Enseñar a un niño a no pisar
una oruga es tan valiosa para el
niño como lo es para la oruga.
Bradley Millar
La cuerda sonó templada, de haberlo sabido hacer hubiese arrancado de ella las notas de una canción. Arrastraba sus pies por la superficie tensa asegurando cada paso antes de emprender el siguiente en un balanceo constante. Le resultó curioso sentirse tan ligero como para hacer sin riesgo aquel temerario ejercicio de equilibrio y destreza. Pese a desconocer la profundidad del abismo que se perdía bajo él, se dejó engañar por la atracción gravitatoria que su nave generaba y que, como un invisible hilo, le sujetaba para evitar peligros. Y así descubrió la gama de colores que la luz reflejaba en los objetos que le rodeaban. Como pétalos de flor, sobre su cabeza, grandes hojas filtraban los rayos de aquel decadente sol.
Había llegado el momento de recoger muestras. En cada uno de los frascos fue colocando: líquidos, fragmentos de hoja, flores, frutos y cortezas, incluso cargó el proyectil de rayos para poder tomar cenizas de un trozo de aquella cuerda por la que caminaba.
Le gustaban los retos, se crecía ante las dificultades, por eso cuando le dijeron que se buscaba un sustituto para ser el primero en valorar el potencial de aquel planeta y explorarlo libremente, se ofreció voluntario.
La alarma sonora le alertó de nuevo del tiempo que llevaba empleado. En breve debía sustituir las baterías que sustentaban su equipo, virar sobre sus pasos, regresar con prontitud. En realidad tenía que haberlo hecho mucho antes, cuando el primer aviso luminoso apareció, pero le pilló tan absorto en la observación que no fue capaz de verlo.
La estridente señal, tres pitidos cortos y uno largo y grave, retumbó de tal forma que le sorprendió. Le pareció que estaba solo. Aquel era un mundo silencioso. El único sonido perceptible se podía identificar como el crecimiento de aquella descomunal vegetación. Lo más curioso de todo se manifestó en la cuerda que le sostenía que vibraba al ritmo de la marca sonora, que se repitió varias veces.
Con el dispositivo de comunicación en su mano, se dispuso a ponerse en contacto con sus compañeros para narrarles la falta de incidencias. Ser portador de noticias penosas le hubiera derrumbado. No había encontrado ningún riesgo e imaginaba que aquellos recursos, aparentemente inagotables, salvarían a la humanidad. Sobrepasando las expectativas más halagüeñas.
—No puede ser de otra forma, comentó, tanta vegetación tiene que estar sustentada por una gran cantidad de agua pura, libre de sustancias dañinas, de parásitos. Tendríais que ver esto, sus colores, sus formas, me muero de ganas de comprobar los análisis. Estoy convencido de que este será un excelente lugar donde vivir, en el que perpetuar la especie humana. Regreso, tener todo listo…
La cuerda vibró por última vez, apenas quedó vestigio alguno de su paso salvo la alarma que siguió sonando hasta agotar la batería.
Nunca antes había atrapado nada por el estilo, ciega y sorda de nacimiento se guiaba por las vibraciones de la tela para capturar su alimento y ésta vibró, vaya si lo hizo.
CRSignes 15/05/2011
]]>La primera condición para la paz es la voluntad de lograrla.
Juan Luis Vives (1492-1540)
Ya no se firmaban en cientos de miles de hojas impresas tratados de no agresión. Aquellos documentos con sus firmas, timbres y decorados con ribetes, sellos y escudos, se habían sustituido con un apretón de manos, varias cadenas de e-mail y una conexión de vídeo vía satélite transmitida a todo el sistema.
A la hora pactada, ambos mandatarios cumplimentaron los trámites, en sus rostros no se reflejaba alegría alguna por el suceso. Los acontecimientos se habían precipitado y de la misma manera que un mensaje hubiera podía significar la mayor de las ofensas, se había conseguido la paz.
Con reticencia, como una molesta espina, se trataron los temas relativos a los muertos… ¿qué hacer con ellos? Dividiendo aquel sistema el cinturón de asteroides, frontera natural entre los dos planetas, fue seleccionado para ese fin. Abandonadas a su suerte en él: las armas y las naves empleadas en la contienda harían compañía a los muertos que ya descasaban allí.
