¿Veraqué? De Aquarella
Hace sol, no sopla viento y tenemos cuarenta grados; la trilogía confirma que ha llegado el tiempo de vacaciones. Esa maravillosa época del año en la que no es necesario madrugar, pero con una temperatura tan elevada que los sueños derretidos terminan convirtiéndose en aguas estancadas. ¡Mierda de verano!
Desde que al colectivo de comerciantes le dio por avisarnos con suficiente antelación de la llegada de las nuevas estaciones, en marzo empiezan con los anuncios de productos milagrosos para estilizar la silueta, imprescindibles para meterse en los diminutos trajes de baño que luego se llevarán, potingues diversos para lucir un estupendo moreno y viajes a los lugares más recónditos del mundo. Ahí precisamente empieza el problema, te pillan con la neurona atrofiada por la hipotermia sufrida durante el invierno y llegas a creértelo. “La felicidad llega con el verano” parece ser la consigna y decides hacer jirones tu presupuesto para lograrlo.
Después de un par de meses comiendo cereales con sabor a cartón y dándote cada día religiosamente cremas antitodo, te atreves a intentar la ardua tarea de meterte en eso que llaman bikini. ¡Por lo menos en invierno hay tela suficiente para esconder las miserias! Decidida a no dejarte vencer por el desánimo, haces un auténtico ejercicio de autoestima para sonreírle a las dificultades y tomártelo con buen humor… la duquesa de Alba está muchísimo peor y no tiene ningún problema en salir así en la tele.
¡Por fin llega el día! Inmersa en la famosa operación salida y, después de diez horas de insufrible atasco, llegas a una playa más abarrotada que la Gran Vía en hora punta (la playa que te permite tu paupérrima economía) y descubres con horror que te quedan por delante quince días de dura pelea por un trozo de arena para poner la toalla… y todo el tiempo del mundo para “disfrutar” de tu costilla (ese proyecto de príncipe azul convertido en malandrín por arte de magia). Pues aún así, lo peor es la vuelta: El agua de la zona debía tener mucha cal porque la ropa ha encogido, has descansado poco y regresas al trabajo con el síndrome postvacacional; lo que se traduce en unas ganas increíbles de convertirte en un fantasma de esos que se pasean por el zaguán de las casas antiguas arrastrando sus penas.
Advertencia, si veo un anuncio de turrones antes de diciembre empiezo a escribir epitafios.
Aquarella 22/08/06
Las cartas de la baraja. De Edurne
He madrugado para ir de vacaciones hacia un mundo desconocido, lleno de fantasía e ilusión.
Algún que otro gnomo malandrín ha intentado vetarme el paso, pero una vez atravesado el zaguán de los sueños, he virado la nave de mi fantasía hacia babor, donde crece la espuma de los mares, allá lejos en el confín de las aterciopeladas y cálidas noches de verano, sin epitafio posible, rumbo a lo desconocido hasta tocar con mis yemas la ilusión.
Busco los cuatro reinos, un colectivo que, según el Libro de las Hadas, habita en el bosque. Uno es famoso por sus viñas, otro por sus bosques, el tercero por sus guerreros valerosos y el cuarto por sus minas de oro. En sus escudos blanden orgullosos los símbolos de su reino y en sus estandartes vemos la copa, el basto, la espada y el oro.
Cada rey tiene su caballero y su paje, y un ciudadano de honor que ha sido un as en cualquier hazaña. Encontramos al as de copas, el de bastos, el de espadas y el de oros.
Todos los ciudadanos se distribuyen en categorías. Los Nuevecitos, ataviados con sus mejores vestimentas; los Tochos son los más catetos. Los Siente son los que se dedican a las artes, los Seises se inclinan por el ocultismo y la brujería. Los Cinto muestran alrededor de su cinturón, cinco hermosas plumas de avestruz, mientras que a los Cuatreros no puede uno llevarles la contraria debido a su mal carácter, dejan al contrario hecho jirones. Los Treses dictan, juzgan y castigan las faltas, tres funciones muy necesarias. Los Doses sólo gandulean, pues les falta muy poquito para ser dioses, sólo la “i”.
