27
Feb

¿Me pides que recuerde?

Recuerdos… Se fugaba el sol entre los árboles, que rodeaban nuestra casa. El calor sucumbía; los últimos rayos, tímidos ante tus ojos, entre la dulce danza de las hojas, que los ocultaban a intervalos mecidos por el viento, se dejaban ver; iluminaban tu mirada, que no perdía detalle de tan particular danza; siempre imaginé que era mi música la que los inducía a ello. Mis manos se deslizaban al tiempo que tu rostro se iluminaba. ¡Sí, lo sabía! Siempre supe que estabas allí. Mi música era más alegre, más pasional, más bella en tu presencia. Me complacía sentir tu aroma, que me llegaba transportado por la brisa; me reconfortaba la sombra menuda de tu cuerpo, que inquieta se movía; me satisfacía ser el motivo que provocaba tus lágrimas. En más de una ocasión, el brillo de tus ojos, heridos por el rayo que seguía danzando sobre tu rostro antes de desaparecer, me deslumbró. Así me sentía por ti. Tu reflejo, en la puerta de la terraza, era el regalo más preciado. ¡Cuántas veces deseé ser las manos que enjugaban las lágrimas que recorrían tu rostro! ¡Cuántas veces soñé que la música surgía de tu cuerpo, acariciado por mis dedos, tembloroso e inquieto por la electricidad del erótico deambular! Me hacías alcanzar sensaciones que de ninguna otra forma había logrado. Tu sola presencia, rendida en mi por la magia de las notas que suaves desde el piano se introducían en tus sentidos, me excitaba. Comencé a pensar que era yo y no mi música la que te penetraba. Sí, suena brusca esa expresión, pero eso era lo que realmente mi cuerpo y mi mente soñaban. Anhelaban. Me excitaba incluso aunque no estuvieras cerca. En más de una ocasión, hasta mí llegaron los gemidos que apagados por la mano que tapaba tu boca, en sinuoso baile sobre tu sexo al compás de la música, tu otra mano juguetona fomentaba. ¡Cuánto hubiera querido saber incorporar en mi música esas notas tan especiales!
Recuerdo un día, que no tuviste más remedio que salir huyendo; mi madre apareció por entre el follaje del patio, se encontraba cortando rosas, las mismas que tú debías arreglar después. Por poco te descubre. “Hijo, continúa. No pares de tocar, practica. Deseo seguir escuchándote…” ¿Cómo podía decirle que me era imposible? Al verte correr, se fueron tras de ti todas mis ganas de continuar. Te habías convertido en la inspiración que animaba mis ansias y, sin ti, la música no tenía sentido. Por suerte para ambos, pude superar todo eso.
Quise levantarme, pero me di cuenta de que no era conveniente. Estaba mojado, no podía hacerlo. Así transcurrieron los días, las semanas, los meses. Tú, inocentemente te habías convertido en mi musa, el ángel que cada mañana, antes de que el sol levantase del todo, y ya por la tarde se ocultara, conseguía sacar de mi las mejores notas. Mientras tanto, crecías.
Nunca imaginé que se pudiera desear así. Antes de que reparara en ti, no existía nada más que la ambición por destacar en lo mío. Habían transcurrido muchos años desde que comenzara, y pese a que me gustaba más que nada en el mundo, cuando te encontré, descubrí el verdadero valor de las cosas. El que tu misma me enseñaste a captar.