En una pequeña habitación Marieta, la mujer más anciana del mundo, cómplice anónimo de los hechos, había sido testigo también del último de aquellos antiguos armisticios repletos de pompa y boato. Conectada para su mantenimiento vital —artificio obligado para el alargamiento de la vida—, se sentía feliz.
Marieta proyectó sus pensamientos hasta aquel lugar del firmamento. Le recordaba los campos de trigo de su pueblo al finalizar la última gran guerra del planeta convertidos en tumbas cubiertas por cruces hasta donde se perdía la vista. Millones de bajas en la que ningún hogar se libró de las pérdidas humanas. Fue por ese motivo que, al comenzar la guerra que hoy veía su fin, costara convencer a la población sobre la necesidad de una buena y correcta defensa, sobre la obligación de dar todos un poco para mantener la paz.
Marieta, que sabía muy bien el precio que se pagaría, intentó evitarlo, pero no consiguió nada. Y los caídos de ambos bandos comenzaron a pesarle. Millones de muertos y ochenta años después, Marieta creyó que sus esfuerzos por detener aquella barbarie se habían visto finalmente cumplidos y ya podía morir.
Frente a su asistente Marieta escribió un último mensaje. El robot que vigilaba las máquinas que la sostenían en vida desconectó su sustento. Marieta creyó que eso la mataría de inmediato pero no fue así. Y entonces hablo. Lo hizo sin cesar dirigiéndose hacia el autómata que ni tan siquiera tenía habilitado el oído. Marieta le contó a su confidente cómo después de años de esfuerzos encontró la solución, el misterioso mensaje conciliador que consiguió el milagro contenía dos únicas palabras, las mismas que salieron de su boca antes de fallecer:
—Te necesito.
CRSignes 23/05/2010
]]>Algunos libros son inmerecidamente olvidados; ninguno
es inmerecidamente recordado. (Wystan H. Auden)
Desde el espacio era imposible apreciar la barbarie, nada hacía sospechar el esplendor perturbado del que fuera el planeta más importante del Imperio.
Hans arribaba a un mundo desmembrado, la confusión era mayor en las zonas habilitadas como aeródromos. Miles de naves partían sin destino establecido, mientras que otros, supervivientes a los bombardeos, campaban a sus anchas, sin control, intentando proteger lo poco que logró salvarse de los saqueos.
Pequeños brotes verdes asomaban entre aquella tierra castigada a no ver la luz del sol durante milenios. La naturaleza recuperaba con este suero revitalizador un terreno perdido. Nueva explosión capaz de cambiar la fisonomía de cualquier mundo.
La superficie visible escondía la identidad olvidada de los combatientes y las miserias de los supervivientes.
Aquellos niños nacidos en el subsuelo dentro de los pasadizos metálicos y privados de la exposición controlada necesaria para la adecuación a la vida en otros mundos mostraban en sus blanquecinas pieles, al contacto con la radiación solar, graves quemaduras.
Cada amasijo de retorcido metal contaba una historia: el Palacio Presidencial, las Cortes, la Universidad. Millones de vidas perdidas que apenas si contabilizaban en la estadística de los vencedores.
El material de desecho se convirtió en el reclamo que atrajo a muchos que, como él, buscaban enriquecerse. Quimera de oro, convertida en mercadeo de metal.
El horizonte dibujaba el perfil del destino que venía buscando. Para Hans el oro era de papel, ambicionaba hacerse con el botín de libros y manuscritos de la Biblioteca Imperial. Los robots fueron más receptivos a sus preguntas, por ellos supo de la existencia de una grieta en la parte posterior de la biblioteca que le permitiría entrar sin ser visto. Con el arma en la mano entró.
Hans soltó su Blaster. Miles de libros amontonados estaban a su alcance. El primero que tomó: Cartas y Citas de Hari Seldon, contenía las tablas con los cálculos manuscritos y la trascripción completa de las revelaciones del más grande de los psicohistoriadores, algunas jamás reveladas. Atrapó el único ejemplar conocido de la Cartografía del universo con los mapas de las rutas secretas de millones de planetas habitables y, según contaba la leyenda, las instrucciones precisas para alcanzar la tierra y una primera edición de la Enciclopedia Galáctica.