A menudo, se mandaban cartas para citarse. Jugaban a la veintiuna, con diez miembros por equipo más el árbitro, o también al siete y medio, sólo en el caso de que jugara un rey que valía por uno y medio, claro, con los cuatro caballeros y dos porteros.
Al final, los Treses decidieron prohibir los juegos violentos y crearon los juegos de mesa.
Sigo buscando estos reinos, veo una luz en la proa de mi navío, es de mi habitación, pero mi sueño era tan maravilloso,…serían unas vacaciones de fantasía. Durante unos minutos sigo recordando a los personajes de mi sueño, todos jugaban, principalmente a las cartas, de manera que estos reinos podrían haber sido los precursores de nuestra actual baraja española.
Edurne 22/08/06
Malditos ciruelos. De Suprunaman
Estaba un día de vacaciones, acostado en la cama, más feliz que el Guerra, cuando un terrible retortijón me hizo madrugar. Yo quería continuar en la cama pero entonces, otro terrible pellizco en los intestinos me dejó sin respiración. Me sentía morir, imaginé mi epitafio: “Cagado hasta las anginas, nos dejaste huella”. El colectivo familiar venía a recoger mi ataúd y me llevaban a hombros hasta el cementerio. El primo Manolo es más bajito que el resto, así que el ataúd estaba descompensado e iba cojeando, mientras yo allí dentro, más mareado que un ajoaceite.
¡No lo voy a permitir!, y como un relámpago me levanté y corrí sin descanso por el largo pasillo, ¡vamos Indurain! Me animaba yo mismo. ¡Fuera ropaaaaa! Y me senté en el retrete, un último jirón en el estomago, estertor, uuuuaaaaaagggggggg grité, sonó a caverna, parecía que estaba expulsando de mí un diablo malandrín; bonito día para un exorcismo. Uuuuaaaaaagggggggg, abandona este cuerpo demonio, abandona este cuerpo. Follatelo Carrac, follatelo. Al fin sonaron las trompetas, priiiiiiiiii-priiiiiiiiii, potlop, potlop, las almorranas me bailaban sevillanas y desde el zaguán se podía oler el pestilente olor a azufre.
Como pude me arrastré hasta la cama de nuevo, estaba orgulloso, era como si hubiese salvado al soldado Ryan.
Suprunaman 21/08/06
El danzón de San Gabriel
“Quien el danzón interpreta,
siente con dulce alma
en el fondo de su alma,
que está cantando un poeta,
siente que la brisa
modela tierna canción,
siente que su corazón
late gozoso y más presto.
Quien no siente todo esto,
no sabe lo que es danzón”.
(Danzón anónimo)
Al entrar en el patio sentí como penetraba con cada nota, el soniquete acompasado de las trompetas, que elevaban su voz más allá de las nubes, hasta ocultar el ritmo contagioso de los timbales, la melodía del piano, y el canto de los violines. Dentro de aquella competencia musical, destacaba la figura enjuta del solista, un hombre de mediana edad, casi rozando los cincuenta, con un brillo poco habitual, que es sólo visible en aquellas personas con ángel.
Yo, buscaba el éxito que me acercara hasta La Habana, aunque en el empeño tuviera que poner en venta mi honra, comprometiendo a su vez la de otros. Siempre tuve la convicción de que estaba destinada al triunfo. Sin un ápice de humildad, con osadía, recorrí los escenarios de provincias, con un éxito, ¿por qué no decirlo? Nulo. “¡Oye chica! Con esa cara pretendes algo. Mírate, ¿pero dónde vas con tanto hueso? Ni buena voz tienes. Anda. Búscate un chulo que te mantenga, y quizás así logres cantar en algún cuchitril del Puerto de Matanzas.”
Aquellas palabras no consiguieron atorar mi empeño. Hasta aquel día.
Por efecto de aquella música, me ericé al completo. La contagiosa canción, corrompía con una excitación tan picante como dulzona. Nadie podía resistirse al baile. Se absorbía por la piel como un ungüento capaz de resucitar a cualquiera.
