TREN AL SUR: LLEGADA AL PUEBLO. De Espantapájaros
Por monelle elEne 20, 2014 | EnEspantapájaros, CONTEMOS CUENTOS 34
Aferrada a rieles y durmientes, la vieja estación trataba a duras penas de permanecer erguida, quizás tratando de mantener la orgullosa estampa de tiempos idos. Cuando era el punto de embarque obligado para el tráfico de cereales hacia todo el país. Pero hoy era solo un ruinoso pabellón oscuro como el azabache, de vidrios quebrados y puertas caídas…en fin, ya habíamos llegado al pueblo de Mulchen. Me sentía gratamente contento de aquella travesía en el coche de los comerciantes. En mi mente solo había un pensamiento: El viaje de retorno.
Nos habíamos alejado algunas cuadras de la estación, internándonos de lleno en el pueblo cuando a lo lejos escucho el silbato del tren con su original chu chu que anunciaba su partida.
El solsticio de verano traía consigo los agobiantes calores y el sol de medio día caía implacable y desesperado sobre las polvorientas calles del pueblo, que más que pueblo era un villorrio campesino de viejas casas de adobe con sus blanquecinas fachadas y tejas de arcilla. Por sus resecas calles transitaban una que otras tartanas tiradas por famélicos caballos y quiltros que salían rabiosos a ladrarle a su paso.
Algunos somnolientos lugareños capeaban el calor bajo la sombra de los aleros. Curiosos levantaban la vista al vernos pasar para luego volverla a bajar, como si dijeran: —Aquí no a pasao na`-.
—¿Cuánto falta mamá? —fue la angustiosa pregunta que le hice a mi madre mientras sentía en mis brazo el peso de los grandes bolsos con ropa usada.
—Falta poco —fue su escueta respuesta dirigiéndome una tierna y piadosa sonrisa
—Llegando a la plaza tomaremos la micro —acotó.
—¡La micro! —le dije mostrándole una desalentadora mirada. Ella solo sonrió
Así fue, minutos más tarde estaba sentado en un viejo autobús Caterpillar, el que entre tumbos y tumbos nos hacía saltar sobre nuestros asientos al transitar por los disparejos caminos de tierra. El corto viaje medió entre los continuos y molestos ronquidos del motor, los cacareos de las gallinas, los chillidos de los cerdos y el parloteo de los bulliciosos pasajeros, nuestro destino, -según mi mamá- estaba a tan solo a 30 minutos.
Álamo viejo, así se llamaba el lugar. Era una gran floresta de estos árboles, que uno al lado del otro, formando una hilera se perdían en la distancia.
—Aquí esperaremos hasta que nos vengan a buscar —dijo mi madre mientras tomaba asiento bajo la sombras.
Espantapájaros 30/05/2007
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