El encargo
Severiano había nacido para pintor. Obediente y respetuoso complació a unos padres empeñados en su licenciatura en leyes. Heredó antes de cumplir los 30 años de edad, antes incluso de contraer matrimonio con Justina.
-Un mundo plagado de belleza surge de tus manos.
Apenas si se conocían cuando Justina pronunció estas palabras al ver por vez primera sus pinturas.
Sabedor de que ese no debía ser su destino no cejó su empeño por conseguirlo. Sacrificando horas de estudio asistió a clases de pintura y pudo ser testigo de la eclosión y participar en el desarrollo de las “vanitas”*, hecho destacado que llenó su vida de extravagantes obsesiones.
Siguiendo las doctrinas dictadas, pronto sus cuadros comenzaron a ser conocidos. Los encargos aumentaron por lo que tuvo que abandonar el ejercicio legal para dedicarse en exclusiva a la pintura.
Su mujer se negaba a entrar en el estudio. Claramente le conminó para que se deshiciera de todas aquellas aberraciones o le abandonaría. No soportaba la idea de compartir el lecho en aquellas condiciones. Calaveras y huesos esparcidos por doquier, se apilaban junto con animales disecados y naturalezas muertas de todo tipo. Un olor acre lo inundaba todo y ni el fuerte aroma del óleo podía disimularlo.
Pero el no se rendía, quería demostrarle lo positivos que eran sus esfuerzos. Cada nuevo encargo se convertía en un reto para que su obra trascendiera.
Don Luis Alfonso Galán de Reyes era un caballero temeroso de Dios más conocido por sus excesos que por sus virtudes, llegado el último tramo de su vida y decidido a expiar sus culpas, pensó en una representación singular para que en su mausoleo tuviera la imagen de persona piadosa que andaba buscando.
Severiano se empleo a fondo y en poco tiempo tuvo acabado el encargo.
Orgulloso del realismo conseguido, le pidió a Justina como último favor que pasara a verlo y ésta, haciendo acopio de la admiración que por él aún sentía, accedió.
Tal fue el horror registrado en aquél cuadro que no dudó en exclamar:
-¡La muerte se ha apoderado de tus manos!
Fue la última vez que compartió el mismo cuarto con él.
Un inhóspito e incandescente ambiente fatuo lo enmarcaba todo. Las grandes puertas, protegidas por un inconmensurable cancerbero de horribles proporciones, se abrían ante un desmembrado esqueleto que guiaba a un caballero con los ojos vendados al interior del Averno.
Carmen Rosa Signes Urrea, 25 de octubre de 2005
*Vanitas: Concluido el Renacimiento, la cultura y el arte pictórico Europeo, sobre todo en España, Francia, Países Bajos e Italia se vieron invadidos por una obsesión desmedida hacia la muerte y los miedos por el juicio final, que desencadenó en la creación de las vanitas, bodegones de elementos alusivos a la vanidad de las cosas del mundo, que venían a indicar lo transitorias e insignificantes que todas ellas son ante la llegada de la muerte.
La mirada
Su cabello se alborotaba por el rápido caminar. Ese rojo hiriente, impreciso y alegre, que lo iluminaba, desprendía reflejos hipnóticos que, en ocasiones, semejaban el fuego que consumía mi corazón, para menguar, otras, al candor de las hojas caídas de los árboles en otoño. Aún repito una vez y otra… ¿Por qué miras para atrás a cada paso? Sigue flotando en mi interior esa pregunta.
Caminabas con inquietud, como si temieras por algo. Si hubiera sabido lo que te abrumaba, tal vez, todo hubiera sido distinto. Mantenías esa tensa y fugaz mirada al pasado de tu recorrido, escrutando cada rincón medio oculto, moviéndote tan ligera que apenas si reparabas en lo que te rodeaba.
¡La suerte me acompañó aquel día! El azar quiso que te pararas justo enfrente de mi. La tardanza en descargar el carbón, para las calderas, quiso que, durante al menos dos minutos, te quedaras inmóvil, momento que aproveché para perderme en tu rostro. Te diste cuenta de que no dejaba de mirarte, mientras limpiaba, guata en mano, los coches de caballos estacionados en la calle. Por un segundo cruzamos nuestras miradas. Mi rostro mohíno, se transformó. Y me sonreíste.