Llenó las mochilas, incluso los bolsillos con un tesoro capaz de proporcionarle tantos créditos como poder.
El asalto le pilló desprevenido. Un segundo después, besaba el suelo de pulido metal enzarzado en una breve pelea contra un enemigo, aparentemente invisible, que le arrastró hasta lo más oscuro del pasadizo. Allí logró arrancarle la carga, mientras él se revolvía intentando alcanzar su arma.
Le costó más identificar al insignificante ser que le había tumbado, que inmovilizarlo. Un simple movimiento de muñeca y podía haberlo partido por la mitad, pero el desenlace fue diferente al que hubiera deseado. De nada le sirvió su genio. Desde su costado brotaba la sangre a grandes borbotones. La vida se difuminó en un segundo. Hans había caído.
Por los pasadizos apuntalados de la Biblioteca de Trantor, el archivero, cargado con su preciado tesoro, desapareció.
CRSignes 23/10/2011
]]>Los muertos son los únicos que ven el final de la guerra.
Platón
A Ricardo por todo
—¿Qué sucede?
—Señor, es la primera vez que tengo un ente biológico muerto entre mis manos.
—¿Qué ha sucedido? Nos informaron de que esta es una zona libre de ellos. ¡Muéstremelo!
—No sé lo que es, pero es bastante grande.
—¡Infórmeme!
—Nos disponíamos a interceptar lo que pensamos tele-proyectiles —esos jodidos imperceptibles al radar—, y disparamos. Entre la saturación de explosiones vi caer algo y encontramos esta criatura.
—Sí que es extraño todo esto. ¿Ha sometido a estudio el animal?
—No, señor, antes quería informarle.
—Pues envíelo al laboratorio de inmediato, a saber que nueva se les habrá ocurrido. Por cierto, Sánchez.
—Usted dirá, señor.
—Cuando abate a un enemigo no sufre el mismo remordimiento que habiendo matado a este bicho.
—No, señor, usted lo ha dicho, es el enemigo.
—Puede retirarse. ¡No! Espere. ¿Se había fijado en esto que cuelga de la pata del pájaro? Parece… ¡Dios santo! Sánchez, es un mensaje codificado en el antiguo modo de registrar las palabras manualmente. Le felicito, acaba de interceptar, posiblemente, información relevante para el enemigo. Lo propondré para una medalla.
Dentro de una cápsula, fuertemente sellada, una diminuta tira de papel. De su tinta, casi emborronada, apenas si podía distinguirse algo. Parecía un antiguo mensaje. Finalizaba el siglo XXVII y ya nadie recordaba aquellos métodos primitivos de comunicación. Además las circunstancias hacían impensable el empleo de los escasos recursos naturales para fines tan poco éticos. Las guerras seguían dividiendo a los herederos del planeta, pero llegaron a un consenso para no perjudicar el entorno. Demasiado daño se había causado ya. Por eso aquel hallazgo adquiría mayor importancia, tanta, que informó a sus superiores y aguardó órdenes.
Tres semanas después, el campamento atesoraba un centenar de aquellos envíos, ordenadamente guardados, en espera de la decisión de unos superiores que parecían no querer atender a la urgencia e importancia de aquellas capturas.
Poco a poco, alguno de los soldados había intentado descifrarlos, un hecho que sumió aún más de incertidumbre todo aquel acontecimiento.
Los mensajes, en su mayoría breves y concisos, hablaban un poco de todo. Entre sus líneas surgieron peticiones de suministros, de munición, angustiantes notas de ayuda, conmovedoras despedidas e incluso alguna carta de amor. En todo aquel conjunto de frases quisieron ver plasmadas sus propias inquietudes.
