21
Jul

Serie "Primavera" nº 49

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17
Jul

Jazz en el infierno. De Joan Castillo

Es extraña la historia de ese pueblo perdido en el lejano Sur de la República Dominicana en pleno 2005. Las jóvenes y niñas de la última generación lo saben, conocen su destino, un día pasarán unos hombres que se enamorarán de ellas, las invitarán a salir y jamás regresarán, porque allá fuera está la gloria, el Edén; sin embargo, nadie, ni hombres ni mujeres que han salido de allí han regresado, pero tampoco ninguno de los emigrados ha enviado una carta, un mensaje. Por eso la expectación, el cuchicheo por el rugido del motor de un automóvil que se escucha lejano, acercándose como un rumor lúgubre. Lucían conmocionados ya que se perdía en el péndulo del tiempo la última vez que un ser humano ajeno a ellos pasó por esta aldea ubicada en el culo del mundo, como gustaban llamarle a su ubicación geográfica.

Santiago se imaginaba que el recién llegado se llevaría a las hijas adolescentes de Harry, quien no podía negarse ya que ningún mortal puede torcer el destino de un pueblo maldito, arruinado, y desamparado de la gracia de Dios, como no lo pudo torcer él cuanto hace unas dos décadas aquel hombre vestido de azul se llevó a pasear a Mariam, Elisabeth y Norma, sus tres hijas adolescentes, a quienes aún está esperando.

Se paró en el porche de la ventana y observó al forastero, quien a pesar del enorme sombrero y el sobretodo azul que casi le llegaba a ras de tierra reconoció en él a Tomás, el prestamista, jamás pensó que lo encontraría ya que fue precisamente por culpa de él, es decir por la deuda que no podía pagarle, que hace unos 35 años dejó la capital, Santo Domingo, para internarse en este macondo tropical, en virtud de lo cual se adelantó:

Tommy, soy yo, Santiago el Gringo, aún no puedo pagarte, tendrás que seguir esperando.
Ya me pagaste Gringo ¿Acaso no recuerdas? Me pagaste, repitió, ¿Por qué he de cobrarte de nuevo?
—-Mientes, nunca te pagué, contestó con la misma contundencia.
Me pagaste. Además no he venido aquí a discutir deudas ni nada que se le parezca. He venido a escuchar jazz con las mujeres más lindas del mundo, y vine a invitarte porque sé como disfrutas del jazz.
-¿Recuerda nuestras veladas con Miles, Coltrane y Mancini? Me informaron que se pueden escuchar en vivo en las barcas del viejo puerto.

Pues claro, claro, y el “Misty” de Ella y el Duke, el “Mambo Swing” de Goodman, -contestó Santiago, extrañado de cómo Tomás había dado con él, y de las barcas del puerto, ya que a su entender el viejo astillero no tenía actividad desde unos cincuenta años atrás.

Pero Tomás insistió y le habló del sexo libre, de las barcazas atestadas de las mujeres más hermosas de la tierra, de las bebidas más costosas, de tuberías terminadas en grifos que contenían cervezas de todas las marcas, piscinas de coñac; le afirmó que en aquel nuevo Edén colgaban de los árboles pipas gigantescas de opio y marihuana así como jeringuillas de todos los tamaños para la administración de morfina, cocaína y derivados, y jazz de los grandes en todos los ángulos del embarcadero. También Le afirmó que todo era gratis porque a un hombre sólo se le permitía entrar allí una sola vez en la vida.

Santiago, como es de suponer, no le creyó ni media palabra, pero decidió ir con él pensando encontrar a sus tres hijas que nunca regresaron, de manera que se despidió de su mujer y sus hijos, suministrándole la certeza de que volvería, y salió junto con su antiguo compañero de parrandas y orgías rumbo al viejo ancladero a la búsqueda de un goce que de antemano reconocía concebido por la mente delirante de Tomás.

Sin embargo un sentimiento de emoción placentera le embargaba cuando miraba a Tomás guiando sin dejar de cantar alegremente un rock antiguo de Priscilla Rollins al tiempo que chocaba sus manos rítmicamente contra el guía. Al doblar la vieja carretera que conducía al puerto abandonado recibió su primera sorpresa. La avenida había sido recién asfaltada, las potentes luces de neón de las isletas del centro daban la sensación de que era el mediodía, las barreras laterales la constituían tubos galvanizados de color amarillo que por su brillo parecían haber salido de la fábrica ese mismo día. Ningún peón de la aldea, recordó, había trabajado en el área de construcción por muchos años.