En el punto álgido en el que la melodía alcanza su mayor esplendor, cuando la trompeta aguanta suspendida en el aire la nota más aguda capaz de estremecer al más pintado, lancé una mirada al intérprete, que con un guiño me invitó a acompañarlo en escena. Vestida para la ocasión, cuidando hasta el mínimo detalle, con un traje rojo ajustado, zapatos de tacón del mismo tono, y un sombrero de ala ancha que acompañaba mis movimientos sensuales, creí conquistarlo.
Como poseída, contoneé el cuerpo bailando alrededor de aquel hombre que deslizaba la punta de su pie marcando el centro perfecto de mi deseo. “No soy yo, el que buscas. Y éste temo que tampoco es tu camino. Nunca luché contra ti ni contra nadie, no tengo necesidad. Deja que este cuerpo alcance la virtud que le está destinada.”
Jamás supe de aquel trompetista, ni yo, ni ninguno de sus compañeros de orquesta. El único rastro que dejó fue su música, que sigue estremeciendo los sentidos y erizando hasta el último poro de la piel, invitando al baile con su danzón.
CRSignes 021109
El señor Roberto. De Hechizada
Hoy no era su mejor día. Cuando para otros pudiera serlo, él lo pasaba mal.
Roberto era un conductor de colectivo, con más de 35 años en el oficio a sus espaldas. Ese día sería su última jornada como tal, pues al día siguiente pasaría a retiro. Atrás quedarían sus rutas saludando a todos aquellos que por tantos años hacían de su bus el medio de transporte diario. Ya no asustaría a la Sra. María con los frenazos en seco sólo para oírla maldecir. Echaría de menos los improperios del viejo Anselmo por cerrarle la puerta cada vez que intentaba subirse. Dejaría de escuchar las groserías de Carlitos, el chaval malandrín que ha visto crecer e irse haciendo un hombre mientras iba al cole. Ya no vería las ojeras azules de Verónica cuando regresaba cansada de su trabajo quejándose de tener que madrugar todos los días…
Ese día ni la radio tenía puesta. Todos los que le conocían, al montarse, le notaban distante. En ocasiones casi se pasa los semáforos en rojo, sonando las alarmas entre los usuarios que se miraban extrañados. Algo le pasaba y no sabían qué. No respondía a los comentarios ni se reía de los chistes. A la final, lo dejaban tranquilo pensando que un mal día lo tiene cualquiera.
En la noche, dejó el colectivo en el aparcamiento y se despidió silenciosamente, con lágrimas en los ojos. Se fue directo a su casa. Vivía solo, no tenía familia ni se casó ni tuvo hijos. No quiso entrar donde Juan a comprar leche ni cigarrillos, pues no tenía ganas de escuchar los cotilleos del barrio. Abrió la reja del portal de su casa, la cual hizo un chirrido que ni le inmutó; todos los días se decía que tenía que echarle aceite pero esta vez fue como si no la escuchara. Caminó por el zaguán arrastrando los pies como signo inequívoco del peso de su pena. Miró las pocas plantas que allí tenía y suspiró. Pasó directo a la cocina y se preparó un café. Luego buscó un boli y un papel, garabateó unas palabras y se fue a su habitación.
Fue encontrado por la policía a los pocos días dada las llamadas sin respuesta de sus vecinos. Estaba colgado de una soga yerto, cual jirón humano. A sus pies la nota: “Amigos: no quiero misas, flores, ni epitafio, sólo que me recuerden con cariño, Roberto”.
Hechizada 20/08/06
Súrgat. De Monelle
Malandrines, filibusteros y rameras, pasean por el puerto buscando cómo ganarse los cuartos para salir airosos de trifulcas y borracheras.
Esquivando proposiciones, Sir James Worsley, camina hacia su cita.
Muchas naves permanecen varadas en la dársena de Puerto Príncipe. Hacía años que los ciclones no golpeaban Haití con tanta virulencia.
El capitán espera junto al zaguán de la taberna.
Con un cruce de miradas, descubre el arrojo y la osadía que anda buscando.