Mientras tanto, los enfrentamientos continuaban. Largas horas de oscuridad, atenazaban el frío. Gigantescas naves, inmensas moles de acero cromado, impedían la contemplación del sol, no así el reflejo de sus propias imágenes —la defensa se hacía insostenible cuando a las pocas horas parecía que se luchaba contra uno mismo; la lluvia negra —pestilente amalgama de fluidos químicos— inundaba los campos, anegando la escasa salud de las tropas. Luego, las horas de fuego cruzado que obligaban a protegerse los ojos. Las bajas se contaban por centenares en aquellas trincheras. Pero así se decidió combatir, empleando los pocos lugares que con anterioridad se habían convertido en yermos páramos.
—¡Sánchez! Preséntese de inmediato en mi tienda y traiga las notas halladas en los animales.
Con el informe de trascripción y los análisis del pájaro, entró.
—Le presento al Coronel Koto Hatari. Ha venido como asesor histórico. Abotónese soldado. ¿Cómo se atreve a presentarse así? La respuesta que esperábamos es tan sorprendente como el hallazgo que nos preocupa.
—Debo pedirle máxima discreción y, como ya le dijera a su superior, la ocultación de todo lo relacionado con este caso. Nada ha ocurrido, decir lo contrario constituiría delito de alta traición. Y no se hable más del asunto. En paz queden. Suerte en la contienda. Lo están haciendo muy bien.
Sánchez quedó boquiabierto y sorprendido.
—Lo siento mucho, Sánchez. Yo tampoco comprendo nada.
—¿Quiere decir que me quedo sin condecoración?
…………………………
Las trincheras ofrecían un mal refugio, la podredumbre y el hambre arremetía contra una guarnición que las temían más que al mismo ejército enemigo que les acosaba. En su desesperación tan sólo tenían a mano aquellos pájaros que siempre habían representado esa paz que ahora se les deslizaba entre las manos. El asedio se hacía insostenible.
—Puede que no sirva de nada caballeros, pero al menos sabrán lo que nos ha sucedido y conocerán de nosotros, tal vez así consigamos ayuda.
Se repartieron las palomas mensajeras entre todos los habitantes de aquella trinchera, los primeros en recibirlas fueron los heridos y enfermos, cada uno de ellos anotó una deseo. Los pájaros volaron portando en sus patas peticiones de suministros, de munición, angustiantes notas de ayuda, conmovedoras despedidas e incluso alguna carta de amor.
El 13 de diciembre de 1914, 302 soldados murieron en el bombardeo de una trinchera sin que nada de ellos quedara para corroborar su existencia ni su fin.
Carmen Rosa Signes Urrea 27/04/2008
]]>Por alguna razón que nadie conoce la naturaleza
castiga a los niños haciéndoles crecer. (Anónimo)
Tres mil trescientos años después del despegue aquella nave seguía ruta. El destino miles de veces buscado, un sistema de red planetario que debería haber sido encontrado al primer intento, seguía sin aparecer. Es por ello que la nave, antes de ser interceptada, nunca se detuvo.
Jiserin se había agarrado con tanto empeño a su muñeca que al final optaron por introducirla junto a ella en la cápsula de criogenización. La elite de consejeros y sabios la había seleccionado junto a sus padres al ver en ella un alto coeficiente de inteligencia, hecho éste que no impidió que se comportara como lo que era, una niña asustada y confusa.
La cuarta sala de criogenización había entrado en la última fase antes de su apertura. Del resto nadie sobrevivió.
En medio de una nube de vapor condensado, provocada por la diferencia de temperatura, abrió los ojos. Alargó su delgada mano torpe en movimientos.
—¡Mamá! Tengo hambre.
Nadie contestó.
Aquellos extraños que habían interrumpido la trayectoria e invadido el espacio medio derruido de la vieja nave, eran incapaces de comprenderla, es más, se asombraban de que aquel ser encerrado, aparentemente, tuviera tanta semejanza con ellos.
Al abrirse la cápsula la rodearon decenas de personajillos minúsculos como niños, que articulaban con dificultad vocablos ininteligibles.
En su nueva condición sintió el agarrotamiento de sus articulaciones pese a la imperiosa necesidad de acción. Sus movimientos entrecortados, sin agilidad le impedían avanzar. Había sobrevivido al viaje. De entre los restos polvorizados de Jiserin la rescataron.
Era una muñeca y con los niños comenzó a jugar.