¡Qué rápido sucedió todo! Algo se interpuso en el espacio que compartimos por un instante. Otro rostro; otro reflejo; otra expresión; algunos gritos, tacos malsonantes y amenazas; un zarandeo violento, de imprevisibles consecuencias… y tú, implorando clemencia. La mano homicida se introdujo en la carne, rompiendo la vida. Escudriñé el rostro de aquel hombre. Le empujé, pero el daño ya estaba hecho. Creí ver, en sus ojos, antes de caer a sus pies, la visión perdida que provoca la sangre recorriendo desde el prepucio hasta la nuca, la fijeza del orgasmo; la de la entrega cuando se consiguen conquistar los sentidos. Creí ver en mis manos, impregnadas en rojo, el color de tus cabellos. ¡Sonreí! Mi propia sangre me confundió.
Pero tu mirada no me la inventé. Aún la siento. Mientras te alejabas, de la mano de mi asesino, tus lágrimas me llenaron de amor.
Carmen Rosa Signes Urrea, 12 de mayo de 2006
La muerte de los amantes de Charles Baudelaire
Charles Baudelaire de Las Flores Del Mal
Tendremos lechos llenos de ligeros olores,
divanes tan hondos como tumbas,
y en los estantes insólitas flores,
abiertas para nosotros bajo cielos más bellos.
Empleando a porfía sus últimos ardores,
nuestros corazones serán dos grandes antorchas,
que reflejarán sus dobles luces
en estos espejos gemelos que son nuestros espíritus.
Una tarde hecha de rosa y de místico azul,
intercambiaremos un único relámpago,
como un largo suspiro colmado de adioses;
y más tarde un Ángel, entreabriendo sus puertas,
vendrá a reanimar, fiel y gozoso,
los espejos turbios y las llamas muertas.
AVE de Ricardo Acevedo
Todo comenzó antes de tí….. (Anónimo).
-Estoy a nueve Parsec de tí, puedo sentir tu aliento. Ave, Ave, Ave
Luego de billones de años, estamos juntos otra vez, como al principio. -Recuerdo (esa era mi función) lo molesta que te pusiste cuando fui elegido Explorador.- ¿Tenías que ser tu? - Dijiste.
Mientras yo te hablaba de….” Privilegios“, “de la comunicación con otras civilizaciones“, “del conocimiento“…. y era nuestra última noche. Porque al otro día (EL DIA DE LA PARTIDA), cuando todos celebraban, mi mente superaba la velocidad de la luz, en el interior de una semiesfera indestructible.”La memoria de los Dioses“, en todo mi ser bulle la sabiduría de un universo que desapareció, hace ya mucho tiempo. Mas yo existo en cualquier dimensión y la duda me es ajena. Aún así el Cosmos no responde al grito, ecos tatuados de pirámides; monolitos, rostros herméticos, párrafos de un mismo pasado por los que no corre ni una gota de vida. Es así, que ubico tu canto (que existió siempre), y me dejo conducir. Ave, Ave, Ave
Entro en la atmósfera, la fricción quema la celda protectora. LIBRE! Y estoy junto al árbol. Ahora debo ser cuidadoso, camuflaje perfecto, el más atractivo de sus frutos. Ella aparece por el camino, leo claramente sus pensamientos:
“…. mas del árbol de la Ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieras, ciertamente morirás“. Repito su nombre, y este devuelve su reflejo.
Ave, Ave, Ave
Eva, Eva, Eva La última clave ha sido conjurada y sus dientes clavan mis carnes en placentero dolor.
Ricardo Acevedo Esplugas
Los siete velos

Cuando el primero es liberado, las miradas aviesas se pierden en los dobleces oscilantes esperando, quizá, contemplar el cimbreado vaivén de marfileño tono. Hay quienes abandonan la sala con un atisbo de asco o desprecio. No fueron capaces de descifrar el trabalenguas garabateado de formas sinuosas, casi las mismas que dibuja con su cuerpo y que le dan nombre. Aquellos movimientos precisos de grato efecto, que asombran a las mujeres, son correspondidos con la cadenciosa admiración y los suspiros de los redivivos y embelesados asistentes. Se pierde otro velo por el suelo. Muchas envidian la facilidad con la que la exótica pantomima despierta el deseo. Y ae lamentan de la distancia que las separa de la belleza y de la juventud malograda.
La envolvente convulsión de las caderas acompaña el recorrido de la siguiente y sutil prenda. En los ojos casi desorbitados de un anciano comienza a surgir una lágrima. ¡Ya no se excita! El fin de sus proezas amorosas ha llegado. Abatido, se resigna en la contemplación y el recuerdo.
Los brazos tatuados en henna serpentean estratégicamente acariciando el aire, mientras se desprenden del cuarto velo. La danza transcurre en el espacio inamovible del pensamiento de los espectadores y cada cual la sitúa y percibe de forma distinta.