Empezó a temer, pero al llegar al puente una vez más le embargó el sentimiento de felicidad al observar a los barquichuelos que parecían de pescadores, una barcaza grande donde se observaban borrosamente parejas danzando, lanchas de motor fuera de bordas que despedazaban las aguas en violentas rompientes, cepillando el aire con su velocidad y dejando rastros espumantes de vitalidad. Lo único que hasta el momento le perturbaba un poco eran los barcos y viejos buques que desfilaban sin hacer ruido como si carecieran de motores o los tuvieran apagados, y el sol, un sol extraño rojinegro apagado, y la sensación de que detrás de la tupida floresta verde obscura se escondían entidades ominosas.

Pero era sólo eso, una impresión, porque al cruzar el puente se conmovió de tanta belleza; una gran cantidad de ríos y riachuelos desembocaban en el río principal, los árboles, el paisaje todo parecía dibujado y en lontananza el océano que parecía un gran espejo azul ribeteado de espejuelillos espumantes; el ambiente musical se sentía en lo más íntimo del alma, trompetas, violines, fagotes, oboes, acariciaban el oído al son de una música salerosa. Sin embargo hasta ese momento el primer ser humano que observó fue el niño rubio, sin camisa, enredado en lo que parecía un trombón, que se interpuso en el camino para tocar una melodía triste, casi tétrica lo que produjo que mirara interrogante a Tomás, quien sonrió diciéndole: — Es nuestra bienvenida.

Efectivamente, tres mujeres desnudas, las más hermosas que sus ojos habían visto alguna vez llegaron hasta él, le tomaron de la mano y lo acostaron en un chair long, lo desnudaron suavemente y al ritmo de “its a wonderfull World” de Armstrong, juguetearon con todos sus utensilios íntimos, mientras la rubia de ojos azules le acariciaba el rostro con su enorme lengua, la morena de ojos y busto grandes mimaba el área de su pecho mientras la negra mas hermosa que jamás imaginara bailaba tan lentamente como el ritmo de la tonada de Armstrong dentro de su falo erguido como cuando rozaba la adolescencia.

Luego llegaron, igualmente desnudas dos hembras más, cargada una de un cesto colmado de frutas, las que iba colocando en su boca una por una, mientras la pelirroja le ofrecía calimetes sujetos a copas con bebidas que no había saboreado ni en sueños. La morena, la rubia y la negra se turnaban con su diamante, mientras las dos nuevas también se alternaban restregando tibiamente sus vellos y labios anteriores en su bigote bajo la voz sensual de Ella Fitzgerald y su “Blues Skies”.

Las cinco chicas derretían sus apetencias en su cuerpo que anhelante se sumergía en aquel océano de ardores desconocidos. Era tanta la pasión, tanto los divinos goces que experimentaba que no deseaba un orgasmo, lo que quería era alargar ese momento tan memorable, y por eso trató de pensar en algo serio como sus hijas desaparecidas, por lo que miró al derredor buscando encontrar algún elemento desagradable y lo que encontró fue innumerables chicas hermosas de todas las razas masturbándose en todas las posiciones, se introducían dedos y consoladores de todos los colores y tamaños en unos gemidos tan sensuales que a veces bloqueaban al “Salt Peanuts” de Dizzie Gallespie que sonaba en aquellos momentos.

No pudo más, su cuerpo se tensó, sus nervios se englobaron como si fueran a reventar y en un gemido que estremeció la selva limítrofe se recogió en una posición que pareciera como si de su figura sólo hubiera quedado la piel. Exhausto, miró a su alrededor y allí estaban todas dispuestas a servirle, y otras que habían llegado por la noticia de la llegada de ese hombre nuevo.

Sorbió un trago raro pero exquisito y fumó una pipa que le fue ofrecida por la pelirroja; la rubia enredó sus rosados labios dentro de su boca deslizándole una fruta de un sabor tan suave como excitante, su pene volvió a encenderse, y delirante tomó la iniciativa e indistintamente penetró los agujeros de aquellas hembras que se saboreaban de placer abriendo sus intimidades ante este hombre poderoso, dueño de un palo enorme e inagotable así como de la capacidad y calidad incomparable de acariciar sus partes íntimas.

