El Campo de Magnolias. De Joan Castillo
El chofer del bus se disculpó con su único pasajero, Pedro, por dejarlo un kilómetro antes de la entrada del pueblo “hasta aquí llego” —le dijo, “no entro a ese caserío ni por todo el oro del mundo.” —reiteró, trazándole la ruta para llegar a la taberna del Gago, dónde podía conseguir las instrucciones que le llevaran a su destino. Empezó a caminar por una senda tan pedregosa que en algunas ocasiones debió hacerlo con manos y pies para no caer. Al subir la última loma alcanzó a ver que una bruma gris oscura arropaba por completo las que parecían chozas arruinadas. En la medida que avanzaba reparó en que la gente se veía borrosa, inescrutable.
Hombres y mujeres vagaban semi desnudos mostrando sus partes íntimas. Los machos llevaban los cabellos, bigotes y barbas ensortijadamente sucios. Las mujeres aparentaban no sentir pudor alguno al mostrar sus nalgas y pubis repletos de pelos. Sus miradas como su andar, parecían vagar hacia la nada, se movían como simios borrachos, sin rumbo. Y sin embargo parecían alegres, reían hasta más no poder con sus bocas desdentadas. Sobre sus cuellos colgaban crucifijos de cuentas moradas.
Sin duda, se encontraba dentro de un pueblo espectral poblado de miserables que parecían fantasmas o viceversa. Siguió la ruta que le había trazado el chofer para llegar a la taberna, y llegó. Era la última construcción del pueblo y la única que no lucía arruinada. Frente a ella, un camino ribeteado de tulipanes que sin duda le conduciría al campo de magnolias.
Entró al garito y observó que todas las mesas estaban ocupadas por los hombres y mujeres andrajosos, que hablaban, cantaban y reían en voz alta. Sólo advirtió una mesa ocupada por un hombre distinto, de ojos vivaces, vestido a pantalón y camisa verdes divididos por una finísima correa amarilla. Caminó hasta el bar y pidió un café y una botellita de agua. El hombre del bar le atendió en seguida, y al darse cuenta que era un forastero le preguntó.
—¿Ha ha hacia dónde se se, se dirige el ca ca caballero?
—Al campo de Magnolia, —contestó Pedro entusiasmado.
El hombre lo miró con asombro y no volvió a abrir la boca a pesar de que Pedro le hizo unas dos o tres preguntas.
—No te contestará, —le gritó el cliente vestido de verde.
—¿Puedo sentarme con usted? —Aprovechó Pedro, un poco tímido. —El hombre asintió.
—¿Porque no me contesta el gago? —Preguntó.
—Por qué él prefiere esperar a que regrese, ya que todos los que entran por ese hermoso camino regresan, algunos enajenados como los que ves aquí, y los demás, difuntos en penas, como los que vienen a consumir de noche. Adivino que tú vienes en busca de una mujer.
—¿Como lo sabes?
—Porque a eso vienen todos.
—¿Y tú, que haces aquí? ¿Vienes también en busca de una mujer?
—No, —se defendió rápidamente el hombre. —Soy como un consejero, un mal consejero para ser exacto ya que mi trabajo es persuadir al caminante para que no penetre ese sendero, y nadie me hizo caso nunca. Más bien, aprovecho los visitantes como tú para poder mejorar el funcionamiento de mi vejiga. ¿Puedo pedir una cerveza?
—Todas las que se te antojen, —contestó Pedro —siempre que escuche con atención lo que quiero decirte.
El hombre pidió la cerveza y empezó a beber con avidez; Pedro se dispuso a contar lo que quería contar, pero el hombre le paró en seco.
—No tienes porque hacerlo —le dijo con amabilidad. Yo conozco tu historia, es la de todos, señor.
—Me llamo Pedro, y si conoces mi historia ¿porque no me la cuentas tú? —preguntó de manera burlona.
—Siempre que no falten las cervezas, lo haré. —respondió el hombre, y empezó. —Una noche bastante fría, tú regresabas al hogar caminando desde tu trabajo; al pasar por un parque viste a una jovencita descalza, sentada en unos escalones al lado de la estatua de una niña orinando; llevaba una raída blusa color beige, una bufanda color marrón desteñido y sus cabellos recogidos dentro de una boina gastada del mismo color, pero lo que más te llamó la atención en ese momento era su desabrigo ante esa noche tan fría. Sentiste pena por ella y le pediste llevarla hasta tu casa a lo que ella, luego de muchos ruegos, asintió. Camino a casa tú le preguntaste como se llamaba y te contestó que aún no tenia nombre, preguntaste por igual que dónde vivía y ella te contestó, señalando al Este, que vivía en el campo de las magnolias amarillas, donde la Luna brilla como un cristal encendido y todos los pájaros son de cartón azulados. Luego le inquiriste si tenía frío, hambre o sed, y a todo ello te contestó que si, por esa razón te quitaste el sobretodo y la cubriste. Tu abrigo se impregnó de un olor como el de las azucenas que es el olor de ella. Por último le preguntaste que porque andaba descalza y ella te contestó, que era la única forma de estar en contacto con su madre, la tierra. ¿Cierto?
