Bloggers de La Gran Calabaza

Mejor estarías muerto. Suprunaman

  01.07.10 06:47, por , Categorías: Suprunaman, CONTEMOS CUENTOS 22
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Había llegado a clase cinco minutos tarde. María se sentó en el pupitre y sacó su cuaderno, haciendo el menor ruido posible para que el Padre Mariano no se diera cuenta de su retraso. Pero el Padre tenía unas orejas de elefante capaces de oír una mosca a doscientos metros. Rápidamente se acercó a María, la cogió de la trenza y la hizo levantarse de la silla:
Ya verás como aprendes a no llegar tarde nunca más. Dijo el padre cogiendo una vara.
Todos los niños veíamos al Padre Mariano como un ser codicioso que pretendía medrar a cualquier precio, quería llegar a ser el director. Deleznables eran sus métodos, en los cuales se le advertía cierta satisfacción cuando nos pegaba. Su rostro manifestaba placer en cada golpe propinado con rabia.
María era una niña delicada y mimosa, lo cierto es que yo estaba enamorado de ella. Al ver a aquel cura anormal intentando golpear a mi chica no pude evitar levantarme y atizarle un golpe en la cara con una silla. El Padre quedó tumbado en el piso y sin sentido, tal vez muerto. Tomé la mano de María y huimos del lugar. El resto de muchachos callaron y se convirtieron en nuestros cómplices al esconder al Padre en un recodo del sótano, cerca de la caldera.
Era la hora del ángelus.

Suprunaman 05/12/2006

Fotógrafos en las Islas Columbretes 9

  29.06.10 07:41, por , Categorías: Mis imágenes
Fotógrafos en las Islas Columbretes 9 ©CRSignes

Un hombre, un genio. De Mon

  29.06.10 06:27, por , Categorías: Mon, CONTEMOS CUENTOS 22
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A deshoras llegaba siempre a casa, cansado, manchado y hambriento. Luis era profesor de plástica en la facultad de Bellas Artes San Carlos de Valencia, estaba soltero y era un hombre un tanto ensimismado. No era extraño verle anotar correcciones en un pequeño cuaderno con tapas de pasta de cartoncillo verdes, con muelle negro, de los de siempre, solo, sentado en cualquier banco.
A finales de los 80’ comenzó a desarrollar una técnica basada en las pinturas pigmentadas que se emplearon a principios del siglo XV, lo que años después le convertiría en un reconocido investigador, cómplice de los maestros renacentistas.
A pesar de su holgada cuenta bancaria, era un hombre sin codicia, devoto de obra y muy dado a las remuneraciones a favor de las organizaciones no gubernamentales.
Como cada miércoles, visitaba a primera hora la capilla del Ángelus, allí podía encontrar la paz que necesitaba, sin ruido ni las bulliciosas voces de sus alumnos. Eran cinco minutos que daban mucho de sí.
Siempre pensó que la vida era un simple recodo que había que torcer, aunque muchos se empeñaban en enderezar. Él solo había vivido para dejar una huella al óleo que permaneciese inmutable lustro tras lustro, lejos de cualquier signo de rebeldía o inconformismo. Sabía que la existencia era solo un capricho de la naturaleza y esta como tal, era mucho más sabia que la prepotencia humana.
Un martes cualquiera llegó pronto a casa, nunca más volvería a la universidad, se borrarían las manchas y desaparecería ese guirigay que había dado sentido a su existencia.
Dicen que nunca abrió la puerta a nadie, que en las tardes de invierno se le oía llorar y se cuenta que con las lágrimas fabricaba el vehículo que daba consistencia a sus pinturas. Su obra permanecerá hasta el final de los tiempos.

Mon 05/12/2006

Palabras para el “Contemos cuentos 22”

  27.06.10 06:18, por , Categorías: CONTEMOS CUENTOS 22

Estas fueron las palabras para este juego:

ÁNGELUS

CODICIA

CÓMPLICE

CUADERNO

RECODO

RUIDO

Se encuestó el tema y hubo un empate entre HUMOR y FANTÁSTICO, se dio libertad para que cada uno seleccionara alguno de los dos.

Los elementales. Capítulo veintidós: El favor de Dios. De Monelle

  25.06.10 06:07, por , Categorías: Monelle, CONTEMOS CUENTOS 21

Pensé que se desvanecería. Que como sus hermanas su silueta se inflaría hasta alcanzar la redondez de un espacio circular nacarado. La calidez de su tacto sobre mi rostro, el saludo exento de humedad, me sorprendió. Intenté agarrar su mano como acto de pleitesía para postrarme a sus pies, pero atravesé su cuerpo sin que por ello perdiera la forma. Me costó contemplarla. Era diferente, distaba mucho de los relatos que había oído. Poseía una hermosura liviana. Las trasparencias y los brillos reflejados de las luces le conferían la magia añadida de las estrellas.
Su sonrisa precedió a una cascada de sonidos que no tuve dificultad en descifrar. Comprendí entonces la grandeza de lo que hasta ese momento me había pasado. En mi atolondrado recuerdo había obviado detalles de vital importancia. A este viejo zorro, también se le escapan cosas. ¿Cómo era posible el entendimiento con aquellas razas si desconocía sus lenguas? ¿Acaso habían aprendido la mía para facilitar el posible trato? Entre sofismas mentales estaba, cuando ella misma me sacó del badén de la ignorancia.

Bienvenido seáis. Soy Marmara. Temerosa por las prisas debería centrarme en mi ofrecimiento, pero me ha tentado poner respuesta a vuestras preguntas. Concederle esta licencia puede mejorar nuestro trato.

Intentaba ver más allá de mi encierro. ¡Imposible! Fue tal el desbarajuste que mi presencia había causado que tan sólo podía ver los rostros pegados al habitáculo de centenares de ondinas curiosas, moviéndose inquietas, yendo y viniendo y difuminando así el paisaje.

Marmara, vuestro reino es el último que me quedaba por visitar. Agradezco el detalle —mis palabras sonaban distintas pero no me eran ajenas.—¿Se me antoja saber cuál es el milagro que permite entendernos?
No existe ningún milagro. Al principio de los tiempos los libros sagrados hacen mención del hecho, todas las criaturas de la creación teníamos una misma lengua. Ésta era lo suficientemente sabia y hermosa como para contener la complejidad y la sencillez que la vida de entonces requería. Pero la ambición del hombre rompió el equilibrio y Dios nos castigó a la confusión. Hoy este mismo idioma aletargado nos sirve para comunicarnos.

Quedé pensativo, siempre había huido del creador y ahora éste se me manifestaba así. ¿Qué quería de mí? ¿Qué pretendía de alguien que siempre le había cuestionado?

Monelle/CRSignes 02/12/06

La batalla. De Aquarella

  23.06.10 06:43, por , Categorías: Aquarella, CONTEMOS CUENTOS 21
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La situación se ha hecho insostenible. El inmenso silencio que lo invade todo hace temblar mi mundo, hasta el tiempo parece moverse demasiado lentamente. Puedo oler ese miedo que espesa los pensamientos, puedo sentirlo. Ante la pregunta ¿qué sentido tiene esta guerra? La tentación de huir se convierte en la respuesta más apetecible, pero está prohibido, mi linaje no me lo permite. El desbarajuste de este lugar se me antoja un campo de batalla en el que la silueta de la derrota se pasea como una zorra hambrienta entre los pocos que aún quedamos en pie.