Quise que todo resultara de lo más casual. Antes, eras tan sólo la hija de los sirvientes, una chillona criatura, que en más de una ocasión había interrumpido mis ensayos. Por la diferencia de edad, nunca pensé que podría llegar a fijarme en ti. Pero ocurrió. Acababas de cumplir once años, y casi por casualidad escuche que ya eras mujer; no tardó tu cuerpo en florecer; eso unido a mi curiosidad y a que, a mis veinte y tres años de edad, nunca había estado con una mujer, hicieron que no perdiera de tu presencia el menor detalle. Debo suponer que cuando una niña deja de serlo, se despierta en su interior las ansias y el deseo. ¡Yo te gustaba! Y me di cuenta. No separabas tu mirada de mi cuerpo cuando nos cruzábamos, y sonreías. Siempre me sonreías. ¡Qué bella sonrisa! Y sucedió lo que acabo de contarte. Te descubrí desde el primer día, oculta, escuchando como tocaba, mientras tu mano se entretenía con tu sexo; tus dedos jugaban al compás de las notas. Deseaba imaginar que pensabas que era yo el que lo hacía, y he de confesarte que así lo sentí. Lo hacía con el pensamiento. Es por eso que siempre eyaculaba cuando tú te encontrabas cerca. Más adelante, incluso cuando no era así; sentarme al piano y comenzar a interpretar, era suficiente para provocarme una dolorosa erección que debía aliviar de inmediato. Si no te encontrabas cerca me faltaba lo más importante. ¡Qué comprometido era! ¡Qué embarazoso!
La dedicación y la perseverancia tienen sus frutos, es más, mi nombre comenzaba a despuntar en los ambientes musicales; los compromisos para mostrar mi arte eran cada vez más abundantes, debía partir a celebrar recitales por todo el país. Imagina cómo llegué a sentirme, que estuve a punto de abandonarlo todo; no podía soportar tu ausencia. Debía tocar, y tú no estabas; debía interpretar, y yo sólo deseaba hacerlo para ti. ¡Sólo podía hacerlo por ti! Sin tu presencia mi miembro se convertía en un tortuoso castigo. ¿Puedes imaginarte la cara de la gente cuando, en medio de una actuación, el solista salía en estampida de la sala? Fui muy criticado, incluso, algunos directores se negaron a tocar conmigo. ¿Pero qué pretendías que hiciera si lo necesitaba para terminar lo que el pensamiento ya había comenzado, y que difícilmente podía aliviar si tu no te encontrabas allí? Me costó bastante encauzar nuevamente mi rumbo, pero me propuse ser valiente, y no abandonar la idea de que permanecieras siempre a mi lado. Así que me decidí.
Era verano, sabía de tu costumbre de frecuentar nuestro arroyo por la tarde, buscando la forma de liberar tu cuerpo del calor del día, cuando aún la luz del sol no había desaparecido del todo, justo después de deleitarte y excitarte con mi música, y aproveché las circunstancias. Habías cumplido ya doce años, estabas preciosa. Comprobar que el cuerpo que se escondía bajo tu vestido, excesivamente largo y ancho, pudiera ser tan hermoso, me sorprendió. Ver tus pechos por primera vez, fue como descubrir un continente entero. Como componer la más bella melodía. Todo en ti era fresco, distinto, suave y encantador. Me perdí en tu contemplación, apenas si podía respirar, tenía miedo de que me descubrieras; y así durante varios días, al igual que antes hicieras conmigo, yo observaba, protegido y oculto, tus devaneos en el fresco arrollo, sin perder detalle del jugueteo de tus manos sobre tu cuerpo. Era como un reflejo de lo que hacías conmigo, salvo que yo, me sentía en clara ventaja con respecto a ti. Sabía cómo eras; de qué estabas hecha, y eso me proporcionó la ventaja que acabó por terminar de conquistarte con cierto engaño, no te voy a mentir; pero estoy convencido de que lo intuiste, y no te molestó que lo hiciera. No desee aprovecharme de la circunstancia que me mostraba tu cuerpo, que facilitaba mis argucias; quería que por encima de todo, tú sintieras por mí algo más, que lo