Juego de salón. (Mammon el demonio de la avaricia)
Me extrañó que pese al lujo de la entrada la sala estuviera amueblada tan parcamente. Apenas, en el periplo de la estancia, unos cuantos divanes colocados enfrente de los grandes portalones acristalados del jardín, cuyos livianos visillos se movían al compás de los bailarines; justo en el centro de la pista —suelo de baldosas bicolor que conformaba un dibujo sin lógica de incómoda sensación—, dos hileras de sillas, respaldo contra respaldo, aguardaban vacías. La lumbre de las lámparas, arañas de vidrio centelleante, teñía de palidez la piel de los presentes.
Paseé por entre los bailarines que parecían ignorarme. Ninguna música impulsaba sus acompasados movimientos a ritmo de un vals sordo. Me situé justo en el centro del salón, necesitaba desprenderme de aquella onírica sensación que me incomodaba, llegué incluso a mover una de aquellas sillas de dispar procedencia, momento en el que todo el mundo se detuvo. La indiferencia de mi llegada se transformó en interés, me rozaban a su paso, golpeándome la espalda reclamando mi atención. Acabaron conformando dos filas, espalda contra espalda, justo en el sitio que segundos antes ocupaban las sillas que ahora se encontraban alrededor nuestro.
Los portalones se abrieron de golpe dejando pasar a siete apócrifos seres de aspecto animal, que observaron sentados cómo al retornar aquel vals silencioso, que hacía vibrar los vidrios de las puertas y las lágrimas de las lámparas, las sillas comenzaron su danza. El baile continuó, nadie parecía querer moverse del sitio que tenía asignado.
Pude observar la variedad de formas del desfile de muebles, desde la sencillez de la rústica enea y el pino, hasta el complejo diseño barroco. Siete formas distintas paralizadas de golpe frente a otros tantos personajes. Creí que el juego habría concluido al no tener la suerte de ser seleccionado por una de ellas, pero todo lo contrario. Una vez tras otra, las personas que ocupaban el puesto en el que las sillas se detenían por azar, abandonaron la pista, hasta que quedamos tan sólo ocho.
Aquel hecho aportó luz a mi mente, me pareció que estaba de más, rezaba por que la pesadilla terminara. Conforme iban saliendo del juego, aquellas personas formaban grupos capitaneados por los animales: en el primero de ellos, el topo y los suyos estaban desparramados, ocupándolo todo; el lobo, se entregaba con su grupo a un opíparo festín, al que no faltaba de nada; los liderados por el perro, contenía la envidia en el consuelo de que nadie se había librado del rechazo; al contrario que los del león, que se sentían orgullosos de no formar parte de aquella pantomima; unos pasos más allá se discutía en acalorada lid junto al jabalí; el contraste se hallaba en el extremo opuesto, el asno aguantaba una paz tan calma que hasta las moscas parecían descansar; y qué no decir del último de ellos, resultaba embarazoso mirar a la cabra protagonizar los excesos de la carne con todo aquel que se le acercara.
Preguntándome en cuál de aquellos grupos me tocaría, la música y el baile se detuvieron dejándome fuera de la selección.
Al fin podría moverme, pensé, pero no logré avanzar ni un ápice. Me encontraba de nuevo solo en el centro del salón, las sillas se habían detenido y volvían a ocupar su posición original, respaldo contra respaldo. La música sonó, esta vez si que la oía, mis pies no pudieron reprimir el movimiento y danzaron desenfrenados alrededor de aquellos muebles.
—Debes elegir. Ahora eres tú el que tiene que sacrificarse seleccionando una de ellas, y esta vez el azar no ha de tener nada que ver. —La voz surgió de un personaje nuevo de blanca piel y profunda mirada, que había sumido a todos en el silencio.
—No pienso hacer nada, y de hacerlo me quedaría con todas. —Contesté con determinación—Así sea.
No puedo explicar que ha sido de mí, de mi persona, pues no tengo forma de comunicarme con nadie. Sólo sé, que desde hace algún tiempo formo parte del mobiliario de este salón, al que siguen asistiendo bailarines, que juegan de vez en cuando con nosotras, al compás de un vals sordo.
CRSignes 260908
Las fotografías que ilustran esta historia pertenecen a la serie titulada “Aves del Paraíso” de la fotógrafa argentina Gaby Herbstein, y están extraídas de su Web:
No os lo perdáis.