Veo caer a mis súbditos, mis colaboradores, mis amigos, y el dolor sangra con más fuerza que la humillación que se avecina. Mi mente acepta ese absurdo sofisma que me condena a morir para salvar a un rey que no lo merece, me han educado para ello, pero mi corazón no lo admite tan fácilmente, se rebela ante las reglas establecidas… cierro los ojos con el deseo de que, como por arte de magia, aparezca en el terreno un badén lo suficientemente grande para tragarse a ese enorme caballo que viene a atacarme. Cuando abro los ojos el animal está ya casi encima. Todo está perdido, mi sacrificio no evitará el grito de victoria del enemigo

¡JAQUE MATE!

Aquarella 30/11/06

RESPLADOR DE RASCACIELOS * Joan Castillo

  22.06.10 19:35, por , Categorías: Sin categorí­as, Espacio compartido: Joan Castillo



RESPLANDOR DE RASCACIELOS
(Molinda Linda)
Categoría: Drama, amor.




I



Con el nudo de la corbata en el pecho, totalmente desgreñado, el Dr. Quintilio se movió bacante desde la ventana donde siempre observa el mar, hacia su ahora desordenado escritorio. A su alrededor vuelan periódicos viejos, expedientes empolvados y cuartillas borrosas, que retozan caóticos con la gran cantidad de botellas, latas vacías de cervezas, colillas de cigarrillos y cerillas usadas que dibujan figuras disformes en el desvencijado piso. Sus ojos pálidos, casi llorosos, observan como fascinados, la pistola cargada en una de las gavetas abiertas del escritorio, mientras en sus oídos tamborea el timbre del teléfono que aún significa una brevísima esperanza para sobrevivir. Su mente embarullada de nicotina y alcohol no entiende ahora si levantar el teléfono por última vez o tomar la pistola, volarse los sesos y terminarlo todo.

Quintilio Felisberto Cantalarana no fue un abogado de éxito, incluso, nunca pudo mover la oficina del propio hogar, pero mucho menos fue un escritor reconocido; después que se decidió a escribir, sólo contó con un par de editores que no podían llevar sus novelas y relatos más allá de unos cuantos lectores; sin embargo, por haber combinado ambas profesiones, pudo conocer a Molinda, quien significa en estos instantes el único interés de su vida, o para explicarlo mejor, el objeto que puede darle una oportunidad de vivir.

En la medida en que iban creciendo sus compromisos en el campo jurídico, y sus relatos y novelas empezaron a tener lectores cautivos se vio en la necesidad de contratar a una secretaria a tiempo completo, pero de esas secretarias baratas que salen de los institutos de estafadores académicos, porque su presupuesto no alcanzaba para pagarle a una secretaria profesional, por lo que en el anuncio que colocó en el periódico, advertía que las aspirantes no necesitaban experiencia previa.

Y al otro día, aún no había abierto la oficina, cuando un aroma floral de los que le llaman "mata guardias" por el intenso olor que despiden, hirió de mala manera su olfato; lo portaba ella, Molinda, una trigueña clara de 19 a 20, con una sonrisa que llegaba al techo, con sus pequeñas orejas entorpecidas por unos aretes redondos que les rozaban los hombros, y su cabeza trabada en un pañuelo, que al igual que su blusa amplia, llevaba más colores que un carnaval.

El Dr. Cantalarana se ajustó los lentes para observar mejor que un Jean crema tan desgastado y estrecho que parecía transparente, lo llevaba Molinda amarrado a una correa negra tan ancha que parecía una de las fajas que usan las adolescentes encintas para esconder la barriga; pero lo que más le sorprendió fueron los tenis roídos de color rojo vivo que llevaba sin calcetines. Todo ello, junto al exceso de colorete en su rostro, daba la impresión de que era una muñequilla confeccionada especialmente para aterrorizar a los niños.

No tuvo que preguntarle a qué había venido; en una voz tan escandalosa como los colores de su blusa, se presentó:

––Yo soy Molinda la más linda, Jefecitor, la secretaria que no sólo maneja con propiedad los paquetes informáticos de última generación sino que también me defiendo en cualquier labor doméstica, -frase que soltó con tal brusquedad que a Quintilio le dio la impresión de que se la había aprendido de memoria, -y continuó:

––Soy como una especie de sinvergüenza, Jefecitor, lo único que quiero es trabajar y no hacer lo mal hecho, por lo menos hasta que me llegue el dia de "despacharme" a Nueva York, -le señaló de la misma manera fresca y desenfadada.

Al escuchar esas palabras tan humildes como firmes, la observó mejor, y pudo reparar en que ciertamente era la ropa y el maquillaje los que la hacían ver tan horrible; su voz era un poco infantil pero no desagradable, notó por igual, que no podía permanecer tranquila, desmenuzaba con apuro una goma de mascar, y al parecer necesitaba estar moviendo las caderas y colocando sus manos en distintas partes del cuerpo, sobretodo, arreglándose la blusa, que al quedarle grande se le caía indistintamente de un lado y del otro.

––Usted sabe, Molinda...

––Yo no sé nada, Jéfer, ––le cortó––. Yo sólo sé lo que tengo que hacer, que es lo que usted diga, mientras me pueda "despachar" a Nueva York, ––ripostó––.

––Pero Srta. Molinda... (trataba de decirle que volviera otro día, ya que necesitaba examinar otras aspirantes) ––pero lo detuvo de nuevo.

––¡Ningún ningún!, Jéfer, ––¡Oigame bien! Jefecitor, ––Mo-lin-da, es decir Molinda la más linda es la secretaria que usted necesita, y por suerte para usted que mi tío, donde residía, compra siempre ese periódico. ––le señaló como si le estuviera haciendo un favor, provocando que el Dr. Quintilio se preguntara internamente las razones de titularle "Jefecito" si su peso sobrepasaba las trescientas libras para la ocasión.

––¿Dice usted que vivía en casa de un tío? ––le preguntó Cantalarana un poco sugestionado ya por la singular muchacha.

––Claro, él me dijo que si no empezaba a trabajar hoy, me podría largar para el monte de donde vine, me lo viene diciendo hace tiempo, pero anoche me lo dijo tan en serio que hasta me dio el dinero para el pasaje. El dice que lo de mi viaje a Nueva York es una historia mia para vivir recostada de él, y es que mi tío no sabe, Jefecitor, que me quedé sin zapatos buscando un trabajo limpio y decente como el que usted me ofrece.

Mientras terminaba esta frase colocaba un pie sobre el otro como para tapar el mayor agujero de uno de los tenis rojo gastado.

––...Y usted no quiere volver al monte, ¿verdad? inquirió el abogado-escritor.

––Nooo, nop, yo "voy" a trabajar para usted y guardar parte de lo que usted me pague para "despacharme" a Nueva York, contestó Molinda con su acostumbrada desenvoltura.

En ese momento la sonrisa del Dr. Cantalarana estuvo a punto de estallar en una carcajada, pero ya había decidido contratar a Molinda por una semana de prueba, lo que hizo.




II



Le dio las coordenadas de su trabajo, que no eran otras que levantar el teléfono y organizar sus archivos de literatura, así como las correspondencias con sus lectores y editores, aunque el primer día casi se arrepiente porque aunque Molinda trabajaba rápido y era entusiasta y organizada no le dejaba concentrar. Permanecía todo el tiempo cantando, riendo y –peor aún, taconeando; sin embargo ya tenia tanto tiempo escuchando las interminables quejas de su esposa y exigencias de la suegra, que se le había olvidado sonreír, y ese día Molinda le recordó que más allá de los fantasmas de su mundo de ficción, de las peleas jurídicas y de los arranques violentos en el hogar, hay un mundo que puede, y sabe reír.

