ENMASCARADO GATUNO
Este es el cuento de un gato. No es un gato común, es un gato especial. Y lo es porque este gato está convencido que no es sólo un felino, sino que es un mapache. Cada noche, sale de su guarida ubicada tras los botes de basura del patio trasero de la iglesia y se dispone a correr una nueva aventura. Se pone un antifaz color negro, se lame los bigotes, se alisa la cola y salta por los tejados en busca de su pandilla que se esconde entre los arbustos del bosque.
Es una banda de marrulleros ladronzuelos que se dedican al pillaje de la pequeña e indefensa aldea. Los lugareños están cansados de tanto abuso por parte de esos escurridizos camaradas peludos, y han puesto trampas por doquier para evitar el ultraje al que son sometidos. Pero esto no basta para detener a los pillos. Son ágiles y pendencieros. Siempre hurgando y robando la comida ajena. Es más fácil adquirirla con ciertas mañas, que trabajar por ella, comentan entre sí.
Una noche el gato enmascarado decidió pasear libre de sus compinches. La luna redonda y brillante le provocaba cierta nostalgia. No sabía que le pasaba. Por primera vez, en su soledad, escuchó el maullido de otros como él; de su misma especie. Un calambre le recorrió las entrañas. Se confundía con las ganas que sentía de desahogarse con esos mismos ruidos, influenciado por esa luna llena. Con denuedos, caminó de regreso a su guardia. Era mejor esconderse.
Por un oscuro sendero escuchó de nuevo un maullar. Esta vez no era el canto lunar, era mas bien un lamento. Busco entre el ramaje y encontró enroscado y tembloroso, un felino como él. Se acercó y vio que se trataba de una hembra. De pelaje negro y lustroso y ojos verdes translúcidos. Estaba gravemente herida. La cogió del cuello y la arrastró hasta su refugio. Ahí lamió con esmero sus llagas. Le ofreció un trozo de remolacha, y sin entender el porqué, maulló como nunca a la noche.
Al siguiente día, retozaba entre claveles con su compañera de bigotes dorados. Su vida de fierezas y delincuencia quedaba olvidada en los recuerdos. Se quitó el antifaz, enlazó su cola con la de su amada y comenzó a vivir como gato. Ahora está convencido que nació gato y morirá gato, pero en su corazón siempre será mapache.
El ASTRONAUTA
-Este es un extraño planeta. ¿Dónde estará mi nave espacial? Soy un astronauta. Visto el traje de astronauta, entonces lo soy, pero, ¿dónde estará el cohete que me trajo hasta aquí?- Esto se preguntaba el astronauta. Y si que lo era.
Había despertado de un largo sueño. Se sentía desvelado. Abrió los ojos y se vio parado en medio de un lugar desconocido, ambiguo. No había vegetación ni agua. Solo grandes estructuras. Hierros y metales pesados. Algunos parecían oxidados. Eso lo hacía deducir, que si había oxido en ese lugar, también debía haber oxígeno.
Pero dudaba. Decidió que lo mejor era explorar el área y después vería si era prudente quitarse el casco de vidrio. Este le pesaba demasiado al igual que el abultado traje blanco. No contaba con una brújula para localizar el norte, así que lo dejó al azar. No se alcanzaba a distinguir algún rastro de firmamento. No veía el espacio abierto tan repetido en libros. Era solo una especie de cielo caliginoso, sin luz.
El camino era difícil. Muchos obstáculos extraños. Algunos tan altos como bardas que tenía que desviarse y buscar como seguir adelante, o atrás. No se sabía para donde iba. Al pasar por en medio de unos gigantescos armazones, alcanzó a mirar a lo lejos un brillo.
Se dirigió hacia allá. Entre más se acercaba, se convencía que era luz. Llegó a una esquina. Un ángulo que presentaba un orificio por donde entraba la luz. Se acercó tanto que aun a través del cristal de su casco, percibió una fragante aroma a hierbas. –¡Plantas!- Gritó emocionado.
