27
Abr

El baile de la flores

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17
Abr

El Crepúsculo

“El Crepúsculo” partió de la tierra apenas doscientos años antes de que el sol se consumiera del todo. Un nombre apropiado para la nave en la que huían sus últimos habitantes.
Una atmósfera artificial especialmente creada, que les ayudaría paulatinamente a aclimatarse a las condiciones atmosféricas de su destino, les proporcionaba todo lo que necesitaban.
Santa, se maravilló con los pequeños detalles que aportaban a la nave la sensación de no haber salido del planeta. Durante la campaña que precedió a su rescate, las noticias que llegaban a la tierra eran confusas. Entre ellas, había una que comparaba aquel tan complejo salvavidas, con un chiringuito de escasos recursos; las que hablaban de problemas por falta de combustible; y las que calificaban el destino, aquella isla de los náufragos como había llegado a bautizarse, como un neblinoso y oscuro pedazo de roca en medio de la galaxia más alejada del universo conocido. No sin fundamento, había surgido en la certeza de que, los mejores planetas, los más similares, los más ricos, los menos conflictivos, estaban reservados para las clases privilegiadas. La superpoblación había obligado a una repartición forzosa, es más, no escapaba a nadie que los poderosos, los depredadores de las finanzas siempre ganan.
Paseaba Santa con su guitarra en la mano despreocupada. Se sentía bien, ya no había vuelta atrás. Sólo quedaba creer que los hologramas, que adornaban las paredes de la nave, realmente pertenecían al lugar que les había correspondido. Lo cierto es que le serenaban aquellas imágenes tanto, que se recreó haciendo sonar su instrumento, formándose a su alrededor un corro de gente. En cierta forma, y aunque la luz que bañaba la atmósfera, no se parecía en nada a la que habían dejado atrás, algunos de aquellos paisajes le recordaban a las vistas, que desde su ventana, desde aquél alejado alfeizar que tantas veces había sido el sustento de sus sueños, veía, y eso le inspiraba.
Aquella guitarra siempre había sido la prolongación de sus recuerdos, pero ahora la sentía distinta. Componía una bella melodía en la que poder insertar el poema de sus anhelos y el de los sueños de todos los tripulantes “Del Crepúsculo”.

Carmen Rosa Signes 24 de agosto de 2005

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9
Abr

Z

“Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros,
la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los
hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto.”
La biblioteca de Babel de Jorge Luís Borges

Deslucido por la capa de polvo y los años en un estante de la enorme habitación, que hacía las veces de biblioteca y sala de estar, se le podía encontrar.
Con su pausado caminar llegó hasta el pequeño mueble que lo elevaría lo suficiente sobre el terreno, para poder alcanzar su objetivo. Las letras y dibujos que lo diferenciaban, que marcaban su personal característica, apenas si se veían. Le costó localizarlo pese a conocer su situación exacta, tal era la máscara que los años le había conferido. En la casa, nadie más había destinado su tiempo libre a la lectura, una pena pues aquella biblioteca contaba con una colección inmejorable, más completa que la existente en el recinto público habilitado por el ayuntamiento de aquella localidad costera.
Bajó con cautela del pedestal con el objeto de su búsqueda entre las manos. Mientras se dirigía hacia una butaca, que se hallaba situada junto a la enorme ventana por la que se divisaba el paisaje agreste del mar golpeando las rocas, sus manos, convertidas por el paso del tiempo en torpes instrumentos que apenas podían moverse sin producirle dolor, intentaban devolverle, sin lograrlo, el aspecto que él recordaba de la primera vez que lo tuvo frente a sus ojos.
Se dejó caer en el cómodo asiento que siempre le había acompañado en sus lecturas, arropado por la suave luminosidad que entraba por la ventana, luz tenue que le obligó a encender la eléctrica pese a no ser partidario de ella; su vista cansada ya no daba para más.
Las manos le temblaban mientras de sus ojos surgían pequeñas gotas fruto no se podía saber bien, si de la emoción del momento o del cansancio de aquellos avejentados órganos.
La portada dio paso a un título que comenzó a leer en voz baja: “A... “.