––Molinda, como usted ya debe haberse dado cuenta, yo fumo, ¿no le molesta? le preguntó el primer día de labor.

––Por mí se puede usted fumar la catedral, le contestó de manera escueta, como si hubiera estado esperando la pregunta.

––Me refiero a que si no le molesta el humo, Molinda

––A mi no me molesta nada en este mundo, Jefecitor, lo único que aveces me fastidia un poco es que no he podido "despacharme" a Nueva York para mandarles "verdes" a mi mama y mis hermanitos al campo.

––¿Y que piensa hacer usted si llega a Nueva York?

––!Oh, cantar, ¿Usted no sabía que yo soy una cantante?!

Cantalarana tuvo que pedirle permiso para llegar al baño, donde se rió tanto que le dolieron los músculos del pecho y de la nuca. Lo que escuchó detrás de la puerta al regresar, le devolvió al baño a seguir riendo, Molinda estaba contestando el teléfono:

––"Alós, alós, Si, le habla Molinda, la más linda, la nueva secretaria, si, -El Jefecitor fue al toilete, --usted sabe, necesidades fisiológicas–– pero me dijo que si alguien llamaba que le dijera que él estaba en una reunión con unos empresarios canadienses.!!Llámelo más tarde!!"

Pues a la semana, el Dr. Quintilio convino con Molinda en ofrecerle un avance en efectivo que se verificaría en un traje para el trabajo ya que el segundo día se apareció en la oficina dentro de un camisón de dormir crema azulado, luego, en una falda blanca de las que usan las niñas en la primera comunión y para ir los Domingos a la Iglesia, matizando siempre, eso si, con los tenis rojos.

Fueron a la tienda y eligieron un par de trajes (pantalones y blazers) azul oscuro con blusa amarilla, por igual, Quintilio le compró unos cuantos pares de zapatos de marcas con tacos pequeños, no sólo por los tenis rojos, sino que a la tercera jornada laboral se apareció con unos zapatos de unos tacos tan enormes que caminaba como si estuviera borracha. "Estuvo a punto de caer por unas diez ocasiones" –recordaba-. Por igual le regaló un par de perfumes porque el "mata guardia" le tenía a punto de dividir la oficina de ambos, lo que no le convenía.

El cambio físico de Molinda era evidente, lucía ahora una chica alta, gordita, trigueña tirando a blanca, de cuerpo esbelto y fuerte, cabellera mediana de pelos lacios, negros, nariz vigorosa y ojos pillines, exóticos como su boca de labio superior fino e inferior grueso -lo que daba una amplia sensualidad a su sonrisa, dentro de un rostro ovalado. Esta vez, Cantalarana reparó en que disfrutaba de manos grandes con uñas preciosas y alargadas que terminaban sus dedos finos, los que tecleaban en el ordenador con más rapidez y eficacia que cualquier secretaria de la empresa más prestigiosa; en definitiva, era una adolescente de rasgos tan hermosos que al parecer lograron infundir resentimiento en su mujer, quien al notar el nuevo look de Molinda centró sus celos en lo que ella llamaba "estrambótica personalidad" de Molinda que no le convenía a la oficina ––según decía–– ni mucho menos a sus hijos, invitándole a deshacerse de ella.

Pero Quintilio no le hizo caso, y aunque al principio no podía coordinar bien sus pensamientos en la presencia del pintoresco carácter de Molinda, se fue acostumbrando a sus habituales cantos alegres de rap, mambos, reggetones y merengues inventados por ella, por lo que aunque su voz aniñada no vería nunca una tabla de cantante –pensaba–– podía por lo menos componer canciones de una manera bastante natural. Tenía el talento.

En el pasar de los días, la fue tomando más en serio, y sus risas, bailes y tonadas alegres dejaron de bloquearlo, hasta llegar el momento en que la alegría natural, tan franca de Molinda, le ofrecieron una visión completamente nueva a sus creaciones. Sus protagonistas se tornaron un poco más contentos, más humanos. Y fue a partir de ella que empezó a producir novelas y relatos tiernos de amor, de aventura, y hasta de humor, ya que sólo trabajaba con demonios, seres de otro mundo, psicópatas asesinos y derrotados sociales.

Aumentaron las ventas de sus obras; sus editores no dejaban de llamarle pidiéndole más, y más le enviaba porque su mente se había convertido en un remolino de inspiraciones para todos los géneros. Molinda cambió, por decirlo así, su ámbito de observación del entorno; su fama de escritor empezó a correr y ahora era él quien instigaba a Molinda a cantar; quien se acercaba a su escritorio para invitarla a bailar, y cuando la preguntaba sobre su actitud entusiasta, siempre dispuesta al humor, le contestaba:

––¿Usted no me ve el resplandor de rascacielos? Jéfer. Las luces de Nueva York me esperan.

Y Cantalarana no podía negar que cierto amargor ––como una tristeza imprecisa–– se apoderaba de sus pensamientos cuando la escuchaba mencionar a Nueva York ya que no entendía si le tenía lástima al reconocer que su sueño era irrealizable, y que tarde o temprano caería abrumada por la gran realidad de que no todo el mundo puede llegar, muchos menos convertirse en una luminaria en Nueva York, o si era porque de alguna manera temía que se hiciera cierto y le dejara solo, porque a esa altura ya Molinda era tan parte de él como su propia frente.

Al Dr. Quintilio Cantalarana se le hacía dificil, para aquel momento, sentarse en el ordenador mientras no escuchaba su voz destemplada, la que percibía desde que venía a dos cuadras de la casa-oficina porque siempre llegaba cantando. Tenía que escucharla, sentirla, saber que estaba en los alrededores, para poder escribir, leer, o hasta comer, y las pocas veces que Molinda llegó tarde fue presa de ligeras ansiedades, de manera que la chica se convirtió en un segmento tan inseparable de su vida que llegó a pensar que era parte de su oficina y su familia, hasta que una mañana se apareció de nuevo con sus pantalones transparentes y sus tenis rojos, esta vez con una pequeña mochila roja a su espalda, y una sonrisa que ––esta vez–– llegaba al cielo.

––Jefecitor, ––dijo como en un tono de lástima, pero alegre ––tanto que yo lo quiero a usted, pero hoy me "despacho" para Nueva York, vía Puerto Rico.

Se quedó atónito. Molinda nunca le había hablado de algún viaje en concreto; desconocía que eran planes reales, aunque alguna vez dudó, siempre creyó que Nueva York no era más que un ensueño producto de su mente lozana y fantasiosa.

––Pero no se apure, Jéfer ––continuó Molinda al ver su cara de desconsuelo, ––que en seguida llegue a Puerto Rico le llamo, y cuando llegue a Nueva York, también, y en seguida me ofrezcan el primer contrato como cantante se lo envío para que usted lo revise y me lo apruebe, y si todo sale como espero le "tramito" un pasaje y un ticket para que asista a una de mis presentaciones.

-!Pero Molin... ! ––le atajó en seco como acostumbraba (quería preguntarle la vía que utilizaría para irse a Nueva York)

––Confíe en mi, Jefecitor, ––le tocó el hombro, ––yo le dije que seré una cantante famosa y eso es lo que haré.

Le rompió el corazón, sabía, sin decírselo, que se iría en una de esas yolas quebradizas que hacen viajes ilegales a Puerto Rico y que la mayoría zozobra en el canal de la mona. El Dr. Quintilio no estaba preparado para su ausencia, mucho menos para su muerte casi segura.