Como el vuelo primerizo de un cuco, otro velo se desliza en el aire. El cuerpo bullente despierta pasiones extrañas. No hay espacio que no le pertenezca. Sus movimientos casi imposibles mantienen a los asistentes en tensa espera. El ritmo se acelera, tintineante agitación que los mantiene unidos. La música da color a la lujuria.
No hay lugar para el descanso. Este velo no cae, ¡ella lo arranca! Lo arroja sobre el rostro desconcertado de un joven, casi un niño que atrapado por su danza, cede en el objeto regalado, aspirando las esencias y el aroma de especias y de hembra.
Sus piernas se deslizan sobre el suelo alfombrado en visones plateados acompañando el ritmo acelerado de unos sones que al fin anuncia el clímax del acto. Y el último velo se pierde en el camino. Desvalidos y enredados en la sensual entrega de su cuerpo repleto de erotismo, todos enmudecen con el transitar de la danza de los siete velos que parece no terminar nunca.
CRSignes 27 de enero de 2006
Ilustración: The dance of the almeh de Jean-Léon Gérôme (Vesoul, 11 de mayo de 1824-París, 10 de enero de 1904)
El plectro

El sonido de tu salterio llega hasta mí como el aroma de los almendros, ya en flor.
-¡Ariadna! No pares nunca de tocar. Tus artes deben forman parte de una estrategia para atrapar las almas de nosotros, ¡pobres mortales! Que caemos rendidos al embrujo de tus sones.
Voy a contarte una historia. Cuando las edades no importaban, en una isla dedicada al amor y el arte, más allá del mar, una mujer, Safo, lloraba al ver cómo a su amante le sangraban los dedos por obsequiarle con el placer de la música. -Mira tus dedos amor mío –le dijo. ¡Traidor egoísmo! No deseo dejar de escuchar tu cítara mientras, rendida a tus pies, te contemplo. Pero la sangre que, en un descuido tuyo, hasta mi llega abrasa mis sentidos. Safo agotó la noche ideando la forma de evitar su sufrimiento. Hasta que, con sus propias manos, le dio forma al remedio. -Traigo esta ofrenda al altar de poética ensoñación. A este jardín en donde nunca se debió derramar ni una gota de tu sangre. La concha nacarada de un molusco, nos ha cedido su belleza para poder conservar la tuya intacta. A tus manos retornará la perfección y la armonía. El agua del mar que te sanaba, nos ha obsequiado el remedio. ¡Tómalo! Y regala a los dioses una dulce melodía mientras, desde tus pies, sigo adorando la magnificencia que nos rodea y a la que perteneces.
Dedicaré mi existencia a adorarte, Ariadna.
Proeza entregada de la que solamente tú serás testigo. No le haré ascos a nada. Desde que te conocí no he hallado lo que pueda causarme rechazo. Tu música ha conseguido abrir en mí los sentidos.
Intentaré como Safo obsequiarte. Voy a confeccionar una funda de visón para proteger tu instrumento de los rigores del invierno. Así, sus notas saldrán igual de cálidas todo el año.
Tatuaré sobre mi piel la melodía que suena para impregnarme del encantamiento. Y este trabalenguas que soy incapaz de interpretar yo mismo, vivirá y morirá conmigo.
Ni el canto de los cucos, ni el de los ruiseñores podrán igualarlo.
Cuando con la mirada aviesa*, perdida por el poder de tu música, sueño con permanecer eternamente a tu lado, imagino que el plectro hará sonar las notas de mi piel con tus caricias.
Redivivo en ti cada vez con más fuerza. Y te entrego mi vida al igual que tú me entregas la música.
Carmen Rosa Signes, 25 de enero de 2006
Hablar como el agua De Luís Oliver Guasp
Era como un rocío de asombro, cuando su voz aparecía en la penumbra de la habitación matizado con un fondo de música blandamente sincopada. Se preguntaba ¿cómo podido llegar hasta allí? Muchas veces le habían explicado aquello del dipolo radiante, las oscilaciones entretenidas columpiándose en las bobinas de cobre, el incomprensible camino del éter. Pero en vano. Le parecía mentira que la voz llegara con tanta calidez y dulce desenfado, unas veces con tintes casi tropicales de naranja o palmera; otras como bañada por un mar lejano del que eran recuerdo las conchas y estelamares que dormitaban en la estantería.
¿Quién era la dueña de voz tan sugerente? Como el manar de sus palabras había modelado un paraje extraño donde ubicarla. Se la imaginaba en una ventana abierta junto a una mesilla salpicada por diversos papeles, cuyo contenido de leyendas lanzaba al aire de la media tarde que le llevaba arriba y abajo, al país de las nubes y al ajedrez de las calles y manzanas de una ciudad bullente, para acabar depositándolo en un patio de luces, precisamente aquel donde asomaba su cuarto abigarrado.¿Y la música? También llegaba música.