A las pocas horas, el bullicio y la expectación se habían adueñado de la biblioteca.
-No te preocupes por colocar el libro en su sitio, lo importante ahora es llevar al abuelo al dormitorio; hay que arreglarlo para el entierro.
-¿Sabéis? Debió fallecer contento. Alcanzó su meta. Siempre tuvo miedo de no leerlos todos, y creo que este ejemplar confirma su logro.
Sobre la butaca, que un minuto antes había ocupado el anciano, dejaron el libro titulado: “Abecedario: de la A a la Z Ilustrado”.

Carmen Rosa Signes 2003

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9
Abr

El fruto del almendro

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27
Mar

Los higos, la doncella y el amor

Sigiloso, deja resbalar la mano por encima de su hombro. La sorprende. Un pequeño estremecimiento espabila sus sentidos. En su mano extendida, pende un obsequio, un higo verde.

Tómalo —le dice — contempla su pureza. Está limpio. Descubre su rosado y sensual contenido. Observa cómo desea tomar tu dulce boca.

Siente la mirada cargada de lasciva inspiración, y con un gesto lo rehúsa. La respiración cálida y espesa en su nuca le angustia.

No huyas, niña. Ayer estuve en tu casa y tu padre me dio su plácet para cortejarte.

Ajusta la cinta de su vestido, que levanta sus impúberes pechos, y huye. Las lágrimas no le dejan ver. La madre se cruza en su camino.

No corras, tengo buenas noticias que darte.

Y vuelve a sucederle. Por segunda vez en un mismo día le ofrecen higos tiernos. De un golpe los rechaza. Los frutos reventados contra el suelo blanquecino, dejan escapar su aroma dulzón con tintes rosáceos.
Tiene once años de edad, y aún para ella es un logro ver cumplidos sus sueños.
Al llegar a su cuarto, escucha el sonido envolvente de unos cánticos. Asoma la cabeza, lo justo para poder ver la luz de las velas concentradas en el altar de Afrodita, y el rostro complacido de su padre al abrazo rítmico de su rezo en la ofrenda a la Diosa.

Ven niña. Ayúdame a agradecer a los dioses tu suerte. Entre parientes nunca nos separaremos. Temí perderte envuelta entre los linos y las columnas de algún templo.

No puede apartar de su mente aquellos ojos tan rojos como el fruto oloroso allí ofrendado. Presiente dolor y un gesto de ruindad por parte de los que ama. No comprende que el destino la eche en brazos de la lujuria que pervierte aquello que toca. Se sabe tan frágil como el fruto que se echa a perder a las pocas horas de su cosecha.
Y aunque es una fruta resistente, teme el escalo del gusano lúbrico que la corrompa.
Afrodita, ha sido cruel con ella, de nada sirvieron sus atenciones y la entrega que, con devota admiración, le ha hecho al amparo del amor joven y galante que la espera en el jardín de sus ilusiones.
No han servido esos frutos que ahora se vuelven contra ella, y que jamás piensa volver a tomar en un destino negado al amor.