CRSignes 11/06/2009
]]>La necesidad es la madre de la invención.
(Provervio nipón)
Midori Akata había renunciado a un futuro de éxitos profesionales y grandes oportunidades en el extranjero, al trasladarse con su esposo al barrio Kita (北区), en Tokio. Diez años después, la rutina del hogar y el trabajo de su esposo Baiko en el banco habían conseguido relajar su mente, tanto, que ya casi ni recordaba que su nombre fue relacionado con una de las empresas más importantes del mundo gracias a los reportajes científicos que la revista Science dedicó a sus investigaciones en biotecnología.
Midori contemplaba, asomada al mirador, cómo se cuchicheaba al paso de Baiko. Algo no iba bien, Baiko no paraba de refunfuñar. Se había convertido en una fea costumbre. Lo hacía cuando salía a la calle, al cruzarse con los vecinos, en el Banco mientras trabajaba, durante el almuerzo, de regreso a casa, como saludo y al dar las buenas noches a su mujer. A Midori lo que realmente la inquietaba eran las posibles indagaciones que por curiosidad o morbo despertaran aquellos desaires.
Baiko estaba considerado por todos como un hombre agradable de trato, amable de comportamiento y sincero de conversación, es por ello que nadie comprendía aquella transformación. Un día, el director del banco le comentó: “La soberbia no es buena consejera” en clara referencia a la falta de cortesía que Baiko había tenido con él ignorándole al pasar por su lado.
Sus compañeros, preocupados al no reconocerlo así, decidieron enviar una nota a su médico de familia, gracias a ella éste se personó, a los pocos días, en casa de la familia Akata.
—Konnichi wa. ¡Qué placer volver a verla, Midori-san! Recibí un aviso, ¿puedo ver a Baiko? Sumimasen, no recuerdo la última vez que Baiko solicitó mis servicios… me parece no haberlo visto nunca por mi consulta. Quizá es que no está conforme de mi trato para con usted… Deseo comprobar a qué pueden estar debidos esos cambios de humor que me han comentado. Una úlcera tal vez... nada contagioso… Hará el favor de llamarle.
—Dômo arigatô gozaimashita, pero no puedo.
—No desea que le visite…
—No, no puedo porque no se encuentra aquí. Partió de viaje.
—Bueno. Le dice que pregunté por él. Le agradecería que pasara por mi consulta a su regreso, aunque si le parece puedo venir yo… Un hombre de tanto valor… Otukaresama —se despidió el doctor.
—Dôzo osakini —respondió nerviosa.
Sobre el futón del dormitorio descansaba Baiko. El espacio que ocupaba normalmente se había quedado pequeño. Mientras las baterías eran recargadas por la corriente eléctrica, Midori seguía revisándolo, pieza a pieza, para intentar localizar la avería, sin éxito. Con los medios mecánicos del trabajo sería más sencillo.
Comenzó a planificarlolo todo. Lo que más le dolía, de regresar a su trabajo, era que el canalla de su jefe había tenido razón: “en menos de diez años regresarás y ojo que no te descubran, aún no está muy bien vistas las relaciones mixtas hombre-robot”.
CRSignes 26/02/2012
]]>Somos aquello en lo que creemos.
Wayne W. Dyer (1940-?)
El vuelo de las moscas junto a la ventana mitigaba el sonido que, desde la calle, emitían los vehículos que transitaban.
De poder oír posiblemente le hubieran molestado más los estridentes chirridos de sus articulaciones incompletas; de poder oler quizá le hubiese incomodado su oxidada fragancia, pero sus sensores no habían sido conectados. A él sólo le importaba completar su programación y para ello debía seguir buscando.
A pesar de su apariencia humana y la inteligencia de casi todos los grandes hombres del siglo XXI, seguía sin ser perfecto y era consciente de ello.
El primer programa que intentaron introducir en él, nada más nacer, fue el de autodestrucción.
−He fracasado de nuevo. Antes de desarmarlo me gustaría conocer por qué ninguno de los preceptos esenciales entró en su programación −se lamentó el científico.