El abatimiento más grande que pueda sentir un ser humano se apoderó del Dr. Quintilio Felisberto Cantalarana, No sabía hasta ese momento, que se había prendado tan fuertemente de esa muchacha extravagante e hiperactiva. Cuando vio sus manitas blancas cobrizas diciéndole adiós creyó que le iba a dar un infarto. Salió a caminar y anduvo media ciudad como el que estuviera perdido; al regresar en la noche, agarró el teléfono y sólo le faltó comérselo; recorrió toda la casa con el teléfono debajo del brazo. El hecho de comprobar con la tía de Molinda que ella se había ido en yola lo convirtió en el hombre más infeliz de la tierra. Esta vez, la ausencia de Molinda no era su preocupación, sino la vida misma de Molinda.




III


Pasaron dos días y Molinda no llamó mientras el Dr. Quintilio no dormía. En la madrugada del tercer dia salió frenético a buscar el periódico, y pudo leer en primera plana que una barcaza con sesentas tripulantes, rumbo a Puerto Rico, habría zozobrado mar adentro, y que habían muy pocos sobrevivientes. ––"Ella está viva" ––se dijo, y condujo sin parar hasta la guardia costera, donde pagó para que lo dejaran subir a uno de los barcos de salvamentos. Ayudó a rescatar algunas víctimas ya cadáveres y otros en el punto de la insolación, pero Molinda no estaba entre ellos. A la semana, cuando ya la búsqueda oficial había terminado, alquiló una lancha y con algunos amigos vigiló por un par de días los alrededores del naufragio. Molinda no apareció ni viva ni muerta.

Se derrumbó. No volvió a escribir una letra ni mucho menos volvió a los tribunales. Su mujer e hijos se fueron de la casa, lo abandonaron; en solo seis meses, una calva empezó a dibujarse en su frente y unas canas repentinas brillaban níveas por encima de sus orejas. ––"Pude haberlo evitado, pude haberla retenido, sólo tenía que pagarle lo que se merecía, pagarle en dollares, en "verde"––como decía ella", ––era el pensamiento que le devastaba.

Ahora el verde son las botellas vacías de las cervezas que salcochan su estómago y el color de las batas de las enfermeras donde acude cada semana a inyectarse complejo vitamínico para no morirse por la falta de alimento, porque no ha tenido apetito después de esa despedida dolorosa. Ha observado tanto el teléfono que debe tenerlo dibujado en el iris de sus ojos; ha escuchado miles de timbres diferentes del teléfono y la voz aguda de Molinda diciéndole: "Jefecitor, estoy bien", pero han sido ofuscaciones fruto de esa ausencia indefinida que le destruye lentamente. En verdad, que sólo le llaman los editores para que termine sus novelas y relatos, y los cobradores.

Por eso, la gran indecisión de levantar el teléfono que timbra con tanto entusiasmo que pareciera que quisiera saltar. Quintilio, como azorado, lo observa a ambos: la pistola y el teléfono repiqueteando.

––¡No es Molinda! ––Se dijo firme, llevándose la botellita de aguardiente a la boca para exprimir el último trago. –Quien debe estar llamando es el abogado de la hipoteca para decirme que ya van cuatro días de los diez que me dio para abandonar la casa, o quizás la gerente bancaria para repetirme que va a pasar mis cuentas al Departamento legal; como pueden ser los infames editores para informarme que no hay dinero, ––¡Pero no es molinda! ––se repitió––.

––¡Ya sé! dijo, aferrando la pistola, ––Me voy donde hace tiempo debí irme, donde un hombre que se precie de digno debe ir. Me encontraré con Molinda en el único lugar donde no puede esconderse, ––agregó, descolgando el teléfono y gritándole al auricular !Moliiiiiiiinda!.

Con la pistola sobre la sien izquierda se devolvió tambaleante hacia la ventana de donde podía observar las sinuosidades que el viejo mar caribe obra sobre el litoral, mientras en el teléfono descolgado que acababa de lanzar con brusquedad se podría escuchar perfectamente la voz de Molinda:


-"Si, Jéfer, Jefecitor, soy yo, Moliiiiiiiinda, la más linda. Jéfer, lo estoy llamando desde mi teléfono celular porque quería que usted hablara con este gringo que lo que quiere es darme un nuevo contrato para seguir limpiando ventanas, por eso no lo había llamado, Jéferrrr, usted tiene que asesorarme bien. Dígame usted, Jefecitor, ya llevo cinco meses limpiando ventanas ¿No es justo que ya me ofrezcan mi contrato para cantar?"




©Joan Castillo

14 de febrero 2006.

Comentario del autor

Necesitaba un relato sobre el sufrimiento que causan a sus familiares y amigos, los que se lanzan en una yola a la búsqueda de un mejor destino. Justo al empezar a escribir, conocí a Molinda. Mis agradecimientos a Chajaira. Sin ella, Molinda no existiera.

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Partida. De Suprunaman

  21.06.10 06:59, por , Categorías: Suprunaman, CONTEMOS CUENTOS 21
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Los dos ajedrecistas estaban sentados el uno frente al otro. Tenían una postura semejante, los pies cruzados, el cuerpo torcido y la mano sujetando fuertemente la barbilla. Esperaban impacientemente a que su rival cometiera el error fatal.
Las piezas estaban esparcidas por el tablero. El desbarajuste era tal que Mihail tuvo la tentación de mover la dama, sin caer en la cuenta de que la torre de Korchnoi aguardaba como una zorra para hacerle el jaque. Pero advirtió cierto brillo en los ojos de Korchnoi y desistió de realizar la jugada.
Habían pasado varias horas de partida, Mihail tuvo antojo de un yogur; después de tomar una cucharada hizo una jugada que rompía los esquemas del aspirante. Korchnoi se quejó, presentando un sofisma. Argumentó que Mihail había recibido información codificada en el envase del yogur. El juez desestimó el comentario.
La partida tomó entonces otro cariz, empezó una guerra de guerrilla. Mihail, propinó una fuerte patada a Korchnoi por debajo de la mesa, éste perdió momentáneamente la concentración.
Por favor, —dijo esta vez —ahora toca patadas.
La partida se vio interrumpida de nuevo, los jueces decidieron colocar un badén que impidiera el contacto de ambos jugadores.
Hizo su aparición entonces un grupo de parapsicólogos, empezaron a hacer movimientos con las manos, a rezar en voz baja. Korchnoi no lo pudo evitar, se vino abajo. Agarró el rey, lo tumbó sobre el tablero, se levantó y se marchó sin felicitar si quiera a Mihail por su victoria. Su silueta se difuminaba a medida que se apartaba de las luces.
Mihail quedó allí, delante de las cámaras, con un gesto sonriente.
En la entrevista dijo, en una guerra, no sólo cuenta lo que está en el campo de batalla, también influyen los servicios secretos.

Suprunaman 29/11/06

El mejor. De Locomotoro

  19.06.10 06:50, por , Categorías: Locomotoro, CONTEMOS CUENTOS 21
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Cuarenta pasos de peón y ganaría el Open de Moscú. No tenía costumbre de perder, sin duda era el mejor, un reto viviente. Había perdido su mujer, sus amigos, su vida social a cambio del éxito que disfrutaba ahora.
Sentado ante su adversario, ante las miradas de curiosos expectantes de un espectacular final, esperaba distraído el toque de reloj que le permitiría dar un paso más hacia una inevitable victoria.