Carmen Rosa Signes 29 de septiembre de 2006

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25
Mar

Flor en abstracto

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9
Mar

Entonces de J. A. Ramos Sucre

Sueño que sopla una violenta ráfaga de invierno sobre tus cabellos descubiertos, oh niña, que transitas por la nevada urbe monstruosa, a donde todavía joven espero llegar, para verte pasar. Te reconoceré al punto, no me sorprenderá tu alma atormentada y exquisita, tu cuerpo endeble ni tu azul mirada; he presentido tus manos delicadas y exangües, he adivinado tu voz que canta y tu gentil andar. El día de nuestro encuentro será igual a cualquiera de tu vida: te veré buscando paso entre la muchedumbre de transeúntes y carruajes que llena con su tumulto la calle y con su ruido el aire frío. La calle ha de ser larga, acabará donde se junten lejanas neblinas; la formará una doble hilera de casas sin ningún intervalo para viva arboleda; la harán más tediosa enormes edificios que niegan a la vista el acceso del cielo. Lejos de la ciudad nórdica estarán para entonces los pájaros que la alegraban con su canto y olvidado estará el sol; para que reine la luz artificial con su lívido brillo, lo habrán sepultado las nubes, cuyo horror aumenta la industria con el negro aliento de sus fauces.
Entonces y allí será la última hora de esta mi juventud transcurrida sin goces. Habrá ido a experimentar en la ciudad extraña y septentrional la amargura de su despedida y el desconsuelo de su eterno abandono. Para sufrir el ocaso de la juventud ya estaré preparado por la partida de muchas ilusiones y el desvanecimiento de muchas esperanzas. En mi memoria dolerá el recuerdo de imposibles afectos y en mi espíritu pesará el cansancio de vencidos anhelos. Y ya no aspiraré a más: habré adaptado mis ojos al feo mundo, y cerrado mi puerta a la humanidad enemiga. Mi mansión será para otros impenetrable roca y para mí firme cárcel. Estoico orgullo, horrenda soledad habré alcanzado. En torno de mi frente flotarán los cabellos grises, grises cual la ceniza de huérfanos hogares.
De lejos habré llegado con el eterno, hondo pesar, el que nació conmigo en el trópico ardiente y que me acompaña como la conciencia de vivir. Un pesar no calmado con la maravilla de los cielos de los mares nativos perpetuamente luminosos, ni con el ardor ecuatorial de la vida, que me ha rodeado exuberante y que sólo en mí languidece. Los años habrán pasado sin amortiguar esta sensibilidad enfermiza y doliente, tolerable a quien pueda tener la única ocupación de soñar, y que desgraciadamente, por el áspero ataque de la vida, es dentro de mi como una cuerda a punto de romperse en dolorosa tensión. La sensibilidad que del adverso mundo me hace huir al solitario ensueño, se habrá hecho más aguda y frágil al alejarse gravemente mi juventud con la pausada melancolía de la nave en el horizonte vespertino. Al encontrarse, quedaremos unidos por el convencimiento de nuestro destierro en la ciudad moderna que se atormenta con el afán del oro. Ese día, demasiado tarde, el último de mi juventud, en que despertarán, como fantasmas, recuerdos semi muertos al formar el invierno la mortaja de la tierra, será el primero de nuestro amor infinito y estéril. Unidos en un mismo ensueño, huiremos del mundo, cada día más bárbaro y avaro. Huiremos en un vuelo, porque nuestras vidas terminarán sin huellas, de tal modo que éste será el epitafio de nuestro idilio y de nuestra existencia; pasaron como sonámbulos sobre la tierra maldita.

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9
Mar

En Centro Habana

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27
Feb

¿Me pides que recuerde?

