18
Nov

Relato del goliardo de Marcel Schowb

Yo, pobre goliardo, clérigo miserable errabundo por los bosques y los caminos para mendigar, en nombre de Nuestro Se­ñor, mi pan cotidiano, vi un espectáculo piadoso, y oí las palabras de los niñitos. Sé que mi vida no es muy santa, y que he cedido a las tentaciones bajo los tilos del camino. Los hermanos que me dan vino bien se dan cuenta de que estoy poco acos­tumbrado a beber. Pero no pertenezco a la secta de los que mutilan.
Hay menteca­tos que les sacan los ojos a los pequeñue­los, les cortan las piernas y les atan las manos, con el objeto de exhibidos y de implorar la caridad. He aquí por qué ten­go miedo. al ver todos estos niños. Sin duda. los defenderá Nuestro Señor. Ha­blo al acaso, porque estoy lleno de ale­gría. Río de la primavera y de lo que vi. No es muy fuerte mi espíritu. Recibí la tonsura de clérigo a la edad de diez años, y he olvidado las palabras latinas. Soy se­mejante a la langosta: porque salto. Aquí y allá, y zumbó, y a veces abro las alas de color, y mi cabeza menuda está transpa­rente y vacía. Dicen que San Juan se ali­mentaba de langosta en el desierto. Sería necesario comer muchas. Pero San Juan de ningún modo era un hombre como nos­otros.
Estoy lleno de adoración por San Juan, porque era vagabundo y decía palabras incoherentes. Me parece que debieron ser más suaves. Este año, también es suave la primavera. Nunca tuvo tantas flores pálidas y rosadas. Las praderas Están la­vadas recientemente. Por todas partes resplandece la sangre de Nuestra Señor en los setos. Nuestro Señor Jesús es color de azucena, pero su sangre es bermeja. ¿ Por qué? No lo sé. Esto debe de estar en algún pergamino. Si yo hubiese sido ex­perto en letras, tendría pergamino, y es­cribiría en él. De este modo comería: muy bien todas las noches. Iría a los conventos a rogar por los hermanos muertos e ins­cribiría sus nombres en mi rollo. Trans­portaría mi rollo de los muertos, de una abadía a la otra. Es una cosa que agrada a nuestros hermanos. Pero ignoro los nombres de mis hermanos muertos. Pue­de ser que Nuestro Señor tampoco se cui­de mucho de saberlos. Me pareció que todos estos niños no tenían nombres. Es seguro que los prefiere Nuestro Señor Jesús. Llenaban el camino como un enjam­bre de abejas blancas. No sé de dónde
venían. Eran pequeños peregrinos. Te­nían bordones de avellano y de álamo. Llevaban la cruz a la espalda; y todas es­tas cruces eran de innumerables colores.
Las vi verdes, que debieron de estar he­chas con hojas cosidas. Son niños salva­jes e ignorantes. Vagan no sé hacia donde.
Tienen fe en Jerusalén. Pienso que Jeru­salén está lejos, y que Nuestro Señor debe estar más cerca de nosotros. No lle­garán a Jerusalén. Pero Jerusalén llegará a ellos. Como a mí. El fin de todas las cosas santas radica en la alegría. Nuestro Señor está aquí, en esta espina enrojeci­da, y en mi boca, y en mi pobre palabra. Porque pienso en él y su sepulcro está en mi pensamiento. Amén. Me acostaré aquí baja, el sol. Es un sitio santo. Los pies de Nuestro Señor santificaron todos los lugares. Dormiré. Que Jesús haga dor­mir en la noche a todos estos niñitos blan­cos que llevan la cruz. En verdad, yo se lo digo. Tengo mucho sueño. Yo se lo digo, en verdad, porque tal vez él no los ha visto, y debe velar por los niñitos. La hora del mediodía pesa sobre mí. Todas las cosas son blancas. Así sea. Amén.

(Fragmento del libro La cruzada de los niños de Marcel Schowb)

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