que se puede sentir por quién nos alecciona por primera vez sobre el amor y el sexo. Buscaba complicidad aunque ésta, supiera de antemano, que algo forzada sería. Así que decidí conquistarte; buscarte por los rincones, casi acosándote en aquellos momentos más comprometidos, pues deseaba probarte; y sentir tu emoción al mismo tiempo. Sabía que, ese juego sensual y peligroso, nos favorecería, a fin de cuentas, tú ya estabas acostumbrada. Cada vez que oculta te masturbabas, pensando en mí mientras mis manos acariciaban los dos instrumentos, ese riesgo estaba ya presente. Por tu edad se suponía que debías asistir a la escuela, pero no lo hacías; convenciste a mi madre, de que con lo básico, sabías leer y escribir y te defendías con las cuentas, ya tenías suficiente, y a tus padres no les importó; no obstante, ella comprendía que con eso no bastaba, te había visto nacer y deseaba algo mejor para ti, fue entonces cuando me pidió, para mi sorpresa y fortuna, que te ayudara en lo que deseases. Cualquier excusa para ambos era buena. Deseabas lo mismo que yo, no tardé en darme cuenta, pero quería saber hasta dónde eras capaz de llegar. A primera hora de la mañana, a mediodía, por la tarde, incluso por la noche, me ofrecí a ti; nadie sospechaba nada, tenía el consentimiento, por mi buen comportamiento desde siempre, de tus padres y de los míos. ¡Qué ingenuos fueron todos! ¡Todos, menos tú y yo! Al principio fueron sólo miradas, nos comíamos con los ojos a todas horas, era un placer verte pasar mientras trabajabas; en esos primeros acercamientos, cuando aprovechando el despiste de quien estuviera presente, me daba igual quién fuera, me arrimaba hasta ti y rozaba tu cuerpo, con la excusa de coger algo que estaba en tu trayectoria, y tú no te apartabas, incluso recuerdo, que te acercabas más; podía sentir tu aliento y el temblor vibrante de tu cuerpo. Una tarde, después de que todos se hubieran retirado para la siesta, me era imposible conciliar el sueño, me arrimé mientras terminabas de limpiar el comedor. Por la mañana había podido rozar por un instante tus firmes pechos, y había sentido tus pezones erectos que dejaban bien claro tus deseos; te encontrabas cerrando el amplio cortinaje, la sala, casi en penumbra, resultaba de lo más acogedora, acerqué mi rostro a tu nuca y aspiré con fuerza; tú, en ese momento, saltabas graciosamente para estirar la pesada tela. ¡Ah! Fue como si te derritieras; sentí el peso de tu cuerpo que, hacia atrás, me empujaba buscando, de esa forma, un apoyo para no ir a parar al suelo, te agarré con fuerza susurrándote al oído, que por favor no te dieras la vuelta, deseaba disfrutarte así; era la primera vez que aspiraba toda tu esencia, confiada hasta ese momento a la juguetona brisa que, mezclaba tus efluvios, con el de las flores, con el de la tierra, con el de la lluvia. ¡Nunca podré olvidar esa fragancia! Eras casi una mujer, y los aromas de tu niñez se confundían con los que tu deseo dejaba escapar. Así permanecimos un buen rato. Al igual que tú, no sabía qué decir; retuve el instinto que me empujaba a abalanzarme sobre tu cuerpo, y ahí quedó todo. La suerte estaba echada, a partir de aquel momento, supe que te unirías a mí en este juego fugaz, que hizo de cada rincón de la casa, del jardín, el escenario perfecto para nuestros encuentros; unas veces, llenos de pasión contenida; otras, de contemplación y descubrimiento; pero siempre, todas ellas cargadas de un erotismo fresco, renovador y perfecto. Todo era nuevo para los dos; es por ello que aún hoy revivo intensamente aquellos instantes. Creo que a ti te sucede lo mismo; y pese a que, como locos nos dejamos llevar en impetuosos juegos, aún hoy seguimos experimentando cada uno de nuestros encuentros de igual forma. Juntos crecimos en el amor y el sexo; juntos creamos la más bella relación que se pueda uno imaginar.