Parecía un desequilibrado repartiendo penetraciones en aquellas sensuales nalgas abiertas para él, y se creía un Dios al escuchar aquellas guapas mujeres gemir de satisfacción ante el hundimiento vehemente de su estaca y las sensaciones que le producían su lengua infatigable, y bajo la voz inconfundible de Etta James “At Last” produjo un grito que movió las aguas del arroyuelo mas cercano en un nuevo orgasmo prodigioso.

Aún no se había recuperado cuando una despampanante morena de senos enormes y pubis colmado de vellos sedosos le tomó de la mano, parándole suavemente con el propósito de darle un paseo por el río, a lo que él se resistió:

No, prefiero quedarme aquí, por el Jazz, -le pidió.

El jazz está en todas partes, mi querido, -afirmó la hermosísima mujer quien dijo llamarse Andrea, agarrándole de la mano, subiendo con él a una de las barcazas que llevaban orquestas. Si sus percepciones no le engañaban era el propio Herbie Hancock en persona quien dirigía la Banda, y bajo la cadencia de “Tell me a Bedtime Story” todos en aquel barco hacían el amor.

Andrea le tomó suavemente por sus sienes e introdujo su rostro entre sus dos grandes melones, luego le dirigió a chupar cada uno de sus redondos pezones marrones, estaba de nuevo enardecido ya que sintió su pene que alcanzaba su mayor tamaño, sin embargo se molestaba con una adolescente que en la gran excitación con su pareja chillaba de manera extravagante y molestosa. No tuvo mucho tiempo para fastidiarse ya que Andrea, siempre dirigiéndole con las manos en sus sienes, se sentó en un taburete abrió sus piernas lo más que pudo y dirigió su cabeza hacia el centro de su poder aterciopelado.

Disfrutaba acariciando aquella mujer tan atractiva, lamiendo sin dejar de mirar de reojo las demás parejas que no paraban de acariciarse y penetrarse por todos los agujeros. Los músicos de Hancock, comprobaba, no miraban a ningún lado, tocaban como si estuvieran en el paraíso, sin embargo le seguían molestando los aullidos de excitación de la chiquilla, por lo que se excusó con Andrea, quien le dispensó el permiso para conversar con la chica que lo irritaba.

Señorita, ¿no podría usted por favor, aminorar sus chillidos, le solicitó, al tiempo de verificar que aquellos ojos verdes claro le parecían conocidos.
¿Papá? la chica buscó rápidamente una toalla y se tapó, -¿papa? ¿Eres tú? -dime que sí, dime que viniste a rescatarnos?
Se quedó embelesado, era Norma, la menor de sus hijas, pero habían pasado casi 20 años y ella no había envejecido.
¡Elisabeth! ¡Papi esta aquí, llegó a rescatarnos! -voceó Norma y una preciosa adolescente desnuda quien en ese momento acariciaba el pene de un negro musculoso, buscó igualmente una sábana para cubrirse y de unos cuantos pasos llegó hasta donde él, quien recordó ruborizado que también estaba desnudo.

Sintió vergüenza delante de sus hijas, e igualmente se cubrió. Había encontrado a Norma y Elisabeth, faltaba Mariam. –Ella está en la barca de Benny Goodman, Papi, -dijo Norma empujando una palanca de mango verde que bajó lentamente una de las lanchas que había visto a su llegada a aquel extraño lugar.

Remontaron río arriba hasta alcanzar un enorme barco tipo crucero de donde se oía perfectamente la dulce “Moonligh Serenade” de Goodman, subió la escalerilla y de nuevo sintió la vergüenza de ver a Mariam con un hombre debajo y otro que la penetraba por detrás, lo que no fue óbice para sacarla de allí llorosa de la alegría por el hecho de ver nuevamente a su padre y de vislumbrar por primera vez su libertad.

Dirigieron la lancha de nuevo río arriba en busca de Tomás a quien encontraron en una playa con unas seis muchachas que le bañaban y acariciaban: —Tomás, -dijo con vehemencia, —tenemos que salir de aquí, -notando que sus hijas escondían sus rostros de Tomás.