Las notas viajeras debían proceder, sin duda, de un piano pequeño instalado a un paso de la mesilla y el pianista no podía ser otro que un inquieto mono bermejo al que probablemente ella le habría puesto de nombre Marcabrú. Y así, por tal cascada de amenos desvaríos andaba el pensamiento que habitaba el recinto vocalmente invadido. Carmen, al llegar a la ventana de comunicaciones se sumergía en un bosque de fábulas y luego dejaba que Marcabrú levantara el castillo de notas musicales sobre su piano. Arropada por la melodía, se colgaba del vuelo de una nube circulante en forma de gaviota que, a intervalos, cruzaba el espacio divisable. Cuando la nube se perdía de vista, ella se quedaba prendida en la transparencia del viento y solo bajaba una vez extinguida la última nota de la canción que fenecía. Así, le sorprendió un día algo inesperado. Un soplo de brisa, descargó de súbito, por la ventana, un tropel de hojas secas en amarillos y ocres, cubrieron la mesa, el piano y al desconcertado simio de oro viejo, hicieron del suelo de azulejos la senda de un parque en otoño y una esencia de humedad y enigmas se dejó sentir en el ambiente. Marcabrú no tardó en atreverse con las hojas intrusas y a puñados, las tomaba y esparcía por la estancia. ¿Pero cómo? ¿Van escritas? Cierto, todas llevan algunas palabras intrigantes. “¡Ya tengo una historia para la próxima semana!” Diciendo esto, Carmen recogió una cuantas de aquellas páginas peregrinas hasta que consideró que tenía suficiente. Caía la tarde con su esplendor acostumbrado y ya no tenía nada más que hacer en la ventana, de manera que se despidió del mono y salió a la calle con su cuadernillo de hojarasca. Se preguntaba sobre quién sería el autor de tan natural extravagancia. Como era de carácter jovial se inclinaba a dibujar en la imaginación las quimeras más afortunadas en torno al remitente fantasma. Lo representaba todo rodeado por cestas llenas de castaño de indias, puestas allí cuidadosamente para que fermentaran despacio con la sutil alquimia de varios mohos aromáticos. Se figuraba en unos estantes los frascos de la tinta verde cromo con las que escribía en los vegetales aquellas palabras errantes. Suponía en fin, una atmósfera de busca y horas poéticas sin límite. Pero acaso no imaginaba las telarañas del tiempo, las cadenas de hierro y niebla inmutables a pesar del óxido del verano. Y acaso no sabía de los lienzos oscurecidos que pendían de los muros, cobijo de un espacio donde llovía su voz intermitente, cambiando el juego de luz a más dulcificado. Al margen de muchos aconteceres cotidianos un pensamiento vacilaba como la llama de un cabo de vela: ¿se puede romper siquiera una brizna de verdad en un arroyo de palabras? Ciertamente, sí. Incluso una palabra sola tiene siempre algo de verdadero, un destello de realidad cercana. Entonces ¿cuál es tu preocupación? A veces las palabras, se nos van de las manos y sugieren, por su cuenta, reflejos dorados no previstos. Ese era el temor que rondaba al habitante del cuarto. Hacia nueve días desde que viera partir el tumulto de hojas secas, confiadas a una ráfaga tibia del norte. Recordaba la subida a la azotea llevando a cuestas el cestón rebosante de frondoso amarillo, el levantar la carga por encima de la cabeza y el surgir del espeso chorreón de hojas volando, sobre los tejados, hacia su destino. Recordaba también el tumulto de las golondrinas y vencejos, cuya alarma, al verse atropellados formaba una red de largos chirridos en la quietud atardecida. Y tales recuerdos le causaban alguna zozobra pues pensaba que aquello no tenía vuelta atrás. Más aún, el momento en que las consecuencias de todo ello se haría patentes estaba a punto de llegar. Siete campanadas cayeron pausadamente por la rendija de la ventana, luego la sintonía, como la evocación de un país remoto se apodera del tiempo unos instantes para bajar enseguida a segundo plano. La voz de lluvia, con su fragancia de tierra mojada comienza a verterse en un amable saludo que desemboca encima de una música diferente y después otra canción húmeda.
Ahora reaparece la voz y su acento de mujer cálido y apacible va trenzando una inverosímil y casi descabellada narración que dice de este modo: Hablar como el agua. “Era como un rocío de asombro, cuando su voz aparecía en la habitación matizado con un fondo de música blandamente sincopada. Se preguntaba como podía llegar hasta allí…”
Luis Oliver Guasp - Castellón 1992