Pedro no contestó, se encontraba ensimismado. El hombre siguió.
—Al llegar a la puerta de tu hogar ella se adelantó, se paró en frente del porche y te miró a los ojos —tú jamás había visto a una mujer con los ojos amarillos y te preguntó si tú estabas seguro que ella no te molestaba, y tú le contestaste que no, que no estaba molesto en lo absoluto, y en ese momento te avergonzaste porque percibiste un ligero temblor en tu cuerpo cuando viste parte de sus senos blancos bronceados a través de uno de los agujeros de su blusa raída, y no quitaste la vista de su pecho como queriendo apretujarlo en contra tuya para sentir su calor, su tiesura. ¿No es así?
—Sigue, sigue, —contestó Pedro con el rostro encogido por la sorpresa.
—Pídeme la otra cerveza —dijo el hombre. Y Pedro pidió dos cervezas porque él también empezó a beber cerveza. El hombre siguió la narración.
—Cuando entraron a tu casa, ella se dirigió a la chimenea y colocó su boina sobre la alfombra, al lado de la chimenea, donde se sentó, mientras tú te dirigiste a la cocina a preparar la cena. Dispusiste la mesa sobre la alfombra y cenaron a la luz y calor de la chimenea. Para esta ocasión ya tú tenías un deseo casi irreprimible de abrazarla porque cada vez que ella bajaba a prender algún bocadillo tú mirabas por encima de su blusa para vislumbrar sus pezones.
En ese momento a Pedro se le ruborizó el rostro.
—No te me pongas así, mi querido, —a todos les ha pasado, además debes esperar que concluya —tranquilizó el hombre, y continuó. Terminado de cenar, ella te dijo que necesitaba bañarse. Tú accediste y ella entró al cuarto de baño. Tú te encontrabas tan voluptuoso que al escuchar el agua cayendo sobre el piso de la ducha quisiste fisgonear, y al llegar a la puerta del baño la abriste sin querer, ella estaba frente a frente a ti completamente desnuda ya que no había corrido la puerta de la cortina. Se enjabonaba los cabellos con ambas manos. Tú te extasiaste observando los pelos que se deslizaban húmedos debajo de sus axilas, hiciste una mirada relampagueante por todo su cuerpo antes de que ella se tapara. Pero ella no se tapó, por el contrario, te dijo que le gustaba como tú la mirabas, y te invitó a enjabonarla. Tembloroso, accediste.
En ese momento Pedro interrumpió
—¿Pero cómo puedes saber todo eso con lujo de detalles?
—Esos hombres a tu alrededor y los que viste en tu trayecto hasta aquí me lo han contado decenas de veces. —contestó el hombre, y continuó. Tú, palpitante de deseo sensual, pasaste la esponja por su espalda pero no terminaste. Esa piel tan tersa y olorosa te enardeció. Lanzaste la esponja y empezaste a desabotonar tu pantalón mientras penetrabas tus dedos a través de su selva negra. Ella no lo evitó pero si te preguntó sobre lo que tú querías hacer con ella, y tú le contestaste acalorado que la quería follar, y ella te dijo que no, que prefería que tú le hicieras el amor, pero tú estabas demasiado encendido para hablar de follar o de amar, y bajaste por completo el pantalón, y los calzoncillos, y...
Pedro le cortó.
—Has cometido un error —dijo. —Cuando ella me pidió que quería hacer el amor, la comprendí, entendí que ella no sólo quería un simple deleite entre sus pudores y los míos, sino que necesitaba más que penetración y besos pasajeros, cariño, amistad, ternura que fue lo que a partir de ese momento traté de entregarle.
—Bueno, —dijo el hombre, la cuestión no está en follar o hacer el amor sino que te quedaste prendado de ella, al final de una larga jornada de sexo ella se durmió sobre tu brazo derecho con parte de su melena encima de tu pecho; cuando despertaste no estaba y jamás la volviste a ver. Solo te quedaste con el olor de la azucena que permanecerá por siempre en tu sobretodo, por eso has venido, a buscarla.