Es imposible Santiago ¿Acaso no has oído Hotel California de Eagles? preguntó Tomás, hasta cierto punto sorprendido.
Ya sabes que no me gusta el Rock.
Pues oye, allí viene la barca de Eagles, es la única tonada que tocan aquí. ¡Escúchala! dijo Tomás resignadamente.

Algunas notas de aquella melodía pretérita endulzaron sus oídos:

'Relax,' said the night man,
We are programmed to receive.
You can checkout any time you like,
but you can never leave...!

No quiso escuchar, esa canción la había estado oyendo desde que era un mozalbete, remontó de nuevo el río buscando la ruta donde habían parqueado la Todo terreno pero sólo encontraron al chico del Trombón quien le señaló el bosque que tanto le temía.

Esa selva daba miedo, pero le era obligatorio entrar por la necesidad de localizar la camioneta que lo sacaría de allí junto a sus hijas. Ingresó e inmediatamente empezó a temblar de los escalofríos que le producían unos lamentos lúgubres, aullidos aterradores y gemidos orgásmicos como de miles de almas en penas, pero la encontró. Parecía como si hubiera chocado frontalmente con un camión. Estaba totalmente destrozada y aún se veían dos cuerpos en su interior. Sólo reconoció el de él.

Al salir de allí oyó la canción predilecta de su artista preferido: “Tenderly” de Chet Baker, pero esta vez el sonido de la trompeta le parecía al de la corneta del diablo. Ya sabía que estaba en el infierno, pero ¿y sus hijas? ¿Por qué estaban allí? ¿Y el otro hombre en la camioneta que no era Tomás? ¿Por qué sus hijas escondieron sus rostros cuando hablaba con Tomás?

Decidió entrar a la espantosa selva de nuevo, bajó por el terraplén hasta donde estaba la camioneta destruida y miró el rostro de cerca del joven que le acompañaba, también observó la chapa de la camioneta “Santo Domingo, 1985”. Y comprendió que en verdad había pagado la deuda con creces, comprendió también y se apenó de la vergüenza de sus hijas ante Tomas. Salió de allí muy turbado.

En esta ocasión sus hijas no le esperaron, caminó alerta hasta alcanzar a ver al chico del trombón desnudo, con su cuerpo tan adherido al de Norma que parecían uno sólo; más adelante sobre la arena blanca observó, ya sin sorprenderse, a Mariam quien acostada recibía la lengua de Elizabeth sobre sus pezones adolescentes, mientras sus dedos entraban y salían presurosos del oscuro interior de su hermana.

Sintió nauseas, y cabizbajo dio la espalda, pero de repente sintió la necesidad vital de continuar la tarea que había empezado con Andrea, y al escuchar que de nuevo se repetía “its a Wonderful World” supo de inmediato que odiaría el Jazz para toda la vida… o para toda la muerte.

©Joan Castillo

Podéis leer más creaciones de Joan Castillo en los siguientes enlaces:

http://www.servercronos.net/bloglgc/index.php/chajaira/joancastillo/
http://www.servercronos.net/bloglgc/index.php/chajaira/2010/06/22/barna-075-jpg
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http://www.grupobuho.es/biblioteca/17848/la-ira-de-la-serpiente
http://www.grupobuho.es/biblioteca/17569/venganza-ciega
http://www.grupobuho.es/biblioteca/16895/la-soga
http://www.grupobuho.es/biblioteca/16378/una-persecucion-implacable
http://www.grupobuho.es/biblioteca/17950/los-guardianes-del-bosque
http://www.grupobuho.es/biblioteca/17877/la-mercancia
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http://www.grupobuho.es/biblioteca/16377/mi-nombre-es-rencor

