Categoría: "Juancho"

El buen Satán. De Juancho

Demonio. Ray Raspall (Cuba)

El Diablo abrazó con sorna a Bonifacio y le dio unas palmaditas en el hombro.
¡Ea! Vamos, hombre, alégrate. Te aseguro de que no estarás mal en mi Infierno.
El pobre infeliz se limpió las lágrimas con sus manos, se alisó el pelo y el raído traje y volvió a sentarse frente al Maligno.
Es que... no me hago a la idea de morir tan joven...
¿Morir? ¿Quién habla de eso? Se trata sólo de... digamos... un cambio de residencia: tu gélido y cochambroso apartamento por una mansión muy, pero que muy... calentita.
Pero... es que aún no he probado todos los placeres de esta vida...
El Diablo dio un respingo.
¿Placeres dices?, ¿cuáles?
Bueno, ya sabes, todo lo que la gente desea: dinero, poder, sexo...
¡Ah! Esas son bagatelas. Yo puedo concedértelas sin ningún esfuerzo.
Pero, ¿dónde? ¿En el Infierno? Yo quiero saborear esos placeres aquí, en este momento.
Has tenido treinta y cinco años para hacerlo.
Pero es que no he podido. Ya sabes, mi vida ha sido un infierno, con perdón. Me quedé huérfano siendo niño, unos tíos me recogieron, estudié en el seminario para ser cura, luego me escapé y me eché a delinquir. Me cogieron y me encerraron... ¡no he podido disfrutar de esta vida! Ahora que había salido al fin y que me disponía a disfrutar, llegas tú y me avisas de que me toca ir al Infierno.
Bueno, ya sabes; así funciona este invento. Unos marchan antes y otros después. Cada uno lleva su estigma impreso. Nadie está contento.
Además, ¿quién me ha condenado sin juicio? ¿Por qué no voy a la Gloria o al Purgatorio? ¿Por qué tengo que ir al Infierno?
Ejem... era sólo una sugerencia. Si vienes a mi unidad voluntariamente, tendrás una posición mejor que si lo haces condenado por los cielos. Ya que tu final es inminente, mejor es asumirlo con coraje y celo.
Bonifacio era obstinado y no daba su brazo a torcer.
¡Ea! ¡Qué no, qué no quiero!
Satán estaba ya muy contrariado. Sus ojos echaban chispas intermitentemente.
Vale, como quieras. Te concederé un año y tres placeres: dinero (echa la quiniela este domingo y pon diez equis), poder (te haré alcalde corrupto del Pepé) y sexo (te acostarás con Paulina Rubio). Pero dentro de un año volveré y no tendrás ocasión de escapar y, menos aún, de decirme que has sido bueno.

Juancho 13/02/2007

Turbios momentos. De Juancho

©CRSignes1998

“Hibernar desnuda en la torre del castillo. Sí, eso haré. Para que Ruscón me eche de menos. Que se caldee sólo con los recuerdos de la pasión que otrora nos acogió.”
Eso decidió la reina Fiselina. Y se puso a la obra al momento. Convocó a sus consejeros y les engañó diciéndoles que durante dos meses abandonaría sus deberes reales para dedicarse a curar una dolencia para la cual el chamán le había recetado reposo absoluto y renuncia a los asuntos del reino. Durante su ausencia actuaría como regente el conde Sangruelo, su más leal consejero. Lo dispuso todo, habló con los capitanes del ejército, dejó escritas sus instrucciones. Nadie debía molestarla en la torre que le iba servir de reclusión privada. No recibiría ninguna visita, ni se la importunaría con misivas, no acudiría ni a pompas jocosas ni a entierros. Todas estas vicisitudes deberían cumplirse a rajatabla, so pena de muerte. Sólo habría una persona que accedería a ella para suministrarle sus necesidades. Esa persona sería su doncella Iselda, la poetisa, la más gentil, la más bella. Cuando Ruscón acudiese a palacio, debería informársele que la reina había partido de viaje a Samarcanda y que volvería tras dos lunas. Así empezaría a castigar la infidelidad del caballero con una dama desconocida, revelada por uno de sus espías.