— Ambos sabemos qué nos trae hasta aquí. Sobran las monsergas, si su determinación tiene el valor de su mirada. Me han hablado muy bien de usted capitán.
Sobre la mesa, Sir James desliza un gran anillo con sello y un brazalete.
— ¡Aquí está el escudo! Ya sabe que el premio debe ser colectivo. No permitiré que traicione a mi tripulación.
— Todos recibirán lo que les corresponda. Le advierto que, el “Súrgat”, es un galeón sin par, el más rápido que surca estos mares. En cuanto a la ruta, capitán, os dará la impresión de que la conoce. No le contradigáis.
Una tripulación hastiada del descanso prolongado, madruga entusiasmada por la proximidad de la partida. Arriban al pie de la nave y se maravillan de su grandiosidad. El “Súrgat” despliega el velamen, y parte rumbo hacia alta mar.
— Sir James, cierto es, parece conocer el camino. Presiento que pronto avistaremos tierra.
— Razón no os falta, mañana arribaremos pero, hoy, os pido confiéis en mí. Nadie debe molestarme ni tan siquiera vos. Os lo ruego.
Pero el mar curte de forma distinta, y la confianza hecha jirones del capitán, agudiza el instinto de supervivencia desdeñando de la lealtad.
Extraños ruidos le alarmaron. Abrió la puerta dispuesto a averiguarlo todo, justo en el momento en el que, Sir James blandiendo una espada, retuvo la aparición de un ser horripilante.
— “Por Adonay, Súrgat, me concedas el poder de hallar tesoros bajo tierra y en otros lugares”.
El capitán observó cómo la criatura le ofrecía un gran anillo dorado.
En el momento en el que éste pasaba a manos de Sir James, el capitán, cegado por la ambición, se lanza para recogerlo.
El barco es zarandeado violentamente hasta que la fuerza del oleaje lo hace zozobrar.
Sobre un mar calmado, unos signos cabalísticos acompañados por la figura de un gallo, y escritos con sangre sobre un pergamino, sirven de epitafio a la catástrofe del “Súrgat”.
Monelle/CRSignes 20/08/06
Antonio García Sánchez, muerto. De Fledermaus
Bu bostezó con la libertad que se hace a los cinco años. La tía Lola le pellizcó en el hombro.
- ¡Ay!
- A callar.
El colectivo de negras figuras reunidas alrededor del féretro de Antonio, despertó de su murmullo aletargado con el grito del chico. Lo miraron sintiendo verdadera pena por el ahora huérfano. Era la segunda vez en la vida que a Bu, como le llamaban los familiares, le tocaba madrugar. La primera vez ocurrió cuando su madre se fue hacía abajo. Ahora era el padre quien había reunido en el zaguán de la destartalada casa, a los vecinos y familiares. ¡Y qué extraño era verle con el traje! Le vistieron con el único que tenía, el de la boda. Y era la segunda ocasión que se lo ponía.
Los vecinos allí reunidos daban a la familia el pésame de rigor:
- No somos nada.
- Tal como llegamos, nos vamos…
- No era malo del todo, la vida que le trató mal.
- En el fondo tenía su corazoncito.
¡Chorradas! ¡Palabrería hipócrita de rigor!
Antonio había sido un mal hermano, un peor hijo, un marido terrible y un desastre de padre. Nadie se alegraba de su fallecimiento, no abiertamente.
Cuando Eva falleció, Antonio pareció recuperar la razón durante unos días. Fue durante aquella semana que no piso un bar. Darle la culpa al alcohol sería una excusa falsa. El alcohol está por todas partes sí, pero él bien que se lo bebía.
Empezó cuando del malandrín de barrio, chulillo y metido en líos, se transformó en un tipo peligroso al que acudían los líos primero y la policía después.
Pasó por prisión en varias ocasiones. Altercados pequeños. Acudía a casa con el mono del taller ensangrentado del cuello, y con las mangas en jirones. Un ojo morado y un par de dedos rotos. El otro solía quedar peor. Quebró el taller y la tienda de reparaciones. Antonio era un agujero negro de problemas: Eva ya no podía darle dinero; sus hermanos no le hablaban, y la madre… siempre se ha dicho que la vieja Lola murió de pena.