El androide actuó en consecuencia. El suelo se tiño de rojo aunque él no supiera identificar el color, simplemente presintió el espeso líquido derramado. Antes de salir purgó sus circuitos, tomó algunos elementos que comprendió que le serían de utilidad y extrajo el dispositivo que le faltaba. Por vez primera intentó completarse sin éxito.
Durante horas recorrió el laboratorio. Con los logro se enriquecía, cada fallo cometido debía ser enmendado. Desgraciadamente los errores se acumulaban y, pese a su privilegiada superioridad, la huella de su paso cada vez resultaba más evidente. Se preguntaba por qué habrían escondido tan bien aquella pieza esencial si era tan imprescindible y dónde encontraría la que encajara a la perfección en su anatomía. Para aquella lógica cibernética resultaba inverosímil. Hubiera deseado recibir una respuesta coherente, pero los absurdos y grotescos movimientos de los humanos, que seguía sin comprender, no le habían sacado del embrollo en el que se había metido. Le molestaba aquella situación. De todas formas ya casi no quedaba nadie a quién acudir, a quién preguntar, pronto debería salir del edificio.
Le incomodaba contemplar el cuerpo sin vida de la recepcionista, así que después de colocar el corazón aún latente sobre su mano para introducirlo en el compartimiento, cerró sus sensores visuales y esperó que algo cambiara en él. Ese algo que le haría más humano.
La fuerte descarga eléctrica le dejó tendido en tierra. Los guardas, aunque tarde, habían llegado a tiempo.
CRSignes 20/04/2008
]]>El destino no reina sin la complicidad
secreta del instinto y de la voluntad.
Giovanni Papini (1881-1956)
Nada de lo que rodeaba a Ferdon era pequeño. Las gigantescas construcciones flotantes estaban unidas por conductos tubulares y cables de enormes proporciones. Aquella mega-estructura había sido creada para acoger a las naves extra-planetarias que, a millares, llegaban al que estaba considerado el mayor puerto mercantil y comercial del espacio.
Glamus 3 se había convertido en un gran centro comercial, en donde todo podía encontrarse.
Ferdon tenía un control absoluto de las distancias, de los espacios; nada podía escaparse a su menesterosa labor, algo que le proporcionaba una todopoderosa sensación. Apoyado por una sobria voz y la confianza total sobre el cumplimiento de las normas por él dadas, en el tiempo que llevaba desempeñando su trabajo en tan sólo dos ocasiones había tenido que recurrir a la fuerza.
La sucesión de andenes se extendía hasta perderse de vista. Durante siglos había crecido debido al aumento del tránsito entrante y saliente. Cuando uno de los apeaderos quedaba obsoleto, era inmediatamente reemplazado por otro. Lo soltaban de las conexiones de sustento y comunicación abandonándolo a su suerte, que no era otra que el ser desmantelado por alguna empresa de derribos.
Pero aquel poder tenía sus inconvenientes. Ferdon no recordaba la última vez que había pronunciado palabras de amor o frases amistad; la risa había desaparecido de su vida, así como el llanto; nada le conmovía. Aquel dominio casi sobrehumano que le confería su puesto había terminado por deshumanizarle. De repente, un instinto olvidado provocó que observara la última de aquellas terminales reservada al transitar de pasajeros. Como un punto en el suelo bruñido, un cuerpito inmóvil captó su atención. Sentada sobre su equipaje, una niñita se enjugaba las lágrimas. Nadie reparaba en ella, pero ella reparó en la imperceptible cámara y sonrió. Se despertaron en Ferdon sensaciones extintas. Sin atender a las consecuencias, apretó el botón que le desconectaba de su puesto. La plataforma flotante se desplazó unos metros hasta extraerlo. El aire reciclado se mezcló con la atmósfera pura del interior de su habitáculo. La avería fue inmediata.
Consciente de su acción, aplicó sobre sí el castigo correspondiente. Ferdon dejó de funcionar unos segundos después de lo previsto en los protocolos de sanción capital.
Durante dos ciclos completos, el puerto espacial quedó paralizado. Mientras, en la Terminal de pasajeros, una niña se reencontraba con los suyos después de que, afectadas de una extraña avería, en todas las pantallas del planeta se transmitiera la imagen de aquella pequeña perdida.
CRSignes 27/12/2009
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