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15
Jul

Paseando por La Habana 27

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13
Jul

Pájaros de celulosa

A Carla con cariño

Pajaritas. Miles de pajaritas de papel de colores y en todos los tamaños poblaban la mesa, las sillas y el aparador, invadían la estantería, se las podía encontrar por el suelo del pasillo, en la cocina, el baño, y también en el dormitorio por encima de la cama. Aquella colección de aves de celulosa, existía gracias a las manos de Daniel, que vivía bajo la protección de servicios sociales en una casa de acogida. De ventana a ventana, Daniel se hizo mayor pegado al cristal, observando los pájaros que revoloteaban. Por culpa de unos padres de pensamiento arcaico apenas si fue a la escuela. Sus progenitores lo sacaron pronto debido a las bromas de aquellos niños maliciosos y maleducados, que veían en él el centro de sus burlas y chistes: “¿De qué te van a disfrazar tus padres para carnaval? ¿De pájaro bobo? “
Lo poco que pudo aprender lo atesoró en su mente, que creció libre. Años después, con sus padres ya fallecidos, fue a parar a una casa de acogida. El cuidado del muchacho le correspondió a un matrimonio anciano que, no sabiendo que hacer con él en el primer encuentro —Daniel no hablaba prácticamente con nadie—, se limitaron a darle papel y colores, con la esperanza de que se entretuviera dibujando. Fue entonces que comenzó aquella apasionada colección.
La primera pajarita la hizo inseguro, rememorando el día en el que en la escuela le enseñaron. Para ella escogió un papel de un blanco hiriente, que él rompió dibujándole unos ojos; aprovechó todo el folio, y una vez terminada se la regaló a los viejos (el único regalo que que hizo en toda su vida). Cinco minutos después ya estaba haciendo la segunda. Tomó un color azul cielo con el que emborronó la totalidad de la hoja, le dio forma y la colocó junto a la ventana. Así una tras otra fue llenando la casa. Le consiguieron papeles de colores y cartulinas. El desparpajo al hacerlas era tal, que cuando se quedaba sin suministros las confeccionaba con lo que encontrara. Las había de papel de periódico, de envolturas de caramelos, de papel de aluminio, livianas y diminutas, de papel de fumar, incluso de papel moneda de diferentes países que enganchaban sobre un gran globo terráqueo. Sentía tanto placer, que no pusieron freno a su creatividad hermosa y obsesiva. De ahí que en poco tiempo convirtieran la casa en una gran jaula sin barrotes que todo el mundo visitaba.

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11
Jul

Paseando por La Habana 26

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8
Jul

El jardín encantado

El último copo de nieve del invierno se derrite en su mano volviéndose a formar una vez traspasado el umbral del jardín encantado. Todas las primaveras, desde que era niño, cumplo con el mismo ritual buscando quizás que se repita el milagro.
Entramos con sigilo y respeto, como me enseñó mi padre y a él mi abuelo, caminando despacio sobre la tierra seca y cuarteada por el frío. Dejamos el suave casi imperceptible dibujo de nuestros pasos, como si aún, al oírnos, pudiera despertar y con él su ira. Cuesta descubrir entre la maleza helada, que circunda los restos del castillo, el sitio exacto dónde reposan los huesos, el mismo en dónde lo encontraron cubierto de flores blancas. Durante años fue el anfitrión perfecto, el miedo que despertaba aquel físico descomunal y su mal carácter, se transformó convirtiéndose en el mejor de los amigos, un maestro de sueños y esperanza. He oído su historia, la misma que ahora cuento, una y mil veces, y nunca me canso. Los ojos que me miran reflejan mi logro. Me consumo en la tristeza al saber que esta ceremonia jamás podrá repetirse, porque este año será el último. No, yo no me he rendido, mi vocación sigue intacta, pero las máquinas están preparadas. Vemos amenazador, en la lejanía, el brillo de las grandes herramientas que perturbarán el descanso eterno de aquel temible gigante que lo fue una vez, para convertirse luego en el más tierno y amable de los hombres. Tendremos que hacer de tripas corazón y callar. Ahora los egoístas son ellos. Es una pena que no crean a este charlatán.
Hoy traspasé nuevamente con mi hijo el umbral del encantado jardín del gigante egoísta, y como ocurre de cuando en cuando en primavera, reverdece antes de florecer el melocotonero que da sombra a su reposo, por que hoy mi hijo ha subido hasta sus ramas.

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4
Jul

Serie "Primavera" nº 48

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2
Jul

Chassé

“El verdadero bailarín dibuja en el aire con sus movimientos la música Debe ser versátil de intenciones, preciso en sus pasos y rápido de reflejos”.

Se había deslizado hasta cortar su trayectoria. Tropezando con él, cayó al suelo.