Buscó como salir, pero fue imposible. Siguió explorando. Así pasaron varios días. Sabía que cambiaba el tiempo, porque la luz del orificio, se apagaba de pronto, y así mismo se encendía. Él hizo su propio tiempo tomando como referencia ese punto luminoso. Había ocasiones en que se sentía tan cansado, que solo se quedaba tendido en algún terreno estable y observaba. Le parecía que algunas de esas cosas que miraba, eran herramientas gigantes, cables trenzados, tuercas y tornillos.
Ahí se quedó a vivir para siempre. El astronauta es un pequeño muñequito que mi Abuelo guardaba celoso en su baúl de herramientas. Hasta hoy, el astronauta sigue ahí, arrumbado entre recuerdos oxidados. Tal vez el astronauta era el guardián de su baúl…tal vez.
Inesperado. De Suprunaman
Había cagado en un tiesto, tan guripa como era; únicamente esto había encontrado en aquel zulo al que llamaba casa.
Era un zurullo grande y hermoso, sin pensárselo metió las manos en el tiesto y empezó a amasar aquella boñiga. Primero hizo una pelotita, casi era redonda. De una de las estanterías sacó un tarro que contenía musgo, estaba recubierto por una gelatina viscosa, aquella planta resultaba milenaria. Hincó los dedos en la caca e hizo un surco, posteriormente escupió y la saliva resbaló por la pendiente que había realizado. Alzó el excremento a la luz de aquel sol que iluminaba el cubil, no estaba mal.
Pensó entonces que un lolailo que cantara por “soleares” le daría alegría y salero a aquella escultura y se afanó en crearlo, pero este se sentó a la sobra de unos hierbajos, se sentía solo, —ya lo tengo, le fabricaré una cuadrilla de gitanillos para que le hagan palmas— pensó, y así lo hizo; los dispuso alrededor de una hoguera flameante donde cantaron, comieron, bebieron y se regocijaron.
Pasaron siete días y aquel artista se cansó de ver el espectáculo de los “cantaores”, quería experimentar con otras materias, con otros sonidos… así que cogió la bola de mierda con una mano, hizo un arco de noventa grados y lanzó aquella esfera verde y azul a la que llamaba Tierra a un cubo, encima del recipiente cilíndrico, un cartel pegado y escrito con letras mayúsculas culminaba con la palabra ESPACIO.
Suprunaman 06/06/06
El salto
Dio las últimas puntadas. Se aseguró de que quedara firme. No podía fallar. Lo dobló cuidadosamente, y atándolo a su cintura saltó.
Quien le iba a decir a aquel desencantado sastre, que salvaría su vida gracias al cargamento de tejidos y máquinas de coser que portaba en su recién estrenado oficio de piloto.
CRSignes 2003
La casa de las imágenes. De Crayola
Paredes viejas y cansadas. Ladrillos guardando en su polvoriento rojo grandes secretos. Grietas ocultando voces insospechadas. Todo el lugar encierra el misterio del tiempo sobre el tiempo. El marco ideal para un nuevo refugio que sirve de escape a una cuadrilla de intelectuales, de locos creadores, y de musas perdidas. En ese mismo lugar, paseaba por largos pasillos coronados por grandes arcos con olor a pasado, con aroma a vida añeja. Un par de galerías con sus blancos paredones vestidos de cuadros del artista en turno. Las recorría despacio, en silencio, perdiéndome en cada pincelada. Después era escoger una mesita. Alejada del tráfico de lolailos y guripas que como yo, también buscaban huir del mundo de afuera. Un café me acompañaba en esas tardes. Un café negro con un pintadito de leche. Dos de azúcar. Una servilleta y un bolígrafo hacían de herramientas. Entre sorbo y sorbo de bebida, dejaba salir de mi mente lo que mi corazón sentía. Escribía palabras que sin ser poemas formaban frases únicas para él. En esa vieja casona, soñaba con sus ojos color miel, sus labios delineados y su bigote dorado. Ahí imaginaba las miles de escenas que podríamos vivir juntos. Ahora entiendo el nombre del lugar: “La casa de las imágenes”. Sí, así se formaban frente a mí todas las imágenes posibles del amor. Ahí flameaba con mi mente y mis hormonas la sensualidad y la sexualidad que despertaban en mí, cuando lo conocí a él. Un estanque con peces de colores. Un cantante narrando historias de hadas. Era un espacio donde el reloj sucumbía ante las sensaciones. Un día lo llevé a conocer el sitio. Lo invité a entrar en mi mundo. Fue como dejar salir de un zulo toda una vida. Le mostré mi interior. Mi verdad. Mi pasión. Estoy segura de que ahí nos enamoramos aún más. Entre símbolos. Entre su imagen y mi imagen.