Y Eva… bueno, nadie podía afirmar exactamente de qué murió, lo cual, ya daba pie a muchas especulaciones.
El sentir de la familia se resume en el epitafio que su hermana Lola designó para la tumba:
Antonio García Sánchez, muerto.
Fledermaus 18/08/06
El artefacto
Un radiante sol anunciaba el día. Sebastián dando un buen suspiro se levantó de la cama. En la cocina, su madre le esperaba con una taza humeante de avena con miel color ámbar. Su padre se despidió de él no sin antes darle un paquete. Le abrazó y salió cariacontecido. No le volvería a ver hasta dentro de unas semanas, el trabajo le hacía pasar temporadas fuera de casa.
La pobreza exigía grandes sacrificios para sobrevivir. Pronto sería invierno y tenían que aprovechar el tiempo en hacer leña y recolectar frutos secos. La madre de Sebastián le urgió para que abriera el presente. El niño haciendo a un lado un trozo de pan, colocó el envoltorio en la mesa y lo desenvolvió. Se encontró con una cajita rectangular. Abrió la caja y dentro descubrió un artefacto. Un artilugio cilíndrico color dorado.
-¿Qué es?- Preguntó Sebastián a su madre.
-Un caleidoscopio,- contestó ella dulcemente. Le besó y le invitó a salir a jugar.
Sebastián estaba feliz, fue a sentarse bajo la sombra de un árbol entre la hojarasca, sacó de nuevo el caleidoscopio y se atrevió a mirar por uno de sus extremos.
¡Qué gran sorpresa se llevó! ¡Todos los colores estaban atrapados en el fondo del artefacto!
Se sintió tan atraído por la novedad del regalo, que se olvidó de sus tareas y pasó la tarde jugando con él.
De pronto, notó que su cuerpo se hacía más y más pequeño. El caleidoscopio quedó junto a las raíces del árbol. Sebastián vio que tenía el tamaño perfecto para pasar por el orificio del aparato y entró en él. Un universo de cristales geométricos. Prístinos colores. Gigantescos diamantes desfilaban ante él. Los cogía entre sus manos y llenaba sus bolsillos, aún cuando ya no podía, Sebastián seguía recogiendo diamantes. Sería rico, pensaba. No tendría que trabajar más.
Pero una imagen grotesca apareció en un espejo. Un terrible monstruo.
-¡Ambicioso! ¡Perezoso! - le gritó con fuerza.
Sebastián horrorizado comenzó a correr dando tumbos dentro del caleidoscopio que giraba y giraba sin parar. Sebastián abrió los ojos y estaba de bruces en el suelo. Se rió de buena gana algo nervioso; todo ese tiempo había estado soñando. Se sacudió y regresó a casa en el ocaso. Que gran sueño, pensó. Pero lo que Sebastián no vio, fue una luminosa estela de piedrecillas por todo el camino que dejó en su andar.
Después de todo, tal vez no fue tan solo un sueño.
Hechizo de amor
El roce de las rocas abría, a cada golpe, una nueva brecha sobre la piel de Ariel.
Temía mirarla. Le pesaba la responsabilidad por lo sucedido. De todos los días de su vida, este había sido el peor. Sin esconder la aprensión que le producía el tacto de la carne fláccida, buscó la forma de hacerse con ella para vararla hasta la orilla. En la laxitud de los miembros zarandeados por las aguas, creí ver movimiento real. Aquellos brazos parecían reclamar su ayuda; aquellos labios, los suyos; aquel cuerpo, que tantas veces deseó, la incursión de su sexo quizás por vez primera. Pronto llegaría a la orilla.
Ariel parecía dormida. Sin descansar ni un segundo reaccionó buscando el milagro que la resucitara. Había alcanzado la arena sofocado, y lo intentó derramando la totalidad de sus fuerzas. Pero su boca no insufló vida, ni sus brazos lograron animar el corazón encallado.