El antojo del destino, había querido enfrentarlo con su mayor adversario. No se trataba de un gran jugador… sino del hombre por el que le había abandonado su mujer. Tenía la oportunidad y la tentación de destrozarlo, pero se tomaría su tiempo.
Un taconeo de peón marcó su tiempo de juego. No tenía ninguna prisa. Dirigió una mirada hacia el público que lo miraba con ojos deseosos. Estudió cuidadosamente cada pensamiento, cada mirada… y finalmente sus ojos se posaron sobre ella. Tenía una sonrisa cansada, con esperanza estéril. Tenían que ganar, necesitaban ese dinero para salir de una ruina inminente. Si ganaba, saldrían del atolladero. Si perdía… seguiría viviendo de alguna manera.
Giró la cabeza y olió el sudor frío del miedo de su adversario, arrinconado como un perro en un badén. El desbarajuste de peones desordenados sobre el tablero le hizo gracia, pero reservó su sonrisa. No sentía compasión, sino envidia. La mezcla se convirtió en rabia y dirigió sus dedos con ira hacia la torre que marcaría el jaque. Ella se llevó las manos a la cara para que nadie la viera llorar y entonces se detuvo el tiempo. Los focos, los fotógrafos, el juez y los dos hombres encerrados en los escaques de la vida, uno blanco, otro en negro.
El gesto estúpido que dibujó su rostro trató de buscar un sofisma para explicar todo aquello. El rey cayó sobre el tablero y ambos jugadores, uno de ellos con los ojos absortos se dieron la mano. Los focos lo iluminaron como una estrella y los micrófonos de la prensa se amontonaron tapando su cara.
Entre la multitud, salió con su gabardina como una zorra huyendo de un corral. Afuera, en la calle llovía suavemente, hacía frío y llamó a un taxi. En la soledad de la espera, una voz lo detuvo, se giró y la silueta de la mujer acarició su semblante con rubor.
No has cambiado nada… sigues siendo el mismo; el mejor.

Locomotoro 28/11/06

ESPEJISMOS * Joan Castillo

  17.06.10 18:05, por , Categorías: Sin categorí­as, Espacio compartido: Joan Castillo


Hace unos días, este magnífico escritor se fue de este mundo de mortales, pero hoy más que nunca lo siento en mí y en su honor quiero dejar este maravilloso cuento que me hizo comprobar que los deseos se cumplen. Gracias Joan. Te quiero.




ESPEJISMOS


Los rayos de sol septembrinos caían perpendiculares como pétalos de esperanza sobre la achicharrada piel negra de Jean Paúl, coloreando un poco sus lánguidos ojos verdes cansados de tanto mirar al horizonte; en lontananza, un barquichuelo de velas verdes trazaba un delgado remolino espumoso y un poco más allá las corrientes de un mar Caribe, siempre iracundo, rompían violentamente como si quisieran descuartizar el rompeolas. Jean Paúl, después de terminar sus dibujos extraños, hundía sus pies desnudos sobre la arena quemante en dirección a la enorme roca donde todas las tardes se sentaba a rumiar ausencias. Su llegada, su sola presencia imponía una atmósfera de sometimiento a los bañistas, quienes se les inclinaban respetuosos aunque con un dejo de lástima: Conocían el mito de los viejos amores idos.

-¡Estoy de nuevo aquí, princesa mía! se le oyó vociferar !hoy no me iré, esperaré que llegue tu barco, tu carabela, tu avión o tu motora acuática, pero tendrás que venir, Carmen! Y siguió, sin sorprender a nadie:

-¡Tendrás que venir, Carmen, aunque sea en uno de los barquitos de papel que construí para navegar aferrado a tu cuerpo por todos los mares y océanos del universo!

Dejó de gritar y colocó su mano derecha en forma de sombrilla encima de las cejas clavando su mirada verde sobre los bordes más lejanos del horizonte; dobló un poco hacia delante su musculoso cuerpo y exclamó:

¡Es ella!, lo sabía, es ella, ¡sabía que vendría!

Alcanzó a ver sobre las brumas del océano un pequeño tren amarillo con franjas rojas que venia rodando veloz y suave por las turbulentas aguas tropicales con dirección a la pequeña rada que dibujaba el contorno de la playa.

--Sólo ella, pensó de manera equilibrada, --podría haber producido el milagro de venir en un tren sobre las aguas, --Sólo ella, quien no sólo violaba todos sus sueños sino que también le había enseñado a producir espejismos con las manos.

Y aparentemente era ella porque además sintió su olor de bosque virgen al tiempo de ver con claridad su rostro hermoso de pequeños ojos orientales. Conducía de pies el pequeño tren y traía un short anaranjado combinado con unas bermudas verde clara. Salió raudo por la costa colmada de palmeras de hojas agonizantes de sequía, sin sentir ya el sol implacable que devoraba sus poros ni el peso de la arena candente sobre sus pies descalzos.

Carmen estacionó el tren en el fondo de la ensenada, bajó con una sonrisa radiante y empezó a correr hacia él chapaleando las espumas que en la orilla dejaban las olas que se alejaban presurosas como para ver mejor ese encuentro maravilloso. Parecían dos chiquillos; Jean Paúl llegó sudoroso al encuentro y abrió sus largos brazos como un cristo crucificado para abrazar la nada. De nuevo Carmen había desaparecido como un relámpago en la oscuridad. Cayó de rodillas, aflojando las piernas, sin hacer caso a dos nuevas lágrimas que venían a formar parte de la colección que se inició con su partida.

Pero esta vez no se rindió como otras tantas veces, se le vio pararse ágilmente, caminar de nuevo con firmeza hacia su roca, y una vez allí colocó ambas manos alrededor de la boca, a manera de megáfono y se oyó el retumbo de su voz ronca cargada de una melancolía que rompía de pena los corazones de los bañistas que escuchaban:

¡Mis labios reclaman tus besos, amada mía! ¡Tendrás que venir, Carmen!, ¡hoy no me iré de aquí sin ti!, y prosiguió protestando a los vientos del norte:

¡No sobreviviré sin tus ternuras, Carmen!, ¡regresa cielo mío!, ¿nos ves que muero, no ves que tu ausencia taladra mi alma hasta un dolor que no soporto ya?

Jean Paúl Humeaux había sido quizás el más afamado saltipamki dominicano; empezó a trabajar en hoteles ribereños como guía turístico, pero su cuerpo atlético, sus finos modales, su vasta cultura, su amor por la poesía, por los idiomas y la literatura en general le llevó a liderar la federación de chulos playeros llamados Saltipamkis, quienes en su mayoría, apenas sabían leer y escribir.

--Parece un Dios Negro, más de una vez se oyó decir a algunas de aquellas mujeres rubias de ojos de colores que le seguían como cachorritas no se sabe si por su poderosa personalidad física o por su trato personalizado. La cuestión es que hizo una fortuna de las carteras de aquellas turistas europeas, norteamericanas, y canadienses que hacían cola para aproximarse a este gigoló culto y no tenían reparos en el valor de sus regalos en efectivo. Según se dice cobraba los honorarios más altos y exigía hoteles de cinco estrellas, libros y música de grandes maestros. Todo ello hasta conocer a Carmen, una hermosa poetisa atlántica que según atestiguaban los residentes, exhalaba erotismo hasta en sus ademanes.