Crayola 06/06/06
El 163
Las calles apenas transitadas de la ciudad que crece, que se moderniza, son un cúmulo de sorpresas. “Lo traen los tiempos —dicen—, hay que acostumbrarse”. Pero la expectación despierta tantos recelos como ilusiones.
Hace un mes que monté a mi hijo, al pequeño de apenas seis años de edad, por primera vez en el tranvía. Pensé que sería más terrible para él. Subimos en Paseo de Gracia, miré su carita y comprendí que aquello era grande. No sé el porqué me lo había imaginado asustado, agarrado a mi cuello o enredado entre mis piernas, suplicándome que le bajara de aquel cacharro que corría tanto, pero no fue así. Él mismo insistió en que le soltara. No paró de saludar a las mujeres, a los ancianos, y como no a los niños. Vi en sus ojos el orgullo que despierta sentirse envidiado.
El paseo se alargó un buen rato. Delante de nosotros el trajín de la ciudad acelerada, de los vehículos rodantes, de los carromatos y carruajes tirados a caballos, de los ciclistas desafiando al vehículo, no cesó. Algunos intrépidos peatones se cruzaban en el último segundo, confiados en su agilidad y los reflejos. Las carreras improvisadas de los ciclistas que atraviesan zigzagueando delante de nosotros siguiendo los rieles, son divertidas. El fulgor del sol se cuela por los cristales, su fuerza se refleja en ellos, y te deslumbra. Por un momento el recorrido se detiene para que el 168 siga también su marcha. Otro día subiremos en él. Mi hijo no se cansó. La ciudad se muestra hermosa, resplandeciente, parece nueva sobre el tranvía.
Cuando lo creí conveniente, tomé su manita y lo aupé. Bajamos antes de que se detuviera. El niño rió con gusto. Ya en el suelo corrió a su lado hasta agotarse, pero su excitación aún perduró un rato. Estirando de la chaqueta me dijo. “Papá, papá, quiero más”. Con mi negativa no conseguí que callara, siguió insistiendo. Tuve que prometerle que volveríamos a subir a la siguiente semana. Y así lo hicimos.
Hemos convertido estos paseos en una costumbre, en un mal vicio dice su madre. “Las calles se han vuelto peligrosas con tanto tráfico”, comenta. Ella y sus manías.
Mañana montará con nosotros por vez primera. Creo que podremos hacerle cambiar de parecer.
CRSignes 240509
Palabras para el "Contemos cuentos 9"
En el plazo de quince días que duró este número 9, hicimos uso obligatorio en nuestras historias de las siguientes palabras:
ARCO
CUADRILLA
FLAMEAR
GURIPA
LOLAILO
ZULO
Para la segunda semana de la quincena, la propuesta consistió en centrar nuestros relatos en un espacio en concreto, o bueno, en sus alrededores, pero éste debía estar directamente relacionado con la historia, por lo tanto tomar un papel importante en la narración. Ese lugar fue.... ¡una cabina telefónica!
Prosa 20 de diciembre de 2008
Ves mi piel, es blanca, tanto como las flores depositadas a mis pies. Derramada como la nieve sobre la lápida fría observo el inmenso cielo, velo del abismo que me absorberá de un suspiro.