Dame las manos.
Disculpe, pero no le vi. —El crepúsculo había oscurecido los contornos. Como el galán de la historia le tendió las manos, pero su figura era más bien sombría.
¡Levántate! He venido a buscarte ¿Te ocurre algo? —Ella lloraba. — Dime lo que sientes, no temas.
No deseo levantarme. He comprendido que estas zapatillas no están hechas para mí.
No estoy de acuerdo contigo. Luces hermosa de todas formas.
He cambiado, no deseo ni notoriedad ni fama, este pensamiento es ahora el más ínfimo de mis sueños, y me avergüenzo de ello.

Llevaba sin descansar demasiado tiempo, fue consciente de su castigo, sentía aún más el agotamiento, y el suelo parecía no aliviar su cansancio. Deseo arrancarse aquellas zapatillas malditas ¡ellas tenían la culpa! Tiró con fuerza de las cintas escarlata que ceñían sus pantorrillas también enrojecidas de tanto baile.

¿No te he comentado que estoy aquí para ayudarte? Deja que yo te las quite.

Sintió un fuerte rechazo hacia aquel ser que había aparecido de la nada deteniendo su marcha. Y mientras zarandeaba la seda encarnada infructuosamente, para quitarse el calzado, se dio cuenta de que si lo hacía el fin se precipitaba, había nacido para el baile, y bailando deseaba morir.
Apoyó las manos y las puntas de sus zapatillas sobre el piso para tomar impulso.
Con la rapidez de sus movimientos dibujó a ras de suelo una línea roja perfecta, que se fundió con el horizonte encendido del anochecer.
Por primera vez, pinceló la dirección de su trayectoria, creando la mágica impronta de su baile enloquecido, incontrolado, perpetuo.

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30
Jun

Paseando por La Habana 25

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28
Jun

Doce horas

A esas horas, el metro había abandonado su acostumbrado bullicio para convertirse en un solitario laberinto de pasadizos. Yo tenía prisa.

¿Puede decirme la hora?

Con voz entrecortada, nerviosa, y sin dejar de mirar su reloj, un hermoso reloj dorado con labrados e incrustaciones -no pude evitar fijarme en él-, me preguntó. Era un individuo corpulento pero que mostraba en su rostro una debilidad extraña. Subimos al mismo vagón vacío y nos sentamos en lados opuestos. Al momento insistió, y mientras se acercaba, me interrogó al tiempo que sacaba de su pequeño bolsillo el reloj, que brillaba cada vez más.

Son las tres menos cuarto —estaba molestó, no comprendía su insistencia.

Los brillos de los focos del coche reflejados en el metal precioso, me sirvieron de aviso. Otra vez se acercaba.

Excuse, ¿me dará la hora?
Pero ¿qué le sucede? ¿No le funciona? Disculpe mi insolencia, pero si tiene dinero para tener un bien tan preciado, debería invertir un tanto y repararlo —contesté de malas maneras. —No han pasado ni cinco minutos desde que se lo dije la última vez, menos mal que ya llego a mi destino. —Sentí deseos de poseer aquella joya.

Mientras tanto, él no apartaba los ojos del reloj y su rostro perdía el poco color que le quedaba.

¿Qué hora es?
¿Le ocurre algo? —Estaba ansioso por volver a casa, sentí como si no fuera yo mismo, me cansaba aquella broma. Sin conocerlo de nada le juzgué, estaba harto de aguantar tanto. Grité. — ¡Mire! Déjeme en paz. No me moleste.

Se agarró fuertemente de la solapa de mi chaqueta antes de desplomarse. Su reloj fue también a parar a tierra.

Doce horas, sólo doce —dijo antes de fallecer.

Recogí aquel reloj discretamente, y partí antes de que alguien pudiera pedirme cuentas. La ausencia de viandantes y la noche me protegieron.