Un día, cuando ya llevaba diez recluida en la torre, le pidió a Iselda que le leyera alguno de sus poemas. La hermosa joven bajó a su aposento y volvió con un legajo. Empezó a leerlo, sentada en un taburete, mientras la reina reposaba en su lecho, echada muy cerca. Fiselina se fijó en el amplio escote de su sierva. Con la lectura, sus pechos se erguían, palpitaban como si quisieran salirse. Se percató de un colgante que la joven tenía, cuya cinta se introducía en las curvaturas de los esplendorosos senos. La reina alargó su brazo, estiró su dedo índice y lo enrolló en la cinta, tirando de ella. Iselda se sorprendió, se ruborizó, movió su brazo en ademán de impedir la acción de la reina, pero se detuvo por respeto y la dejó hacer. De entre sus gozosas mamas salió una cruz de madera, motivo del colgante, que la reina reconoció al instante: era la misma cruz que vio tallar a Ruscón hacía un mes. Así supo que Iselda era la enigmática y odiosa amante.

Juancho 04/02/2007

Arremolinada a tu vera. De Juancho

Bill Brandt (3 May 1904 – 20 December 1983)

Para caldear el ambiente, Marina pensó que sería una buena idea desnudarse un poco. A su lado estaba Adrián, dormitando, hibernando, como si con él nada fuesen las vicisitudes que la poetisa estaba tramando. Ella pensó que debía despertar sus sentidos, hacerle ver que estaba allí, a su lado. Empezó por bajarse la cremallera del jersey, con suaves movimientos, sin pompa, ni sobresaltos. Quería desnudarse en silencio, que él no lo notara. Le dio un suave codazo mientras se deshacía de la prenda de lana y él se movió un poco, pero siguió adormilado. El tórax de Marina estaba ahora cubierto sólo por una corta camiseta, sin mangas, que resaltaba sus voluptuosas tetas y marcaban sus pezones erizados, que dejaba ver todo su vientre liso, con su ombligo piercingado. No llevaba sujetador, algo en lo que no había reparado. Esto le hizo dudar de seguir con lo que estaba tramando. La camiseta no solucionaba el pudor que le estaba embriagando por estar ahora casi desnuda ante Adrián, al que acababa de conocer hacía un rato. Pensó que se sorprendería mucho si abriera los ojos y la viera a ella en aquel estado. Cogió el cuello del jersey, buscó las mangas y con rapidez procedió al ponérselo. El brusco movimiento de brazos despertó a Adrián, quien sólo tuvo tiempo de ver fugazmente las axilas levantadas de una joven, un jersey que descendía y cubría la piel desnuda de un abdomen estivalmente dorado.
- ¿Qué haces? – balbuceó.
- Oh... – Marina se puso azorada cuando vio cómo le miraba- verás... me he tenido que quitar el jersey porque... es que... no sé... me...me ha picado... sí, algo me ha picado... tal vez un mosquito.
- ¿Dónde?
- Pues... no sé... aquí, en la cintura, al lado.
- Déjame mirar a ver si te ha dejado alguna señal.
- Ah... no... no hace falta. Creo que no hay nada. Habrá sido la lana.
Pero Adrián insistía:
- Mira, en estos casos es mejor ver si hay alguna ampolla. Se te podía infectar, si no se cura a tiempo. Levántate un poco el jersey y enséñame la zona.
- Está bien.
Marina se levantó un poco la prenda, mostrándole su concavidad lateral. El joven pasó la mano buscando la protuberancia de una señal, que no estaba por ningún lado. Luego sus dedos fueron avanzando hasta dejar la cintura y llegar al abdomen dorado...

Juancho 04/02/2007