Recuerdos… Se fugaba el sol entre los árboles, que rodeaban nuestra casa. El calor sucumbía; los últimos rayos, tímidos ante tus ojos, entre la dulce danza de las hojas, que los ocultaban a intervalos mecidos por el viento, se dejaban ver; iluminaban tu mirada, que no perdía detalle de tan particular danza; siempre imaginé que era mi música la que los inducía a ello. Mis manos se deslizaban al tiempo que tu rostro se iluminaba. ¡Sí, lo sabía! Siempre supe que estabas allí. Mi música era más alegre, más pasional, más bella en tu presencia. Me complacía sentir tu aroma, que me llegaba transportado por la brisa; me reconfortaba la sombra menuda de tu cuerpo, que inquieta se movía; me satisfacía ser el motivo que provocaba tus lágrimas. En más de una ocasión, el brillo de tus ojos, heridos por el rayo que seguía danzando sobre tu rostro antes de desaparecer, me deslumbró. Así me sentía por ti. Tu reflejo, en la puerta de la terraza, era el regalo más preciado. ¡Cuántas veces deseé ser las manos que enjugaban las lágrimas que recorrían tu rostro! ¡Cuántas veces soñé que la música surgía de tu cuerpo, acariciado por mis dedos, tembloroso e inquieto por la electricidad del erótico deambular! Me hacías alcanzar sensaciones que de ninguna otra forma había logrado. Tu sola presencia, rendida en mi por la magia de las notas que suaves desde el piano se introducían en tus sentidos, me excitaba. Comencé a pensar que era yo y no mi música la que te penetraba. Sí, suena brusca esa expresión, pero eso era lo que realmente mi cuerpo y mi mente soñaban. Anhelaban. Me excitaba incluso aunque no estuvieras cerca. En más de una ocasión, hasta mí llegaron los gemidos que apagados por la mano que tapaba tu boca, en sinuoso baile sobre tu sexo al compás de la música, tu otra mano juguetona fomentaba. ¡Cuánto hubiera querido saber incorporar en mi música esas notas tan especiales!
Recuerdo un día, que no tuviste más remedio que salir huyendo; mi madre apareció por entre el follaje del patio, se encontraba cortando rosas, las mismas que tú debías arreglar después. Por poco te descubre. “Hijo, continúa. No pares de tocar, practica. Deseo seguir escuchándote…” ¿Cómo podía decirle que me era imposible? Al verte correr, se fueron tras de ti todas mis ganas de continuar. Te habías convertido en la inspiración que animaba mis ansias y, sin ti, la música no tenía sentido. Por suerte para ambos, pude superar todo eso.
Quise levantarme, pero me di cuenta de que no era conveniente. Estaba mojado, no podía hacerlo. Así transcurrieron los días, las semanas, los meses. Tú, inocentemente te habías convertido en mi musa, el ángel que cada mañana, antes de que el sol levantase del todo, y ya por la tarde se ocultara, conseguía sacar de mi las mejores notas. Mientras tanto, crecías.
Nunca imaginé que se pudiera desear así. Antes de que reparara en ti, no existía nada más que la ambición por destacar en lo mío. Habían transcurrido muchos años desde que comenzara, y pese a que me gustaba más que nada en el mundo, cuando te encontré, descubrí el verdadero valor de las cosas. El que tu misma me enseñaste a captar.
Quise que todo resultara de lo más casual. Antes, eras tan sólo la hija de los sirvientes, una chillona criatura, que en más de una ocasión había interrumpido mis ensayos. Por la diferencia de edad, nunca pensé que podría llegar a fijarme en ti. Pero ocurrió. Acababas de cumplir once años, y casi por casualidad escuche que ya eras mujer; no tardó tu cuerpo en florecer; eso unido a mi curiosidad y a que, a mis veinte y tres años de edad, nunca había estado con una mujer, hicieron que no perdiera de tu presencia el menor detalle. Debo suponer que cuando una niña deja de serlo, se despierta en su interior las ansias y el deseo. ¡Yo te gustaba! Y me di cuenta. No separabas tu mirada de mi cuerpo cuando nos cruzábamos, y sonreías. Siempre me sonreías. ¡Qué bella sonrisa! Y sucedió lo que acabo de contarte. Te descubrí desde el primer día, oculta, escuchando como tocaba, mientras tu mano se entretenía con tu sexo; tus dedos jugaban al compás de las notas. Deseaba imaginar que pensabas que era yo el que lo hacía, y he de confesarte que así lo sentí. Lo hacía con el pensamiento. Es por eso que siempre eyaculaba cuando tú te encontrabas cerca. Más adelante, incluso cuando no era así; sentarme al piano y comenzar a interpretar, era suficiente para provocarme una dolorosa erección que debía aliviar de inmediato. Si no te encontrabas cerca me faltaba lo más importante. ¡Qué comprometido era! ¡Qué embarazoso!