—Hice el amor con ella sobre la alfombra, —se defendió Pedro, —durmió tal y como dices, al despertar, no estaba. Hasta ahí estás en lo cierto, pero salí a la calle abotonándome la camisa y corrí como un desesperado hasta el parque donde me esperaba, porque me lo dijo “Te esperaba para decirte que volveré esta noche si es de tu gusto”. y le dije que si, y me repitió “Pues espérame.” Y regresó esa noche y todas las noches de todos los días durante semanas y meses, hasta que una mañana me dijo que al otro día no la esperara, que no volvería, que su campo de magnolia le llamaba porque hacia tiempo que no se acunaba bajo el fulgor de la luna encendida, ni caían sobre sus hombros los pajarillos de cartón azulado. Le hacían falta, me dijo, como estaba segura que le haría falta yo. Y no regresó ni al otro día, ni al día siguiente, ni a la semana, y por eso visité todas las jardinerías que encontré en la guía telefónica, para indagar cada pueblo del Este donde hubieran campos de magnolias, y los visité todos, éste es el último.
—Al parecer no te comportaste con ella como hicieron los otros, si es como dices, —indicó el hombre de verde, sorbiendo un largo trago de cerveza. —de todas maneras, yo que tú, no entro, y si lo haces mi deseo es que la encuentres. —finalizó.
Y entró. No bien había recorrido unos cuantos metros cuando sus ojos se extasiaron ante una extensa y ensortijada llanura sembrada de magnolias de variadas especies. Corrió por el campo como un chiquillo, buscaba palpitante de alegría alguna pista que la llevara a ella pero no encontró mas que magnolias de flores blancas brillantes en todo su derredor. Cansado, se recostó sobre la hierba y decidió esperar la noche. En ese momento sintió que algo se posó sobre su hombro izquierdo, lo agarró, era un pajarillo como de cartón azul cielo, le acarició, lo puso en la palma de sus manos y salió volando haciendo zig zag en el aire como un gesto de alegría, fue cuando la temperatura de color del campo varió a un tono desusadamente luminoso, miró hacia arriba y pudo ver la luna como si estuviera hirviendo entre un color blanco sonrosado. Sin embargo, percibió un olor nauseabundo, como el hedor a animales podridos que brotan de algunos árboles y flores. En ese momento observó a algunos hombres y mujeres recogiendo semillas de color morado que ensartaban con esmero en finas lianas del mismo árbol. Entendió que ese no era su lugar en aquel vergel por lo que continuó caminando hacia el Este, hacia donde voló el pajarillo, hasta encontrar un río. Descubrió en lontananza cientos de pajarillos azules alborotando sobre una mata de magnolias y allá se dirigió chapaleando las suaves corrientes debajo de sus pies. Observó fascinado las flores amarillas y debajo un pequeño huerto de azucenas en flor. Intuía su presencia inmanente a esta parte del bosque, y de nuevo un pajarillo se posó sobre su hombro, esta vez no lo tocó porque al parecer el avecilla no quería que le tocara. Miró alerta hacia todos los ángulos del horizonte y no la vio. Se envolvió en el árbol como si estuviera abrazado a ella. Allí permaneció toda la noche, deslumbrado en la extraña luz de la luna. En la mañana, el pajarillo seguía sobre su hombro izquierdo, al parecer no quería abandonarlo. Cortó un par de tallos de las azucenas y un ramillete de magnolias amarillas y sin poder eludir la tristeza, regresó. El hombre de verde, junto al gago, lo esperaban, y entraron a la tasca a terminar las cervezas.
—¿La la la encontraste?, —preguntó el gago casi al unísono con el hombre de verde, sorprendidos ambos por el extraño pajarillo.
—Si, —contestó Pedro.
—¿Te te te laaastimó?
—Si, me lastimó, Gago, —jamás podré vivir sin ella.
Agradeció a ambos sus atenciones y regresó a su hogar. Colocó el pajarillo azul encima de su cama; plantó los tallos de azucenas en una maceta y acomodó el ramo de magnolias dentro de un florero en su mesita de noche. Un deseo poderoso, como una fuerza irresistible lo llevó a mirar por la ventana. El parque lucía desierto, pero borrosamente se vislumbraba alguien sentado en los escalones al lado de la estatua de la niña orinando. La tenue bombilla encima de la estatuilla mostraba que la figura llevaba una boina, al parecer, roja. Se frotó los ojos para ver mejor y pudo figurar que llevaba los pies descalzos.
Joan Castillo
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