la achicharrada piel negra de Jean Paúl, coloreando un poco sus lánguidos ojos verdes cansados de tanto mirar al horizonte; en lontananza, un barquichuelo de velas verdes trazaba un delgado remolino espumoso y un poco más allá las corrientes de un mar Caribe, siempre iracundo, rompían violentamente como si quisieran descuartizar el rompeolas. Jean Paúl, después de terminar sus dibujos extraños, hundía sus pies desnudos sobre la arena quemante en dirección a la enorme roca donde todas las tardes se sentaba a rumiar ausencias. Su llegada, su sola presencia imponía una atmósfera de sometimiento a los bañistas, quienes se les inclinaban respetuosos aunque con un dejo de lástima: Conocían el mito de los viejos amores idos.
-¡Estoy de nuevo aquí, princesa mía! se le oyó vociferar !hoy no me iré, esperaré que llegue tu barco, tu carabela, tu avión o tu motora acuática, pero tendrás que venir, Carmen! Y siguió, sin sorprender a nadie:
-¡Tendrás que venir, Carmen, aunque sea en uno de los barquitos de papel que construí para navegar aferrado a tu cuerpo por todos los mares y océanos del universo!
Dejó de gritar y colocó su mano derecha en forma de sombrilla encima de las cejas clavando su mirada verde sobre los bordes más lejanos del horizonte; dobló un poco hacia delante su musculoso cuerpo y exclamó:
¡Es ella!, lo sabía, es ella, ¡sabía que vendría!
Alcanzó a ver sobre las brumas del océano un pequeño tren amarillo con franjas rojas que venia rodando veloz y suave por las turbulentas aguas tropicales con dirección a la pequeña rada que dibujaba el contorno de la playa.
--Sólo ella, pensó de manera equilibrada, --podría haber producido el milagro de venir en un tren sobre las aguas, --Sólo ella, quien no sólo violaba todos sus sueños sino que también le había enseñado a producir espejismos con las manos.
Y aparentemente era ella porque además sintió su olor de bosque virgen al tiempo de ver con claridad su rostro hermoso de pequeños ojos orientales. Conducía de pies el pequeño tren y traía un short anaranjado combinado con unas bermudas verde clara. Salió raudo por la costa colmada de palmeras de hojas agonizantes de sequía, sin sentir ya el sol implacable que devoraba sus poros ni el peso de la arena candente sobre sus pies descalzos.
Carmen estacionó el tren en el fondo de la ensenada, bajó con una sonrisa radiante y empezó a correr hacia él chapaleando las espumas que en la orilla dejaban las olas que se alejaban presurosas como para ver mejor ese encuentro maravilloso. Parecían dos chiquillos; Jean Paúl llegó sudoroso al encuentro y abrió sus largos brazos como un cristo crucificado para abrazar la nada. De nuevo Carmen había desaparecido como un relámpago en la oscuridad. Cayó de rodillas, aflojando las piernas, sin hacer caso a dos nuevas lágrimas que venían a formar parte de la colección que se inició con su partida.
Pero esta vez no se rindió como otras tantas veces, se le vio pararse ágilmente, caminar de nuevo con firmeza hacia su roca, y una vez allí colocó ambas manos alrededor de la boca, a manera de megáfono y se oyó el retumbo de su voz ronca cargada de una melancolía que rompía de pena los corazones de los bañistas que escuchaban:
¡Mis labios reclaman tus besos, amada mía! ¡Tendrás que venir, Carmen!, ¡hoy no me iré de aquí sin ti!, y prosiguió protestando a los vientos del norte:
¡No sobreviviré sin tus ternuras, Carmen!, ¡regresa cielo mío!, ¿nos ves que muero, no ves que tu ausencia taladra mi alma hasta un dolor que no soporto ya?
