El Soldado. De Locomotoro
Por monelle elAbr 5, 2009 | EnLocomotoro, CONTEMOS CUENTOS 7
Serían como las 12 de la noche, una noche jodidamente cerrada. La lluvia caía sin cesar, como un castigo divino, aunque no más castigo que esa maldita guerra. En la trinchera, se pueden ver muchas cosas, pero lo más latente es el miedo. El miedo que te rodea, que se respira, sobre todo cuando pasa mucho tiempo sin el sonido de una bala. Eso significa solo una cosa, que dentro de poco tocarían el toque de “bayoneta”.
Por espacio de media hora, la gente fue recogiendo sus efectos personales, guardándolos en bolsillos, cascos y botas. Al mismo tiempo que sacaban sus capillas personales, las fotos de sus amantes, de sus madres, sus relicarios y amuletos, y cada uno comenzamos a rezar en silencio.
Pero yo ya no creía en nada. Hacía tiempo que los colores de la bandera por la que luchábamos se habían desteñido. Ahora solo era una cuestión de vida o muerte. De nada serviría sentirse mohíno. Era necesario sacudir con fuerza el prepucio de la ira hasta hacerle escupir con furia contenida toda la rabia.
Sonó la corneta y se hizo un silencio que duró unas décimas de segundo. Tiempo más que suficiente para despedirnos con la mirada. Ya no nos decíamos adiós, sino más bien hasta luego, porque después de tantos meses si había algo que habíamos aprendido era que la muerte aguarda detrás de cada línea, en el espacio que queda entre un fusil y un cuerpo.
El espíritu homicida de cada uno apareció de pronto y nos lanzamos como bestias desbocadas al incierto destino.
Llegué hasta la esquina de lo que quedaba de la iglesia, miré hacia atrás, y los vi menguar en la lejanía, ante el sonido de una ametralladora. Giré y entré corriendo por la nave principal, frente al altar. Despejado, allí no había nadie, me encontraba solo. Algo blanco hizo que girara la cabeza y entonces me sentí muerto. Era un pedazo de guata, un pedazo de guata que cubría la cabeza de Ángel, mi compañero de escuela, ahora... mi asesino. En un acto instintivo, cargué el fusil y vi con horror que no tenía munición. Pero él no se inmutó, continuaba allí, apuntándome sin prisa. Era un blanco perfecto. Solté un taco al saberme muerto y al mirarlo vi que él estaba sonriendo.
— ¿Como va, amigo? No te preocupes... no te quiero mat...—Un sonido seco hizo que no pudiera terminar la frase. Me miró con la muerte en los ojos, y allí se quedó dormido, entre mis brazos, empapado por unas lágrimas que en ese momento no pude soltar. La historia de una guerra puede ser muy larga... pero se puede explicar de una manera muy corta.
Locomotoro 12/05/06
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