Abrió sus párpados esperando ver algún reflejo animado y amable, pero la masa vítrea de las pupilas se había apagado.
Seguía sin creer lo sucedido. El océano, cruel y hermoso, le había arrebatado, con la misma rapidez que se lo dio, el más preciado de sus tesoros. Pisó en firme por última vez, miró a sus espaldas, creo que intuyó mi presencia. Saltó con su amada entre los brazos. El cuerpo se tornó liviano al contacto con el agua. Retornó la fantástica sensación que momentos antes me hizo creer que ella le reclamaba. La sensual fuerza del vaivén, les meció, arrastrándoles cada vez más allá del seguro y seco refugio en el que había crecido, hacia el oscuro abismo de las profundidades.
Corrí desesperada. Con un gritó dejé escapar la angustiosa fuerza del miedo. Debía llamar su atención o lo perdería para siempre. En ese momento comprendí que nunca había sido realmente mío. No alcancé a calibrar como correspondía, el sentimiento que había unido a mi amado con Ariel.
El roce de las rocas acarició los cuerpos de los danzarines amantes, que el sensual empuje de las olas unía en la dicha de un amor consumado.
CRSignes 051009
Nota: Versión libre de "La sirenita"
Tormenta de verano. De Edurne
Ayer por la noche empezó. Después de un día claro y soleado, dejando atrás meses de tardes caldeadas y madrugadas frescas. El cielo se ennegreció de golpe, sin aviso incipiente, y las nubes desorientadas y negruzcas atravesaban el cielo dominadas por un viento malandrín que las arrastraba a su merced.
En el zaguán de la oscuridad un rayo zigzagueante resquebrajó el cielo y lo partió en dos por unos segundos. Jirones de nubes chocando unas contra otras y al otro lado de la estrecha rendija de luz, el colectivo de gotas de agua se apretaba temeroso de caer, se asían unas a otras intentando defenderse del infame viento frío que las balanceaba. Empezaron a caer unos gruesos goterones y me obligaron a resguardarme en silencio. Las palabras no acudían a mi boca porque la garganta se había quedado petrificada, intenté reaccionar, pero mi mirada no se apartaba de aquel cielo y me sentí tan menuda, tan insignificante como un grano de arena en una playa vacía.
Sabía que llegaría, la estaba esperando, la tormenta descargaría su ira y yo estaría preparada para hacerle frente. Pero no fue así... se puso tan negro el cielo, sopló tan fuerte la ira del viento, deslumbraron tanto los rayos a mis ojos incrédulos, sonaron los truenos con tanta contundencia, que... tuve que claudicar.
Ayer noche me dejé llevar por la tormenta, me abandoné en sus brazos y volcó en mi corazón tanto temor que las lágrimas asomaron a mis ojos. El terror se apoderó de mi cuerpo y pensé, durante largo tiempo, que aquello no acabaría, que era sólo el principio del fin. Todo estaba en mi contra y yo, nada más que hacer que quedarme impasible y expectante esperando los nuevos acontecimientos.
Como epitafio he confirmado que no es verdad que las tormentas de verano sean pasajeras, ésta dejó en mí una huella que jamás podré borrar.
Edurne 16/08/06
Botellín y Botellón. De Edurne
En la misma repisa del zaguán de un laboratorio acababan de colocar dos frascos de cristal: uno muy flaco y alargado y otro panzudo y rechonchote. Desde el primer momento se llevaron mal y se miraban de reojo.
Botellín presumía de idealista y espiritual mientras que Botellón hacía gala de recipiente práctico y utilitario.
Por las noches discutían acaloradamente y el resultado era un estropicio que, de madrugada, descubría atónito el nigromante.
Esta noche se dispuso a vigilar, se enfundó su bata hecha jirones y se escondió entre sus pócimas.
Comenzó la reyerta, el delgado malandrín se halagaba:
— A mi me reservan para los perfumes, los extractos y las preciadas esencias, en cambio tú te quedas para los líquidos vulgares como el agua o el vino, y para guardar el cuartillo de leche del desayuno... —rió.