La dedicación y la perseverancia tienen sus frutos, es más, mi nombre comenzaba a despuntar en los ambientes musicales; los compromisos para mostrar mi arte eran cada vez más abundantes, debía partir a celebrar recitales por todo el país. Imagina cómo llegué a sentirme, que estuve a punto de abandonarlo todo; no podía soportar tu ausencia. Debía tocar, y tú no estabas; debía interpretar, y yo sólo deseaba hacerlo para ti. ¡Sólo podía hacerlo por ti! Sin tu presencia mi miembro se convertía en un tortuoso castigo. ¿Puedes imaginarte la cara de la gente cuando, en medio de una actuación, el solista salía en estampida de la sala? Fui muy criticado, incluso, algunos directores se negaron a tocar conmigo. ¿Pero qué pretendías que hiciera si lo necesitaba para terminar lo que el pensamiento ya había comenzado, y que difícilmente podía aliviar si tu no te encontrabas allí? Me costó bastante encauzar nuevamente mi rumbo, pero me propuse ser valiente, y no abandonar la idea de que permanecieras siempre a mi lado. Así que me decidí.
Era verano, sabía de tu costumbre de frecuentar nuestro arroyo por la tarde, buscando la forma de liberar tu cuerpo del calor del día, cuando aún la luz del sol no había desaparecido del todo, justo después de deleitarte y excitarte con mi música, y aproveché las circunstancias. Habías cumplido ya doce años, estabas preciosa. Comprobar que el cuerpo que se escondía bajo tu vestido, excesivamente largo y ancho, pudiera ser tan hermoso, me sorprendió. Ver tus pechos por primera vez, fue como descubrir un continente entero. Como componer la más bella melodía. Todo en ti era fresco, distinto, suave y encantador. Me perdí en tu contemplación, apenas si podía respirar, tenía miedo de que me descubrieras; y así durante varios días, al igual que antes hicieras conmigo, yo observaba, protegido y oculto, tus devaneos en el fresco arrollo, sin perder detalle del jugueteo de tus manos sobre tu cuerpo. Era como un reflejo de lo que hacías conmigo, salvo que yo, me sentía en clara ventaja con respecto a ti. Sabía cómo eras; de qué estabas hecha, y eso me proporcionó la ventaja que acabó por terminar de conquistarte con cierto engaño, no te voy a mentir; pero estoy convencido de que lo intuiste, y no te molestó que lo hiciera. No desee aprovecharme de la circunstancia que me mostraba tu cuerpo, que facilitaba mis argucias; quería que por encima de todo, tú sintieras por mí algo más, que lo que se puede sentir por quién nos alecciona por primera vez sobre el amor y el sexo. Buscaba complicidad aunque ésta, supiera de antemano, que algo forzada sería. Así que decidí conquistarte; buscarte por los rincones, casi acosándote en aquellos momentos más comprometidos, pues deseaba probarte; y sentir tu emoción al mismo tiempo. Sabía que, ese juego sensual y peligroso, nos favorecería, a fin de cuentas, tú ya estabas acostumbrada. Cada vez que oculta te masturbabas, pensando en mí mientras mis manos acariciaban los dos instrumentos, ese riesgo estaba ya presente. Por tu edad se suponía que debías asistir a la escuela, pero no lo hacías; convenciste a mi madre, de que con lo básico, sabías leer y escribir y te defendías con las cuentas, ya tenías suficiente, y a tus padres no les importó; no obstante, ella comprendía que con eso no bastaba, te había visto nacer y deseaba algo mejor para ti, fue entonces cuando me pidió, para mi sorpresa y fortuna, que te ayudara en lo que deseases. Cualquier excusa para ambos era buena. Deseabas lo mismo que yo, no tardé en darme cuenta, pero quería saber hasta dónde eras capaz de llegar. A primera hora de la mañana, a mediodía, por la tarde, incluso por la noche, me ofrecí a ti; nadie sospechaba nada, tenía el consentimiento, por mi buen comportamiento desde siempre, de tus padres y de los míos. ¡Qué ingenuos fueron todos! ¡Todos, menos tú y yo! Al principio fueron sólo miradas, nos comíamos con los ojos a todas horas, era un placer verte pasar mientras trabajabas; en esos primeros acercamientos, cuando aprovechando el despiste de quien estuviera presente, me daba igual quién fuera, me arrimaba hasta ti y rozaba tu cuerpo, con la excusa de coger algo que estaba en tu trayectoria, y tú no te apartabas, incluso recuerdo, que te acercabas más; podía sentir tu aliento y el temblor vibrante de tu cuerpo. Una tarde, después de que todos se hubieran retirado para la siesta, me era imposible conciliar el sueño, me arrimé mientras terminabas de limpiar el comedor. Por la mañana había podido rozar por un instante tus firmes pechos, y había sentido tus pezones erectos que dejaban bien claro tus deseos; te encontrabas cerrando el amplio cortinaje, la sala, casi en penumbra, resultaba de lo más acogedora, acerqué mi rostro a tu nuca y aspiré con fuerza; tú, en ese momento, saltabas graciosamente para estirar la pesada tela. ¡Ah! Fue como si te derritieras; sentí el peso de tu cuerpo que, hacia atrás, me empujaba buscando, de esa forma, un apoyo para no ir a parar al suelo, te agarré con fuerza