Los elementales. Capítulo cuarenta y cinco: Entre nubes. De Monelle
Por monelle elMar 12, 2012 | EnMonelle, CONTEMOS CUENTOS 27
Cerré los ojos para sentir aquel momento con mayor intensidad. No puedo precisar cuando cambió el aspecto de todo, cuando dejó de ser un cúmulo de agradables sensaciones, para convertirse en algo imprevisible y bastante aterrador; tampoco puedo hacerlo sobre el tiempo qué duró, pero dejó de sonar la melodía, para convertirse en un gran resoplido, que nos dejó aturdidos y desorientados. Los contornos se desdibujaron, tal era el movimiento de aquellos seres aéreos, que giraban a gran velocidad alrededor nuestro. Intenté abrazar a Anna, pero nos habíamos separado, rompiendo nuestra unidad. Íbamos a la deriva en aquel tembloroso espacio circundante. Al parar, comprobé la solidez del suelo. Estábamos desconcertados. Julien, no decía nada. Poco a poco, pudimos distinguir los contornos. Me recordó a un kinetoscopio, uno de esos viejos aparatos giratorios de imágenes en movimiento. En condiciones normales debíamos habernos mareado. Al despejarse, comprendí la grandeza de lo sucedido. Era un espacio inmenso, no se distinguía su fin; los silfos, que nos trajeron, susurraban palabras que nos costó comprender. Debíamos adecuarnos al medio que nos rodeaba. Tan etéreo como vaporoso, en aquel mundo todo sucedía de forma tan liviana como una caricia, sensación agradable difícil de asimilar. Recordé los relatos de Julien, y tuve verdadera conciencia de ellos; un par de horas atrás, me debatía, con sorna, entre el estigma del escepticismo y del temor, y ahora deseaba más; quería pruebas de que no era una alucinación provocada por nuestro entusiasmo.
–Sé lo que están pensando –dijo Julien mientras avanzaba hacia los silfos.
–¡Diablos! Es maravilloso...
–Sigámosles, estamos seguros.
Bajo nuestros pies apenas una fina capa de nubes nos separaba del espacio vacío. Avanzamos hasta llegar a un cúmulo desde el que pudimos ver un vaporoso edificio formado por nubes violetas, azules y verdes; la frialdad de sus tonos, contrastaba con la calidez de los que lucían los silfos, que parecían guardar la entrada.
-Pasen –tendiéndole una mano a Anna, ella fue la primera en entrar, su cara de felicidad lo decía todo.
Nos dejaron en una sala cubierta por la misma bruma que envolvió nuestra casa en el momento del conjuro, desprendiendo haces de luces de colores intermitentes. Al instante, la nebulosa barrera comenzó a desvanecerse.
Monelle/CRSignes 25/02/2007
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