Los siete velos
Cuando el primero es liberado, las miradas aviesas se pierden en los dobleces oscilantes esperando, quizá, contemplar el cimbreado vaivén de marfileño tono. Hay quienes abandonan la sala con un atisbo de asco o desprecio. No fueron capaces de descifrar el trabalenguas garabateado de formas sinuosas, casi las mismas que dibuja con su cuerpo y que le dan nombre. Aquellos movimientos precisos de grato efecto, que asombran a las mujeres, son correspondidos con la cadenciosa admiración y los suspiros de los redivivos y embelesados asistentes. Se pierde otro velo por el suelo. Muchas envidian la facilidad con la que la exótica pantomima despierta el deseo. Y ae lamentan de la distancia que las separa de la belleza y de la juventud malograda.
La envolvente convulsión de las caderas acompaña el recorrido de la siguiente y sutil prenda. En los ojos casi desorbitados de un anciano comienza a surgir una lágrima. ¡Ya no se excita! El fin de sus proezas amorosas ha llegado. Abatido, se resigna en la contemplación y el recuerdo.
Los brazos tatuados en henna serpentean estratégicamente acariciando el aire, mientras se desprenden del cuarto velo. La danza transcurre en el espacio inamovible del pensamiento de los espectadores y cada cual la sitúa y percibe de forma distinta.
Como el vuelo primerizo de un cuco, otro velo se desliza en el aire. El cuerpo bullente despierta pasiones extrañas. No hay espacio que no le pertenezca. Sus movimientos casi imposibles mantienen a los asistentes en tensa espera. El ritmo se acelera, tintineante agitación que los mantiene unidos. La música da color a la lujuria.
No hay lugar para el descanso. Este velo no cae, ¡ella lo arranca! Lo arroja sobre el rostro desconcertado de un joven, casi un niño que atrapado por su danza, cede en el objeto regalado, aspirando las esencias y el aroma de especias y de hembra.
Sus piernas se deslizan sobre el suelo alfombrado en visones plateados acompañando el ritmo acelerado de unos sones que al fin anuncia el clímax del acto. Y el último velo se pierde en el camino. Desvalidos y enredados en la sensual entrega de su cuerpo repleto de erotismo, todos enmudecen con el transitar de la danza de los siete velos que parece no terminar nunca.
CRSignes 27 de enero de 2006
Ilustración: The dance of the almeh de Jean-Léon Gérôme (Vesoul, 11 de mayo de 1824-París, 10 de enero de 1904)
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