Turbios momentos. De Juancho
Por monelle elMar 13, 2011 | EnCONTEMOS CUENTOS 26, Juancho
“Hibernar desnuda en la torre del castillo. Sí, eso haré. Para que Ruscón me eche de menos. Que se caldee sólo con los recuerdos de la pasión que otrora nos acogió.”
Eso decidió la reina Fiselina. Y se puso a la obra al momento. Convocó a sus consejeros y les engañó diciéndoles que durante dos meses abandonaría sus deberes reales para dedicarse a curar una dolencia para la cual el chamán le había recetado reposo absoluto y renuncia a los asuntos del reino. Durante su ausencia actuaría como regente el conde Sangruelo, su más leal consejero. Lo dispuso todo, habló con los capitanes del ejército, dejó escritas sus instrucciones. Nadie debía molestarla en la torre que le iba servir de reclusión privada. No recibiría ninguna visita, ni se la importunaría con misivas, no acudiría ni a pompas jocosas ni a entierros. Todas estas vicisitudes deberían cumplirse a rajatabla, so pena de muerte. Sólo habría una persona que accedería a ella para suministrarle sus necesidades. Esa persona sería su doncella Iselda, la poetisa, la más gentil, la más bella. Cuando Ruscón acudiese a palacio, debería informársele que la reina había partido de viaje a Samarcanda y que volvería tras dos lunas. Así empezaría a castigar la infidelidad del caballero con una dama desconocida, revelada por uno de sus espías.
Un día, cuando ya llevaba diez recluida en la torre, le pidió a Iselda que le leyera alguno de sus poemas. La hermosa joven bajó a su aposento y volvió con un legajo. Empezó a leerlo, sentada en un taburete, mientras la reina reposaba en su lecho, echada muy cerca. Fiselina se fijó en el amplio escote de su sierva. Con la lectura, sus pechos se erguían, palpitaban como si quisieran salirse. Se percató de un colgante que la joven tenía, cuya cinta se introducía en las curvaturas de los esplendorosos senos. La reina alargó su brazo, estiró su dedo índice y lo enrolló en la cinta, tirando de ella. Iselda se sorprendió, se ruborizó, movió su brazo en ademán de impedir la acción de la reina, pero se detuvo por respeto y la dejó hacer. De entre sus gozosas mamas salió una cruz de madera, motivo del colgante, que la reina reconoció al instante: era la misma cruz que vio tallar a Ruscón hacía un mes. Así supo que Iselda era la enigmática y odiosa amante.
Juancho 04/02/2007
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