Botellón, que era un socarrón de siete suelas, no se quedaba corto y se reía haciendo retumbar el vidrio de su panza:
— Tú eres tan largo y delgaducho que el soplo de un estornudo te derribará convirtiéndote en mil añicos, mientras que yo, con mi hermosa panza, me sostengo como un tentempié.
Botellón empezó a bambolearse con inquietante vaivén, golpeaba a Botellín en su cuello de jirafa y le hacía perder el equilibrio. Para no caerse, se apoyó en el frasco de al lado, y éste en el siguiente... y en el otro, poniendo en marcha el efecto dominó haciendo temblar al colectivo, hasta que el último de la fila era el que caía al suelo y se hacía pedazos.
El nigromante encolerizado cogió a Botellín del cuello y a Botellón de la panza dispuesto a estamparlos contra el suelo con un último epitafio, para castigar así su soberbia. Pero... una chispa genial brotó de su feraz cerebro:
— ¡Eureka! Un nuevo y portentoso invento está a punto de nacer.
Encendió su horno y empezó a moldearlos. Primero a Botellín haciéndolo un poco más chato y más panzudo; luego estiró a Botellón y le dejó un poco más alargado. Después de llenarlos a medias de arena, les obligó a juntar sus bocas en un beso eterno. Ahora serían iguales, uno arriba y otro abajo, de forma alternativa, el nigromante había inventado el hermoso reloj de arena, ya jamás volverían a pelearse y se complementarían para siempre.
Edurne 15/08/06
Despertando a la vida. De Suprunaman
Ya finaliza mi existencia y agotado como estoy os relataré los hechos que acaecieron en aquellos años cuando aún era joven e inexperto en la vida. Mi maestro, Wilie d’Afanar de quien me enorgullezco de haberlo aprendido todo, me hizo conocer el mundo a través de sus actos.
Empezaba a anochecer, mi maestro y yo recorríamos a zancadas una carretera de hierbas y piedras en busca de una posada acogedora. Al fin mi maestro me dijo:
— Mason, ¿ves aquella luz de allí?
Yo asentí con la cabeza.
— Es una posada, divirtámonos con conocimiento, mañana habrá que madrugar.
Ya en el zaguán de la puerta mi maestro dijo:
— Espera Mason —y como un traidor malandrín me arreó una patada en las posaderas; yo no pude evitar cruzar la puerta rodando por los suelos. Hubo un sobresalto colectivo en el recinto y Wilie dijo:
— Disculpen a mi hermano, es que tiene los huevos grandes y a veces tropieza con ellos, lástima que sea retrasado, pues las mozas no se separarían de él.
Wilie se sentó en una de las mesas y la guapa posadera le dijo:
— ¿Vais a quedaros a dormir?
— No se cómo, contestó pues no tenemos ni un penique.
— Es cierto lo del chico —dijo la posadera.
— Sí, lo es, retrasado de nivel 50 creo yo —dijo Wilie.
— No, digo lo de los huevos.
— ¡Ah, también! Menuda desgracia tiene —prosiguió.
— Os daré de comer y de dormir, pero me gustaría comprobar lo de los huevos.
La posadera sacó una tarta de verduras y Wilie ofreciome un jirón.
— Ten, muchacho, lo vas a necesitar.
La posadera, me agarro y me apretó contra sus mullidos pechos camino de la habitación. Descubrí el sexo en aquella estancia que por falta de palabras no puedo describir. Tras varias horas de erecciones, ya vislumbraba mi epitafio. Pero entonces la bella mucama abandonó la sala y pude respirar. Segundos más tarde otra muchacha, hermana de la primera sabedora de mis gestas vino a visitarme y también me obligó. Ya con la lengua fuera entró de nuevo la mayor y quisieron probar el trío.
A la mañana siguiente mi maestro Wilie d’Afanar andaba con el estomago lleno mientras yo me arrastraba. Las posaderas nos despidieron con lágrimas en los ojos. Aún yo las recuerdo con melancolía, pues fue la última vez que supe de ellas.
Suprunaman 15/08/06