Sus noches eróticas eran interminables, -se amaron y se amamantaron- todavía dicen, como también indican que cuando se encerraban en la casa veraniega que alquilaron a la orilla del mar, la marea subía lo más alto para formar olas que luego sucumbían sin aspavientos formando pequeñas cascadas entre las rocas que, a su vez producían diminutas burbujitas a las que la luna le obsequiaba un tono cristalino-amarillo, y que titilaban como las estrellas al ritmo de las sacudidas de sus cuerpos desnudos, y en cada orgasmo producían un espectáculo tan maravilloso como el de las auroras boreales.

Se supo que a su partida, Carmen le prometió volver por lo que Jean Paúl haciendo caso omiso a los consejos de sus compañeros, abandonó definitivamente su rentable profesión para esperarla. –Volverá, aseguraba con pasión.

Atrincherado a su roca se conmovió con una nueva visión. Ahora temía que una escuadra de barquitos de papel que venía hacia él dirigido por aquella hermosa mujer gordita de rostro exótico, largos cabellos, con el traje y el kepis de Almirante de los mares fuese otra fantasía de su mente trastornada por su deseo vehemente de besarla. En la medida en que los barquitos avanzaban, empezó a oír unos tambores lejanos y de nuevo hirió su olfato aquel aroma de bosque verde, sin embargo, dudaba, y al final parece que la cordura había regresado a su conciencia porque a pesar de no que no quitaba la vista del ejército de barquitos, susurró:
--¡Son mis espejismos, mis hermosos espejismos!

Los que al parecer también le hacían oír que ella, desde su barco líder le gritaba: --Te prometí volver y volví, Jean Paúl, regrese porque te amo.

¡Y Yo también te amo, vida mía, mi corazón no late desde que te fuiste! Contestó con toda la fuerza de su garganta, perdiendo de nuevo la prudencia, al tiempo que observó desconsolado que el barquito bandera hizo un giro de 60 grados, regresando mar adentro seguido por los demás.

--No amor, -Gritó desesperado- regresa, no sabes cuanto te quiero!.

--Y yo también te amo, “el reloj de mi vida se paró el mismo día que dejé de verte”, sintió su voz arrobadora que le susurraba al oído a la vez que el tam tam de los tambores estallaba más cercano y aquel perfume de madera lo sentía tan cerca que parecía salir de su propio cuerpo.

-¡Son mis espejismos!, ¿porque he de sufrir tanto? dudó, y cuando la opacidad empezaba a nublar sus ojos para dar paso a la salida de nuevas lágrimas sintió que una mano suave tocaba su hombro mientras otra acariciaba su pelo aceitunado:

--Te amo, Jean Paúl, siempre te amé, por eso regresé, repitió de nuevo la voz, como un secreteo.

Entonces comprendió; un espejismo de los tantos que había fabricado se escapó; se escapó de sus manos y ya no volvió a dibujar princesitas en la arena.

©Joan Castillo

27 de Abril de 2005.

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La tentación. De Suprunaman

  17.06.10 08:35, por , Categorías: Suprunaman, CONTEMOS CUENTOS 21
Brian Ballard (Irlanda 1943)

Y de la siguiente forma empezó a narrar ésta sofisma:

Sed sobrios y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar; al cual resistir firmes en la fe, sabiendo que los mismos padecimientos se van cumpliendo en vuestros hermanos en todo el mundo.
Pedro 5:8,9

Creedme hermanos que aquella mujer, inteligente como una zorra me hizo dudar de mis ojos y provocó en mi mente tal desbarajuste que acabé pensando que las nubes eran humo, que los rayos del sol flechas, que mi hermano mi enemigo y su mujer la mía.
Creedme hermanos, no juzguéis mi acto como tal, fue una locura pasajera, si pudiera redimir mi pecado estad seguros que lo haría, pero… como devolver la vida a Esculapio.
Creedme hermanos que aquella mujer era una Diosa maligna, guió mi espada a su antojo, y yo como un títere.
Era bella aquella mujer, pero la silueta que proyectaba se asemejaba a una serpiente de cascabel susurrante, hipnotizante: ”Tu hermano Esculapio tiene todo lo que quiere y tú eres cobarde y necio. Mátalo, tuyas serán sus pertenencias, sus esclavas, sus riquezas y su esposa. ¿Vas a permitir que un pequeño badén te prive de poseer todo lo que el tiene, todo lo que deseas?"
Por favor hermanos, creedme que así fue como sucedió, me hipnotizó, por favor, no me colguéis como un vil delincuente.

¡Cloc!, sonó a crujir de vértebras, sonó a muerte de asesino.

Suprunaman 24/11/06

El Olor de la Cebolla de Joan Castillo

  16.06.10 05:50, por , Categorías: Mis autores favoritos, Mis amigos

"Joan nos ha dejado" Con esta frase amanecí ayer. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, una sensación que aún hoy tengo. El dolor de la pérdida de un amigo, de alguien con el que has compartido, aunque sea en la distancia, tanto, es indescriptible. Tal vez es esa misma lejanía la que le da a este hecho un toque surrealista, pues nunca se ha tenido la amistad del todo, me refiero a que faltaba el contacto, el verse, sentirse, llorarse, y reírse juntos.
Durante todos los años en los que lo conocí (desde el 2002), la vida siempre sentí que se hacía fácil en su presencia. Era cordial, encantador, afectuoso y muy buena persona. Tenía talento, y lo mejor de todo, no era dado a los alardes, simplemente era natural. Es por esa naturalidad que la mejor forma que tengo de homenajear al hombre, al amigo, al hermano, a Joan, es dejando un texto de su autoría, de esos que tanto nos gustan por buenos, para que lo leáis.
En este El Olor de la Cebolla, se palpa el amor y la admiración que sentía por nosotras, las mujeres. Es un cuento con un erotismo desbordante, sensual. Olores, sabores y sensaciones que se alían en una historia palpitante. Al terminar de leerlo, te da la impresión de que has ejercido de voyeur, y has disfrutado haciéndolo.

¡Ay Joan! ¡Cuánto te añoraremos!
Espero y deseo que su familia, y las personas que le han querido más allá de todo, como yo lo he querido, comprendan y acepten mis palabras, pues han surgido desde la admiración y el cariño que he tenido y siempre tendré hacia esta gran persona, este excelente escritor, este gran hombre que es y será Joan Castillo.

Bill Brandt (3 de mayo de 1904 - 20 de diciembre de 1983)

EL OLOR DE LA CEBOLLA

Hace ya tanto tiempo que la abandoné, a Ana, que no sé si hice bien en regresar. Me parece que nada ha cambiado. No hago más que acercarme a nuestra casona y ya siento el desagradable olor de los condimentos, ese olor a carne tostada por la cual hace dos años me fui; antes de entrar ya molesta mi olfato ese tufo mezclado de pescado frito y manzana fresca, el mismo hedor por el que una vez me quejé y sólo me dijo que podía largarme cuando quisiera. Y me marché, y ahora no sé porque volví.

Acabo de entrar y ya tengo el estómago revuelto con la hediondez a huevos fritos con mantequilla en escabeche de oréganos y pimentones que inunda la sala. No quiero, aunque se que terminaré sentándome en ese sofá que hiede a bacalao precocido. Tendré que acostumbrarme de nuevo a verla llegando de la carnicería con esos filetes de res chorreando sangre que tanto me asquean y el olor de la cebolla, ese olor protervo que desencajan mis ojos en un rojo encarnado que me produce lágrimas hirvientes y dolorosas. Prefiero no subir a nuestra habitación porque ya sé como aturdirá los nervios de mi nariz esa repugnante emanación de vainilla, hierbabuena y azafrán que golpea fuerte desde que abro la puerta.