Así tan desnuda y pálida, me arrebatará cada gota de rocío de los ojos. Mis párpados desaparecerán para que no deje de ver nunca cada día agotado entre sábanas de espejismos.
Ya no soy dueña de las horas, desprovista de toda tela me cobijo sin miedo en las garras del infierno.
Chajaira.
El gran golpe. De Naza
—Los calamares son "preces". —El Bolo no daba más de sí. Entrecerró los ojos y entreabrió la boca, ese rictus lo tenía desde hacía quince años y así se quedó.
—No digas tonterías, los calamares son cetáceos que viven en el mar de Abisinia.
Le respondió el Lalo que sufría dislexia por culpa de aquella tontería suya de aprenderse el contenido de una enciclopedia Álvarez en una noche.
—Yo estoy convencido de que cuando demos el gran golpe, tú sabrás elegir la isla donde retirarnos a vivir como auténticos reyes. —Le decía el Bolo mientras apuraba la última calada de su porro.
—Ya te digo, le tengo echado el ojo a una isla en la que estaremos como en el paraíso.
El Lalo se sentía halagado por los piropos que su compañero le propinaba todos los días.
— ¿Y cuando daremos ese palo que nos haga millonarios? —El Bolo no cerraba la boca pero cuando formuló la pregunta su mirada era maléfica.
—Mañana, —dijo el Lalo mientras doblaba el periódico y lo ponía sobre la mesa — pero no se lo digas a nadie.
—No tronco, yo controlo. La primera vez que te vi me dije, “este tipo es legal”. Desde entonces no me separo de ti.
—Sí, soy un tipo endiabladamente listo. Mañana te lo demostraré. Será un golpe limpio, sólo al alcance de una mente privilegiada como la mía.
— ¿Y cómo lo haremos?
Preguntaba a ráfagas, parecía una metralleta. El tonto estaba entusiasmado.
—Mira el periódico. —El Lalo habló con la soberbia de un autentico malvado. Empleando una misma entonación el Bolo comenzó a decir.
—“Vendedor de la ONCE del barrio de Capuchinos da su tercer premio gordo en un año. Los afortunados recibirán seiscientos mil euros cada uno.”… ¿Y? —EL Bolo no entendía.
—Está clarísimo, lo secuestraremos y le forzaremos a que nos diga el número que va a salir. Si ha dado tres premios podrá dar un cuarto. —Dijo el jefe con autosuficiencia.
—Ya, —respondió el otro, no muy convencido. —Tengo una pregunta, Lalo. ¿Cómo se llama esa isla paradisíaca donde nos iremos con los millones?
—Isla Cristina. —Le susurró el capo.
— ¡Ah!
El Bolo por primera vez en mucho tiempo pudo cerrar la boca de la impresión.
Naza 04/06/06
La Dama de Blanco
El local era pequeño. Les recibió el alcalde con la intención, después del montaje y las pruebas de sonido, de entregarles el sueldo pactado. Para aquellos músicos, que apenas si comenzaban una larga carrera de feria en feria, resultó curiosa aquella anécdota, nunca habían cobrado antes de actuar. Se acercaron al único bar del pueblo, cenaron algo y regresaron para ultimar el espectáculo.
Hacía horas que el pueblo festejaba el final del invierno, pero sería el baile en el local popular, el final certero que pondría la guinda a la fiesta. Todo iba viento en poca, el sonido de los pasodobles, las cumbias, la salsa y las rumbas, tenían respuesta entre los pocos jóvenes de la comarca que dejaban su piel en cada uno de ellos, y algún que otro matrimonio mayor más atrevido, el resto se limitaba a mirar. Nada se podía torcer. “A saber cuántos romances surgirían aquella noche”, pensaban los músicos que sabían bien de lo que se auguraba en el devenir de aquellos festivales. Lo sorprendente llegó a mitad del baile. Aquella forastera, que irrumpió sin avisar, alta, de piel fina y clara, con ojos verdes y una larga melena que variaba su tono dependiendo de la luz circundante, despertó toda la expectación del mundo. Con una amplia sonrisa como único saludo, entró decidida oreando el ambiente. Ya en la tarima desde dónde los músicos hacían sonar sus instrumentos con dudosa maestría, esperó. En pocos segundos, la rodearon todos los presentes. ¿Quién era aquella hermosa mujer que mantenía su boca cerrada? Nadie la oyó hablar.