susurrándote al oído, que por favor no te dieras la vuelta, deseaba disfrutarte así; era la primera vez que aspiraba toda tu esencia, confiada hasta ese momento a la juguetona brisa que, mezclaba tus efluvios, con el de las flores, con el de la tierra, con el de la lluvia. ¡Nunca podré olvidar esa fragancia! Eras casi una mujer, y los aromas de tu niñez se confundían con los que tu deseo dejaba escapar. Así permanecimos un buen rato. Al igual que tú, no sabía qué decir; retuve el instinto que me empujaba a abalanzarme sobre tu cuerpo, y ahí quedó todo. La suerte estaba echada, a partir de aquel momento, supe que te unirías a mí en este juego fugaz, que hizo de cada rincón de la casa, del jardín, el escenario perfecto para nuestros encuentros; unas veces, llenos de pasión contenida; otras, de contemplación y descubrimiento; pero siempre, todas ellas cargadas de un erotismo fresco, renovador y perfecto. Todo era nuevo para los dos; es por ello que aún hoy revivo intensamente aquellos instantes. Creo que a ti te sucede lo mismo; y pese a que, como locos nos dejamos llevar en impetuosos juegos, aún hoy seguimos experimentando cada uno de nuestros encuentros de igual forma. Juntos crecimos en el amor y el sexo; juntos creamos la más bella relación que se pueda uno imaginar.
El primer día que permitiste, con la mirada, que mi mano rozara y sintiera tu seno, renací. La suavidad de aquel contacto me transportó al interior de tus ojos, perdidos en los míos. No podía dejar de tocar aquel sonrosado juguete que desafiaba mis manos; los dedos eran sustituidos por mi lengua, mientras tu mano, inexperta, rozaba mi miembro, aprisionado en su cárcel de tejido y miedo por ser descubierto. Dulce ambrosía que aún hoy no me sabe a poco; me recuerda que me sigues queriendo, que continúas sintiendo algo por mi.
Entre risas, juegos, secretos encuentros, el tiempo transcurría, y la fortuna siempre nos acompañó. ¡Qué recuerdos pequeña mía! Subida en mi regazo, atendiendo a las lecciones de aritmética, de caligrafía; en compañía de mi madre, que no podía imaginar que, bajo las faldas y enaguas que te cubrían, mi mano se deleitaba con los suaves jugos que te regaban; de repente, un pequeño salto, o un inocente gritito, hacía que levantara su vista de la lectura, pero no le daba importancia pues confiaba en mi. Pude, gracias a aquella tarea impuesta, comenzar a abrirle los ojos a mi madre, de lo bella que eras, de lo inconveniente y duro de tu empleo. No me fue difícil, pues en casa siempre te habían apreciado, y a poco conseguí que te aleccionara en sociedad; y antes incluso de que otro hombre pudiera en ti fijarse, me asustó aquella posibilidad por tu belleza desbordante, comencé a insinuar en casa lo importante que para mi eras, y no recibí en ningún momento rechazo alguno. Pero eras muy joven, apenas si contabas catorce años.
Había hecho de ti un ser maduro en experiencia, pero a los ojos de todos, seguías siendo la niña que reía en el jardín mientras yo tocaba; aquella que derramaba lágrimas después de escuchar el piano, aunque nunca llegaran a imaginar lo que las provocaba. No nos molestó aquel contratiempo que postergaba, al menos un par de años más, nuestro enlace. Todos veían en ti la inocencia, y en mí al perfecto caballero. Y por qué no, nunca te engañé, siempre respeté tu cuerpo, nunca hicimos nada que no deseases, y sobre todo, reservamos lo mejor para la primera noche juntos. Nos conformábamos con los juegos húmedos de las tardes de otoño;
las caricias cálidas a las que no renunciamos nunca en las mañanas de diciembre, mientras avivábamos el fuego, de las chimeneas, más con nuestra pasión que con los gestos; los toqueteos a la luz de la luna, en las noches primaverales, cuando comenzaba a surgir el embriagador perfume de los galanes y jazmines que incitaban al sexo; pero sobre todo, por encima de cualquier otra cosa, nunca supimos dejar atrás, renunciar a aquello que tanto nos había unido. Como si de un rito se tratara, por las mañanas y al atardecer, cuando el calor invadía aturdiendo el alma, mientras el sol jugueteaba en tu rostro y tu cuerpo excitado y cálido, al ritmo de mi música cada vez más apasionada, te masturbabas. Y en las tardes, antes de que el sol desapareciera del todo, era yo el que ante la visión de tu delicado y sensual cuerpo, regado por las frescas aguas, lo hacía. Pero ya no me escondía, y gozaba más cuando te veía salir corriendo con una sonrisa pícara y enamorada, y agarrando mi pene, entre tus blancas y menudas manos, terminabas de masturbarme para poder esparcir sobre tu cuerpo, aquel líquido cálido y dulce que tanto te gustaba.
¿Querías recuerdos? Amor mío, anteayer, ayer y mañana, todas estas cosas seguirán estando presentes. Los recuerdos son hechos en ti, en mí. Disfrutémoslos.