Volví, y puedo reparar que ella está donde le gusta, en la cocina, y sé perfectamente lo que está cociendo ahora solo por el ruido que hacen las cacerolas, porque hasta eso aprendí, sé cuando está cocinando una paella, un guiso, un asado, tanto por el olor como por el ruido que hace con los tenedores, los cuchillos y los cucharones; así como interpreto al dedillo los olores, por igual aprendí a identificar en los ruidos que salen del cuarto de la grasa —como suelo llamarle— sus estados de ánimo. Porque Ana cocina silbando, cantando, tocando las ollas, las cucharas, y comiendo. ¡Que barbaridad! Ahora mismo sé que está untando los pastelillos de la miel que cubre su cuerpo desnudo, lo que significa que está contenta, que espera a alguien. ¿No será a mí? Quiera Dios que no cante su detestable estribillo: ¨Amo mi cocina, laralalalara, amo mis guisados, laralarala…

Creo que ella no se ha dado cuenta de que estoy aquí, sentado en este sillón donde tantas veces hicimos el amor rodeados de frutas y cajas de chocolates bendecidos por el fétido olor del arenque estofado. Parece ser que quise perderme porque no podía soportar la pestilencia de las zanahorias escaldadas, ¡como detesto el hedor de los pescados y mariscos hervidos! Y ¡como tiemblo cuando escucho los golpes secos de la cuchilla sobre la madera cuando descuartiza un pollo fresco! Y ¡como lo disfruta ella!. Quizás ahí pueda estar la clave de mi regreso, el que no pude reconocer, y aceptar a tiempo que la cocina es su credo y su única religión, a la que debí someterme.

—¿Quién está ahí?

¿Cómo diablo sabe que hay alguien aquí si entré disimuladamente porque quise darle una sorpresa? Nunca vi unas manos más hermosas que las de Ana y sin embargo no recuerdo haberlas visto desprovistas de ese hedor combinado de ajo, cebolla, pescado, o vegetales. Nunca pude acariciar esos senos tan hermosos sin tener que soportar la terrible peste del vinagre, y besarla a ella —es innegable— es como besar a una diosa por esa lengua tan suave y su saliva siempre tibia y agradable ¡Pero me maltrata ese aliento de fresa, de limón o de chocolate! Y que decir de introducir la lengua con todo y boca dentro de su gruta caliente como un volcán apagado a recoger las almendras y nueces previamente introducidas por ella como si de un juego se tratara…

Ella no sabe que soy yo quien estoy aquí, desconoce que regresé, y está donde siempre, con sus amores de siempre, me la imagino introduciéndose los guineos por los agujeros de su estrecha vulva y su ano, mientras disfruta con deleite el golpeteo de la cacerola hirviendo las habichuelas, y el movimiento de las carnes cuando penetra la cuchara, escucho sus manos lanzando la harina para hacer los bollitos, mientras se introduce el cucharón, aún caliente, por su vagina. Estoy seguro de ello porque me llegan como un eco sus siseos, sus gemidos suaves de satisfacción. Esos ecos —supongo— llegaron hasta mi tranquila isla y al parecer favorecieron mi decisión de regresar.

¡Antonio, sé que eres tú, recibiste mi carta y volviste!

Si, claro, su carta que leí ayer, pienso que si, que esa carta tuvo que ver con mi regreso tan inesperado, la carta… la carta… aquí está:-¨Querido Antonio, ¿porque no vuelves a encerrarte en mi sudario de vellos negros para observar desde nuestra ventana la mediocridad de mis vecinos con tu estaca atravesada entre mis nalgas? Te necesito, Antonio mío, necesito ver tu pañuelo tapando la nariz porque odia el olor a la cebolla de mis manos, mientras tu proyectil perfora mis extrañas como si buscara mi alma, o quizás la encontraste y te la llevaste amor mío. Te la llevaste a esas tierras lejanas dejando mis agujeros vacíos de ti, de la rudeza de tu bate de carne caliente apaleando mis hendiduras ¿Por qué amor? ¿Qué te hice que no fuera mezclar tu semen con bizcocho para alimentarme y de esa manera complacer tus más sanos deseos? Regresa, Antonio mío, regresa a introducirte entero entre mi cueva para que puedas observar la oscuridad que te aterra, y a comerte mis labios, y beberte mis caldos mientras trituro y acaricio con mi lengua las fresas del otoño. Aún te quiero, Ana.¨

¡Antonio, coño, no te hagas el de rogar, sé que estás ahí, volviste como todos!

¨!Como todos!¨. Sí, todos regresan a Ana, todos, hembras y varones, regresaron como regresé yo. Y seguro estarás pensando hacerme lo que a ellos, lamer sus nalgas después de 30 días sin bañarse, recoger a lengüetazos y beber sus sudores de ajo, de cebolla y de mugre. Eso les hizo a todos, a varones y hembras que hoy la reniegan, y eso tratará de hacerme a mí: Meterme un rábano por el culo para chuparlo y comerlo mientras acaricia mis testículos; empujar un huevo hervido en su vagina para que yo lo saque con mi lengua, lo pele con mi boca y no los comamos entre ambos sin utilizar las manos. Es lo que ha hecho con todos y por eso la temen.

¨!Como todos!¨. Por eso la carta, me imagino que esa misiva se la hace a todos, y me llama a la cocina para hacer el amor sentados en la estufa con sus hornillas encendidas ¿Cuántas nalgas de hombres y mujeres habrán salido de esa cocina achicharradas? Desea la cocina para escuchar el aceite hirviendo y combinarlo con el sonido de mi sangre que también hierve cuando se sienta encima del refrigerador, abre sus piernas y con sus dedos abre sus labios para mostrarme el último reducto de su intimidad, se introduce un vino de cocina entero y agarra mi cabeza con dos cucharones y me obliga a beberlo hasta la última gota.

¡Antonio, coñazo, si deseas puedes irte por donde mismo llegaste!

¿Podré irme? ¿Tendré fuerza para abrir esa puerta, o la abriré y después no podré llegar al aeropuerto? ¿No habré regresado para comprobar el insólito placer que disfrutaron sus anteriores amantes cuando orina en sus bocas abiertas llenas de galletitas y luego le restriega su vulva para comprobar que se tragaron hasta la última pizquita? ¿Acaso no volví para conocer el secreto placer de sentir un cigarrillo encendido en mis testículos mientras Ana acaricia mi pene atado con hojas de vergel y de albahacas mientras me obliga a degustar un bistec encebollado? ¿O para ser colgado con la cabeza hacia abajo para azotar mis nalgas con un plátano hasta que el dolor produzca una erección a mi falo y un posterior orgasmo? ¿O para que yo recoja con mi lengua las hormigas feroces que coloca en sus nalgas mientras aprieto su cuello hasta dejarla sin aliento? ¿No es eso lo que quiero? ¿Carne al carbón con mermelada de ajíes? ¿O que me baje al sótano amarrado y desnudo para que horrorizado, me huelan y laman sus lobos hambrientos? ¿Acaso no fue la búsqueda de esos dolorosos placeres por lo que regresé? ¿O acaso la amo?

¡Antonio, coño, acábate de ir y déjame para siempre!

De nuevo me llega ese maldito vaho de la cebolla y de nuevo no sé porque estoy aquí. Pero no puedo negar que me embriaga, me dejo envolver de esos olores apestosos de huevos, rábanos y apios guisados…y cebolla; y camino –no lo puedo evitar- Me dejo ir en pasos cortos y titubeantes hacia esa cocina donde no hay duda que me espera una experiencia perversa e inevitable.