Por unos minutos se desvivieron intentando averiguar qué era lo que buscaba, qué necesitaba, o quería. Su contorno era un ir y venir de gente ofreciéndole vasos repletos de la mejor cosecha de sus caldos, bandejas de jugosa fruta, pero ella permanecía indiferente, semejaba no importarle nada. El tiempo pareció ralentizarse, y la canción del fondo no terminar nunca.
Sin mediar palabra se levantó y salió del local, la siguieron sabiendo dónde les llevaba, y por qué lo hacía.
Un ligero temblor acompañó la transformación. Al tiempo que perdía su belleza y juventud, la dama dejó caer su manto blanco sobre el piso y desapareció.
Los músicos que quedaron solos sin comprender nada, decidieron aguardar para ver qué sucedía. Ante la tardanza recogieron sus bultos y partieron cansados de esperar. La nevada selló sus huellas con el blanco manto del invierno que terminaba.
CRSignes 160109
Mediometro (2ª Parte Un cambio de hábitos). De Locomotoro
Después de aquello, decidí un cambio de aires. El marrón no me sentaba bien, así que me dirigí al pueblo de mi ex, que en paz descanse.
Pocos me conocían allí, aunque yo conocía a todos. Me presenté a Papi, que era como llamábamos al padrino. Se alegró mucho de verme, aunque estaba muy anciano y dudo que con esas endiabladas cataratas me reconociera, eso de llamarme mamá me pareció sospechoso.
Así que me puse a trabajar de nuevo. Me compré un traje nuevo y me crucé con Mediometro.
Mediometro no es que fuera enano, no... era el enterrador del pueblo. Dos metros por delante, culo estrecho y cara de gorila anormal. El caso es que Mediometro era vago para todo... incluso para enterrar. En cuanto había hecho medio metro... tiraba el fiambre. Las noches de lluvia intensa eran todo un espectáculo de Halloween y a la mañana siguiente, como si se tratara de un maleficio Mediometro tenía que volver a cavar. Todos queríamos mucho a Mediometro, había confianza con él y por aquello que el chico tuviera una agenda ordenada... antes de hacer un trabajo, los muchachos pedían hora.
Tenía sentido del humor. A veces, acompañaba al doctor con el metro en la mano en sus visitas al hospital. "Bromas de enterrador" decía.
El caso es que Papi, tenía a Mediometro entre catarata y catarata... y ya en su lecho de muerte, dijo a lo que pensaba era su madre:
—Antes Mediometro que yo... pero sin preces—. El Papi sabía cómo halagar.
Un sábado le dije a Mediometro con aire de desdén.
—Medio.... hazme un huequecito para mañana a eso de las tres.
— ¿Y la carne?— preguntó.
—La carne la llevaré yo— contesté.
A la mañana siguiente, Mediometro cavó, yo llevé al calamar, otro.... pringao, alguien tenía que tapar el agujero y a mi no me pagan para eso. Pero Mediometro no se lo imaginaba y el pobre se meó encima.
De vuelta al pueblo, con la satisfacción del trabajo bien hecho, me crucé con Ráfagas, el dueño del puticlub, que dicen los garrulos.
— ¿Te has enterado? Papi se ha levantado— me dijo.
Aún llevaba el metro de Mediometro en la mano... ¿a quién no le gusta tener un recuerdo de los colegas?
—Venga... llévame a tu casa— Le dije a Rafa —Hoy brindaremos por los colegas.
Locomotoro 02/06/06