Jean Paúl Humeaux había sido quizás el más afamado saltipamki dominicano; empezó a trabajar en hoteles ribereños como guía turístico, pero su cuerpo atlético, sus finos modales, su vasta cultura, su amor por la poesía, por los idiomas y la literatura en general le llevó a liderar la federación de chulos playeros llamados Saltipamkis, quienes en su mayoría, apenas sabían leer y escribir.
--Parece un Dios Negro, más de una vez se oyó decir a algunas de aquellas mujeres rubias de ojos de colores que le seguían como cachorritas no se sabe si por su poderosa personalidad física o por su trato personalizado. La cuestión es que hizo una fortuna de las carteras de aquellas turistas europeas, norteamericanas, y canadienses que hacían cola para aproximarse a este gigoló culto y no tenían reparos en el valor de sus regalos en efectivo. Según se dice cobraba los honorarios más altos y exigía hoteles de cinco estrellas, libros y música de grandes maestros. Todo ello hasta conocer a Carmen, una hermosa poetisa atlántica que según atestiguaban los residentes, exhalaba erotismo hasta en sus ademanes.
Sus noches eróticas eran interminables, -se amaron y se amamantaron- todavía dicen, como también indican que cuando se encerraban en la casa veraniega que alquilaron a la orilla del mar, la marea subía lo más alto para formar olas que luego sucumbían sin aspavientos formando pequeñas cascadas entre las rocas que, a su vez producían diminutas burbujitas a las que la luna le obsequiaba un tono cristalino-amarillo, y que titilaban como las estrellas al ritmo de las sacudidas de sus cuerpos desnudos, y en cada orgasmo producían un espectáculo tan maravilloso como el de las auroras boreales.
Se supo que a su partida, Carmen le prometió volver por lo que Jean Paúl haciendo caso omiso a los consejos de sus compañeros, abandonó definitivamente su rentable profesión para esperarla. –Volverá, aseguraba con pasión.
Atrincherado a su roca se conmovió con una nueva visión. Ahora temía que una escuadra de barquitos de papel que venía hacia él dirigido por aquella hermosa mujer gordita de rostro exótico, largos cabellos, con el traje y el kepis de Almirante de los mares fuese otra fantasía de su mente trastornada por su deseo vehemente de besarla. En la medida en que los barquitos avanzaban, empezó a oír unos tambores lejanos y de nuevo hirió su olfato aquel aroma de bosque verde, sin embargo, dudaba, y al final parece que la cordura había regresado a su conciencia porque a pesar de no que no quitaba la vista del ejército de barquitos, susurró:
--¡Son mis espejismos, mis hermosos espejismos!
Los que al parecer también le hacían oír que ella, desde su barco líder le gritaba: --Te prometí volver y volví, Jean Paúl, regrese porque te amo.
¡Y Yo también te amo, vida mía, mi corazón no late desde que te fuiste! Contestó con toda la fuerza de su garganta, perdiendo de nuevo la prudencia, al tiempo que observó desconsolado que el barquito bandera hizo un giro de 60 grados, regresando mar adentro seguido por los demás.
--No amor, -Gritó desesperado- regresa, no sabes cuanto te quiero!.
--Y yo también te amo, “el reloj de mi vida se paró el mismo día que dejé de verte”, sintió su voz arrobadora que le susurraba al oído a la vez que el tam tam de los tambores estallaba más cercano y aquel perfume de madera lo sentía tan cerca que parecía salir de su propio cuerpo.
-¡Son mis espejismos!, ¿porque he de sufrir tanto? dudó, y cuando la opacidad empezaba a nublar sus ojos para dar paso a la salida de nuevas lágrimas sintió que una mano suave tocaba su hombro mientras otra acariciaba su pelo aceitunado:
--Te amo, Jean Paúl, siempre te amé, por eso regresé, repitió de nuevo la voz, como un secreteo.
Entonces comprendió; un espejismo de los tantos que había fabricado se escapó; se escapó de sus manos y ya no volvió a dibujar princesitas en la arena.
©Joan Castillo27 de Abril de 2005.
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