Y la encuentro, a Ana, como siempre, en un rinconcito, descalza, frágil como una muñequita de porcelana desnuda, titiritando de frío y de miedo, con un racimo de uvas blancas que muerde con tanta impaciencia que algunas caen en su regazo y se humedecen de sus lágrimas; me descubre y penetra sus grandes ojos azules en los míos en una mirada carente de sensualidad, pero con un deseo enorme de ser amada afectuosamente, decentemente.

Mientras el rugir de las ollas me asegura un suculento manjar de bienvenida… me pierdo en los universos de su vorágine… en el olor de la cebolla.

Como los otros: varones y hembras.

©Joan Castillo
28 de Noviembre 2005

Podéis leer más creaciones de Joan Castillo en los siguientes enlaces:

http://www.servercronos.net/bloglgc/index.php/chajaira/joancastillo/
http://www.servercronos.net/bloglgc/index.php/chajaira/2010/06/22/barna-075-jpg
http://www.servercronos.net/bloglgc/index.php/chajaira/2010/06/17/pb260210-jpg
http://www.servercronos.net/bloglgc/index.php/chajaira/2010/01/10/image065-2-jpg
http://marimorgana.blogspot.com/2010/06/joan-castillo-no-te-has-ido-del-todo.html
http://www.servercronos.net/bloglgc/index.php/monelle/2009/07/17/jazz-en-el-infierno-de-joan-castillo
http://www.grupobuho.es/biblioteca/17949/el-olor-del-cuchillo
http://www.grupobuho.es/biblioteca/17848/la-ira-de-la-serpiente
http://www.grupobuho.es/biblioteca/17569/venganza-ciega
http://www.grupobuho.es/biblioteca/16895/la-soga
http://www.grupobuho.es/biblioteca/16378/una-persecucion-implacable
http://www.grupobuho.es/biblioteca/17950/los-guardianes-del-bosque
http://www.grupobuho.es/biblioteca/17877/la-mercancia
http://www.grupobuho.es/biblioteca/16894/la-chica-del-campo-de-magnolias
http://www.grupobuho.es/biblioteca/16377/mi-nombre-es-rencor

Amigo Joan, allá donde estés deseo que seas feliz. Te quiero mucho.

Fotógrafos en las Islas Columbretes 8

  15.06.10 23:50, por , Categorías: Mis imágenes
Fotógrafos en las Islas Columbretes o ©CRSignes2008

En busca de Coral Cristal

  15.06.10 20:06, por , Categorías: Cuentos

Parte I

El crepúsculo dejaba tenues rayos arrebol sobre la superficie del mar. Lola revoloteaba en el agua tratando de calmar la inquietud que sentía en ese momento. Su tía Kika, disfrutaba de la tibieza del astro rey, mientras aspiraba profundamente el aroma infinito del azul y sal.

Lola no paraba de moverse, hasta que sintió en un costado el coletazo de su tía. Lola soltó un gemido que se terminó diluyendo entre los suspiros de Kika cuando vio desaparecer por completo la luz rojiza del sol, que ya empezaba su cambalache con la blanca luz de la luna.

- ¿Ahora si, tía?- Preguntó Lola.

- Si Lola, ahora si.- Contestó Kika, sumergiéndose de inmediato hacia las profundidades marinas, seguida por Lola que nadaba junto a ella.

Kika era una hermosa ballena gris-plata, y se hacía cargo de cuidar a Lola, su sobrina, una pequeña y linda ballenita rosada que vivía con su tía desde que sus padres murieran en una horripilante caza de ballenas, donde solo sobrevivió ella.

Las dos emprendieron un viaje un tanto misterioso, y hasta peligroso. Se dirigían a la tierra de Coral Cristal. Un lugar ubicado en la última grieta del suelo del océano. Ahí vive el viejo curandero, sabio de sabios, genio de todas las magias, conocedor de todos los poderes.

Se conocían cientos de historias sobre él, pero nadie sabía si eran verdad. Se decía que él posee el don de la sanación, y es por eso que Kika y Lola se decidieron a ir en su busca.

Al parecer, el color rosado de Lola no era normal, y Kika creyendo que se podría tratar de un mal fatal, decidió correr todos los riesgos necesarios para salvar a Lola de fenecer sin haber vivido lo suficiente.

Pasaron algunas horas nadando, siguiendo cuidadosamente, a un grupo de noctilucas que servían como guías hacia Coral Cristal. Cada vez las aguas se tornaban más frías y oscuras. Tuvieron que ofrecer soborno a una banda de anguilas delincuentes que dominaban algunas zonas cercanas a la gran grieta.


De pronto, cuando solo se podía ver gracias a la fosforescencia de sus guías, ahí estaban, justo frente a la gran hendidura en el fondo del mar. Ahora, tendrían que seguir solo ellas dos.

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Los Elementales. Capítulo veinte: En la superficie visible. De Monelle

  15.06.10 06:44, por , Categorías: Monelle, CONTEMOS CUENTOS 21
Fuente imagen Internet

Anna regresó alterada. Había tenido un pequeño accidente mientras aparcaba en el hipermercado, un incidente sin consecuencias pero que le iba a suponer un aumento en la póliza de seguros. Aquél desbarajuste llevó al traste con parte de sus planes; le dolía no poder hacer el pastel. Depositó un par de pizzas aún calientes sobre la mesa mientras nos explicaba lo sucedido. Por suerte consiguió sosegarse.

Veo, estimados míos, que este mundo es complicado aunque reconozco sus ventajas. Me gustaría disponer del tiempo suficiente para su estudio, pero intuyo que no podrá ser.

Durante la comida Julien disertó sobre las ventajas e inconvenientes de nuestra época. Al terminar tuve la tentación de llevarme a Anna hasta nuestro cuarto, aún seguía nerviosa, pero desistí. Confiaba en que el relato fantástico sobre las Ondinas conseguiría calmarla.

—No deseo entrometerme, pero me ha dado la impresión de que desean estar solos. De ser así lo comprendería.
De ninguna manera —interrumpió Anna. —Continúe.

Le pasé el brazo a Anna sobre el hombro. Mientras nos acomodábamos en el sofá, Julien agachó la mirada.

Se me antojó esperarla, querida mía, pues deseo compartir mi experiencia con usted, ya lo sabe. No se pueden imaginar lo duro que resultaba para un anciano como yo tener que ocultar estos hechos, no poder hablar con nadie, argumentar sofismas con los que justificarme esperando no ser descubierto. La importancia de este último contacto, del empleo de la última oración, logró sacarme de mis casillas. Consideraba que los días pasados eran tiempos perdidos; estaba convencido de que no me lo podía permitir. Debía juntar agua de varios lugares, por ese motivo recorrí los cuatro puntos cardinales de la comarca de Béziers buscando el líquido necesario que fui introduciendo en un baden abierto lo suficientemente grande como para contener una buena cantidad de litros. El lugar que había previsto para el conjuro se hallaba en la ribera del Orb en un pequeño abrigo a unos kilómetros del pueblo. Al llegar volví a tener la sensación de no encontrarme solo. Me aseguré de que nadie había podido seguirme. Seguramente era fruto de mi nerviosismo.
“¡Rey terrible del mar!...”
Vociferé.
“...Vos que tenéis las llaves
de las cataratas del cielo
y que encerráis las aguas subterráneas
en la cavernas de la tierra...”
En la superficie visible de la cuba, cientos de pequeñas siluetas chapoteaban nerviosas intentando salir
.

Monelle/CRSignes 23/11/06

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