12
Dic

El primer impulso de Julio Lemaitre

Era Turiri un acaudalado vecino de Bagdad, muy renom­brado por sus virtudes.
No sólo socorría a los pobres, hasta el punto de reducir su lujo para multiplicar sus limosnas, sino que daba pruebas de extraordinaria paciencia al escuchar las quejas de lo necesitados y fortalecerles con palabras de consuelo.
Turiri sufría con resignación todos los contratiempos que constituyen la trama casi completa de la vida humana. Era en extremo tolerante y no se molestaba cuando al­guien no era de su misma opinión, virtud rara y difícil, por­que el deseo secreto de todo hombre consiste en que todos los demás seres le sean a la vez inferiores y semejantes. Casado con una mujer de muy mal carácter, le era fiel, le perdonaba sus intemperancias y no la menospreciaba, porque distase mucho de ser joven y hermosa. Además, siendo como era muy aficionado a componer versos y a escribir fábulas dialogadas para el teatro, compla­cíanle los buenos éxitos de sus rivales, a los que felicitaba por sus triunfos. En una palabra, toda su vida no era más que caridad, dul­zura, lealtad, desinterés y, en fin, por tantas perfecciones te­nía fama de santo.
Sin embargo, no poseía la serenidad que generalmente resplandece en el rostro de los santos. Parecía, por el contra­rio, que era víctima de violentas pasiones o de ocultas angus­tias. Y con frecuencia se le veía bajar un momento la vista ya para reconcentrar el pensamiento, ya para evitar que alguien pudiese leer en sus ojos. Pero nadie se fijaba en estos detalles.
No lejos de Bagdad vivía un asceta llamado Maitreya, que hacía muchos milagros y al cual solían visitar en peregrinación los devotos. Ajeno a las condiciones comunes de la vida humana, tenía tal inmovilidad que las golondrinas anidaban sobre sus hom­bros. La barba le llegaba hasta el vientre y su cuerpo se ase­mejaba al tronco de un árbol añoso. Y así vivía hacía noventa años, porque tal era su voluntad.
Un día le dijo un peregrino:
- Turiri parece, por su bondad, una encarnación de Ormuz. Indudablemente no habría sufrimientos en la Tierra si ese hombre pudiese realizar todos sus deseos.
La inmovilidad de Maitreya se acentuó aún más, toda vez que el asceta se puso en comunicación con Ormuz.
A los pocos instantes dijo Maitreya al peregrino:
- No puedo obtener de Ormuz que Turiri tenga poder para realizar todos sus deseos porque entonces sería el mis­mo Dios. Pero Ormuz permite que “el primer deseo” conce­bido Por ese hombre en varias circunstancias de su vida sea inmediatamente realizado.
- Para el caso es lo mismo -contestó el peregrino-. El primer deseo de Turiri será igual a sus otros deseos, y nuestro santo será, como siempre, caritativo y generoso. Acabáis, venerable Maitreya, de anunciar la felicidad de todo un pueblo, y os doy las gracias por ello.