Carmen Rosa Signes - San Juan de Moro a 23 de marzo 2005

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21
Feb

Flor y bicho 1

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20
Feb

Flores del Paraíso de Javier Muñoz Livio

Bajo la luna nuestro cielo ofreció sus objetivos hermosos:
Tu cuerpo entre las flores
como una huella henchida de frenesí.
No tuvimos tanta vida en el lecho y,
sin embargo tuvimos tanta ternura
en la vida.
Colmaste de venablos el llanto de la brisa
y sus cansados acertijos ávidos de dolor
supieron clavar de olvido los disturbios del pasado.
Ahora, un nuevo porvenir nos espera.
Quiero sentir las flores en tus muslos
y agitar bajo el cielo
la sinfonía de mis besos en tu pubis
y llenar mis labios del carmín de tu vulva.
Eso, puede ser tan hermoso
como un libro floreado de versos
ajados por la lluvia.
Sí, debemos meditar aquel orgasmo dulcísimo
y copular después
enrojecidos
nuestro amor perfumado.
¿Te has dado cuenta que aún seguimos desnudos?
Amor y belleza van unidos
y este semen es un árbol frondoso
tan alto como un sauce de alguna ciudad
que no quisimos retener.
Te das cuenta ahora que nada es apacible
sin tus gemidos.
Sin tus lilas como almendras de una noche
en donde gorrioncillos
saltan en tu vientre
al amanecer.
Esa es la vida que hemos encontrado
y es la vida que no debemos
ocultar.
Tenemos flores,
palabras, misterios,
huesos que se abrazan en la tumba
para fornicar sin la vanidad
del alma.
Esa es la muerte esperada
el destino que nos alumbra
más allá de nuestras vidas.
Madrid, 2006