El primer día que permitiste, con la mirada, que mi mano rozara y sintiera tu seno, renací. La suavidad de aquel contacto me transportó al interior de tus ojos, perdidos en los míos. No podía dejar de tocar aquel sonrosado juguete que desafiaba mis manos; los dedos eran sustituidos por mi lengua, mientras tu mano, inexperta, rozaba mi miembro, aprisionado en su cárcel de tejido y miedo por ser descubierto. Dulce ambrosía que aún hoy no me sabe a poco; me recuerda que me sigues queriendo, que continúas sintiendo algo por mi.
Entre risas, juegos, secretos encuentros, el tiempo transcurría, y la fortuna siempre nos acompañó. ¡Qué recuerdos pequeña mía! Subida en mi regazo, atendiendo a las lecciones de aritmética, de caligrafía; en compañía de mi madre, que no podía imaginar que, bajo las faldas y enaguas que te cubrían, mi mano se deleitaba con los suaves jugos que te regaban; de repente, un pequeño salto, o un inocente gritito, hacía que levantara su vista de la lectura, pero no le daba importancia pues confiaba en mi. Pude, gracias a aquella tarea impuesta, comenzar a abrirle los ojos a mi madre, de lo bella que eras, de lo inconveniente y duro de tu empleo. No me fue difícil, pues en casa siempre te habían apreciado, y a poco conseguí que te aleccionara en sociedad; y antes incluso de que otro hombre pudiera en ti fijarse, me asustó aquella posibilidad por tu belleza desbordante, comencé a insinuar en casa lo importante que para mi eras, y no recibí en ningún momento rechazo alguno. Pero eras muy joven, apenas si contabas catorce años.
Había hecho de ti un ser maduro en experiencia, pero a los ojos de todos, seguías siendo la niña que reía en el jardín mientras yo tocaba; aquella que derramaba lágrimas después de escuchar el piano, aunque nunca llegaran a imaginar lo que las provocaba. No nos molestó aquel contratiempo que postergaba, al menos un par de años más, nuestro enlace. Todos veían en ti la inocencia, y en mí al perfecto caballero. Y por qué no, nunca te engañé, siempre respeté tu cuerpo, nunca hicimos nada que no deseases, y sobre todo, reservamos lo mejor para la primera noche juntos. Nos conformábamos con los juegos húmedos de las tardes de otoño;
las caricias cálidas a las que no renunciamos nunca en las mañanas de diciembre, mientras avivábamos el fuego, de las chimeneas, más con nuestra pasión que con los gestos; los toqueteos a la luz de la luna, en las noches primaverales, cuando comenzaba a surgir el embriagador perfume de los galanes y jazmines que incitaban al sexo; pero sobre todo, por encima de cualquier otra cosa, nunca supimos dejar atrás, renunciar a aquello que tanto nos había unido. Como si de un rito se tratara, por las mañanas y al atardecer, cuando el calor invadía aturdiendo el alma, mientras el sol jugueteaba en tu rostro y tu cuerpo excitado y cálido, al ritmo de mi música cada vez más apasionada, te masturbabas. Y en las tardes, antes de que el sol desapareciera del todo, era yo el que ante la visión de tu delicado y sensual cuerpo, regado por las frescas aguas, lo hacía. Pero ya no me escondía, y gozaba más cuando te veía salir corriendo con una sonrisa pícara y enamorada, y agarrando mi pene, entre tus blancas y menudas manos, terminabas de masturbarme para poder esparcir sobre tu cuerpo, aquel líquido cálido y dulce que tanto te gustaba.
¿Querías recuerdos? Amor mío, anteayer, ayer y mañana, todas estas cosas seguirán estando presentes. Los recuerdos son hechos en ti, en mí. Disfrutémoslos.

Carmen Rosa Signes - San Juan de Moro a 23 de marzo 2005

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