Si la barba de Maitreya no hubiese sido tan impenetrable, el peregrino habría podido sorprender un amago de sonrisa en el asceta.
El peregrino regresó a la población, pensando en las mara­villas que iba a realizar Turiri.­
Al amanecer del día siguiente, el santo varón miró a su es­posa, que dormía a su lado, y la mujer, movida por una fuer­za misteriosa, se levantó bruscamente, se arrojó por una ven­tana y se estre1ló el cráneo contra las baldosas del patio.
Al salir Turiri de su casa, rodeáronle infinidad de mendigos. No les dijo palabra dura y, como de costumbre, abrió la bolsa para socorrerlos; pero, de pronto, todos los mendigos cayeron muertos en presencia de su bienhechor.
A los pocos momentos fue detenido el santo por varios carruajes, y comenzaba ya impacientarse, cuando de repente todos los cocheros, cuyo desfile le cerraba el paso, cayeron de sus pescantes, y los corvejones de los caballos fueron cortados por una hoz invisible.
Turiri se dirigió después al teatro y allí tuvo una discusión con el escritor Carvilaka con motivo de un verso que éste atribuía a Nisani y que el santo creía que era de Saadi, el poeta de las rosas. De pronto, el escritor cayó a tierra y tuvo un vó­mito de sangre.
La comedia que aquella tarde se representaba tuvo un gran éxito y fue acogida con frenéticos aplausos. Pero antes de que Turiri se decidiese a aplaudir, el autor de la obra cayó muerto repentinamente.
Turiri regresó, a su casa lleno de terror en vista de aquella matanza, y dessesperado al cerciorarse de que no podía com­prender la causa de tanto desastre, se mató dando se una pu­ñalada en el corazón.
El asceta Maitreya murió también aquella noche.
Los dos santos comparecieron ante Ormuz.
El asceta pensaba:
“No sentiré que traten como se merece a este hombre, cuya falsa virtud fue admirada durante mucho tiempo, casi tanto como la mía; pero que al mostrarse tal como era, co­metió en un mismo día innumerables crímenes y pecados.’”
Pero Ormuz, sonriendo a Turiri, le dijo:
- Virtuoso Turiri, hombre verdaderamente bueno y hu­milde servidor mío, entra en mi paraíso.
- ¡La broma es algo pesada! -exclamó el asceta.
- En mi vida he hablado con tanta seriedad -dijo Or­muz-, Has deseado, Turiri, la muerte de tu mujer porque no era ni buena ni hermosa; la de los mendigos porque te impor­tunaban con su desagradable aspecto; la de los cocheros y sus caballos porque te cerraban el paso; la de Carvilaka, porque no era de tu parecer, y la del autor de la obra porque obtenía un éxito más ruidoso que los tuyos.
“Todos estos deseos eran muy naturales. Los crímenes que Maitreya te echa en cara fueron, a pesar tuyo, efecto de ese primer impulso, de ese deseo tan difícil de dominar.”
“Se odia fatalmente lo que molesta y fatalmente se desea el aniquilamiento de todo cuanto desagrada. La naturaleza es egoísta y el egoísmo es sinónimo de destrucción. El hombre más virtuoso empieza por ser un malvado en el fondo de su corazón, y el poder concedido a un mortal de realizar en toda ocasión su primer deseo involuntario, despoblaría en muy poco tiempo el mundo. Eso es, Turiri, lo que he querido de­mostrar por medio de tu ejemplo. Yo juzgo a los hombres con arreglo a su segundo deseo, que es el único que de ellos depende. Sin el don misterioso que te hizo cometer tantos crímenes, habrías seguido haciendo una vida ejemplar. No
debo, pues, apreciar en ti la naturaleza, sino tu voluntad, que fue buena, y que se consagró siempre a corregir tu natural y a perfeccionar mi obra. Y por eso, mi querido colaborador, te abro hoy las puertas de mi paraíso.
- Pues, en ese caso -dijo Maitreya”:’” ¿qué recompensa me darás a mí?
- La misma -contestó Ormuz-, aunque no la merezcas por completo. Fuiste un santo; pero no fuiste un hombre. Lo­graste sofocar en ti el primer impulso; pero si todos los hom­bres viviesen como tú, la Humanidad se aniquilaría antes que si los hombres tuviesen el maravilloso y funesto poder que un
día otorgué a mi servidor Turiri.”
“Para terminar, te diré que acojo a Turiri en mi seno, por­que soy justo, y que te admito a ti, Maitreya, porque soy ­bueno.
-Pero… -exclamó Maitreya.
-¡He concluido!


COMENTARIO de Mario Roso de Luna

Este apólogo del eximio Jules Lemaitre, evidencia hasta qué punto en el hombre más evolucionado late todavía la Bestia interior, la Fiera bramadora y astral, que encontrara en el Kameloc o Kama-loca hindú el rey Artús antes de lanzarse­ a sus heroicas empresas, porque, como dicen las enseñanzas herméticas, el Hombre es la gran maravilla del mundo al estar constituido por la unión hipostática de un deva o ángel, nuestro Ego o Tríaáa superior, y de una bestia pasional y nada ra­zonadora, que constituye el llamado Cuaternario inferior en la clasificación teosófica de los “siete principios humanos”.
Por eso, el apólogo: en cuestión es todo un curso de psicología, digno de ser meditado por los verdaderos filósofos.

(Texto extraído del libro “Por el Reino Encantado de Maya” de Mario Roso de Luna)

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