Pagina web:
http://javiermunoz-livio.com/index.html

Blog:
http://angelusaldesnudo.blogspot.com/

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17
Feb

El ángel caído. Dino Masiero

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14
Feb

Las esquinas

De tanto mirar al norte, buscándola, el musgo ha crecido ya en mi costado.
C. Sigur (Poemario imposible)

Siempre sucede al girar las esquinas. Pensaréis que mi estado mental a dejado la lucidez y se encuentra ofuscado por la demencia. Posiblemente nunca os ha sucedido. De ser así, vale doble mi advertencia. Pero ¿estáis seguros?
Había puesto todo mi empeño en ello. Mi vida solitaria, próxima a la extenuación en la búsqueda de alguien con quién compartirla, había llegado a rechazar que, el destino, me tuviera reservado a alguien.
Pero, como siempre, la existencia quiere que las cosas no se eternicen y uno pueda tener de todo, encontré el amor una mañana.
Teníamos un futuro prometedor. Pero tal como vino, se esfumó.
Cuando se pasea por la calle hay un momento, precisamente aquel en el que las doblamos, que nos cruzamos con un ángulo muerto. No es fácil percatarse de su existencia, es más, generalmente actúan tan discretamente que es imposible. No son muertos por ocultar terribles circunstancias, lo son por que contienen muerte. Por su nombre se podría extrapolar que nada bueno esconden. Si una circunstancia nefasta os acosa, puede ser absorbida de inmediato. Diréis… y eso ¿qué tiene de maligno? El problema es que no hace distinción y, en un segundo, podéis ver desaparecer aquello por lo que habéis luchado toda la vida.
De la misma forma que las olas del océano desvanecen nuestros pasos, sobre la arena, estos ángulos muertos borran acontecimientos.
En el devenir de la vida, estamos expuestos a tropiezos casuales que, por su relevancia, marcan nuestro camino, pero éstos puede cambiar en un segundo.
He intentando averiguar qué los activa y, creo, aún a riesgo de equivocarme, que es el pensamiento.
En ella pensaba, en nuestros proyectos, mientras iba al lugar de nuestra cita, cuando, después de virar una calle, no volví a hallar rastro de mi amada, ni de nuestra relación. Como si nunca hubiera existido.
¡No estoy loco! No fue mi imaginación. ¡Ella existe!
¡Escuchadme! Tened cuidado con lo que penséis al doblar las esquinas, no sea, que desaparezca por siempre.

Carmen Rosa Signes 22 de septiembre 2006

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12
Feb

Flor 1

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8
Feb

La unidad de ella de Vicente Aleixandre

Cuerpo feliz que fluye entre mis manos,
rostro amado donde contemplo el mundo,
donde graciosos pájaros se copian fugitivos,
volando a la región donde nada se olvida.

Tu forma externa, diamante o rubí duro,
brillo de un sol que entre mis manos deslumbra,
cráter que me convoca con su música íntima,
con esa indescifrable llamada de tus dientes.

Muero porque me arrojo, porque quiero morir,
porque quiero vivir en el fuego, porque este aire de fuera
no es mío, sino el caliente aliento
que si me acerco quema y dora mis labios desde un fondo.

Deja, deja que mire, teñido del amor,
enrojecido el rostro por tu purpúrea vida,
deja que mire el hondo clamor de tus entrañas
donde muero y renuncio a vivir para siempre.

Quiero amor o la muerte, quiero morir del todo,
quiero ser tú, tu sangre, esa larva rugiente
que regando encerrada bellos miembros extremos
siente así los hermosos límites de la vida.

Este beso en tus labios como una lenta espina,
como un mar que voló hecho un espejo,
como el brillo de un ala, es todavía unas manos,
un repasar de tu crujiente pelo, un crepitar
de la luz vengadora,
luz o espada mortal que sobre mi cuello amenaza,
pero que nunca podrá destruir la unidad de este mundo.

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