Desperté al notar la claridad del día. Era domingo, me dispuse a bajar las persianas para intentar eternizar el sueño. El tictac acompasado me desveló. Tomé entre mis manos el reloj de aquel individuo. Algo no funcionaba bien, su mecanismo debía estar averiado. Las manillas no avanzaban… retrocedían. Por más que intenté detenerlo no pude. Siempre hacia atrás, siempre. Salí del cuarto, tenía que arreglarlo. Era demasiado valioso, demasiado perfecto… Y era mío. ¡Qué ridículo me sentía! ¿Cómo puede nadie obsesionarse tanto en tan poco tiempo?
Dejé el reloj en el recibidor y partí. Pero antes de llegar al portal, regresé para recogerlo. Ahí estaba, tan bello, tan enigmático.
Chispeaba levemente y era festivo, mal día para arreglarlo. Recordé que un amigo de mi padre había sido relojero aficionado, que le gustaba enredarse con nuevos retos y ¿qué mejor que un mecanismo imposible de detener y que además funcionaba en sentido contrario?
Esperaba que me recordara y que fuera de esos que no salen mucho. Llamé, por desgracia me dijeron que hacía un mes que lo habían enterrado. Después de dar mis condolencias, derrotado y a punto de seguir mi camino, el hijo del finado salió para interesarse por mi visita.

Está usted de suerte, he heredado las inquietudes de mi viejo. Déjeme verlo.
¡No está! —Registré mis bolsillos sin hallarlo. La ira del comienzo de mi búsqueda, se transformó en alivio. Aquel extraño objeto había llegado hasta mi en circunstancias tan extrañas, que me alegré incluso de haberlo perdido. “Pobre del que lo encuentre”, pensé. —Debí dejarlo en casa, excúseme. Ya vendré otro día.

¡Mentira¡ Pero debía quedar bien con la amabilidad de aquel sujeto.
Regresé a mi cuarto para tumbarme un rato, y aprovechar el día para terminar la novela que estaba leyendo. El tictac de un reloj me sorprendió. ¡Ahí estaba! ¿Cómo era posible? Lo había cogido del recibidor y metido en mi bolsillo, después desapareció. Tuve miedo de tocarlo. Me acerqué con recelo. Nada había cambiado, seguía su camino… en retroceso.
Esta debía ser mi maldición por robarlo. Creí encontrar la solución. ¡Lo devolvería! Partí hacia la comisaría asegurándome de dónde lo colocaba. Aunque me asustaba reconocer que lo había robado, temía más las consecuencias de tenerlo junto a mí. Las dependencias estaban abarrotadas, esperé pacientemente y cuando me tocó del turno narré lo sucedido.

Verá amigo, no sabemos de qué nos habla.
Sí, anoche en el metro nocturno, un hombre falleció y yo tomé su reloj…
Se equivoca. Ese recorrido hace mucho que no se hace. Y ahora vuelva a dormirla antes de que lo detengamos por alteración del orden público en estado de embriaguez.
¿Qué artimaña es ésta? Bueno, sea como sea, aquí lo tienen para cuando aparezca el propietario, los herederos, el muerto, o quién sea… —lo dejé sobre el mostrador y salí corriendo.

Me encaminé directo a casa desconcertado ante aquella confusión. ¿Cómo podían asegurar que el metro no funcionaba la noche del sábado? No me confundirían, estaba harto de cogerlo, de seguro querían quedárselo, ¡qué alivio! Ya no era problema mío. Tanta preocupación me había despertado el hambre, por lo que a dos manzanas de casa me dirigí a uno de los restaurantes más concurridos de la ciudad. Un grupo de turistas entraron al tiempo que yo, atropellándome; por suerte el encargado los ignoró para atenderme a mi primero, logré esquivar aquella marabunta avasalladora.
Subí las escaleras de casa, de alguna forma me sentía tan acelerado que tenía ganas de tumbarme y descansar. Cerré los ojos. Ni tan siquiera puse el despertador. Nada interrumpiría mi siesta.
La suave lluvia había dejado paso a un aguacero persistente. Bajé la persiana para evitar que el agua y la luz se colasen y me acosté. Caí rendido.
Tictac, tictac, tictac…
Salté del lecho. El reloj estaba ahí, ¡sobre la mesita!
Lo tomé y lo lancé a tierra, pero no pareció notar la fuerza del impacto. Se había quedado boca arriba, las manecillas seguían su inquietante recorrido. Miré la hora en el despertador, recordé la frase que dijo aquel extraño antes de fallecer “Doce horas, sólo doce.” ¿Qué podía significar? Diez horas hacía que lo recogiera junto a su cadáver. Comencé a temer que su destino se repitiera en mí. Salí de casa sin dejar de mirarlo, de nuevo intenté detenerlo, sin ningún resultado.

¿Me dará la hora? —pregunté.
Las dos y media.

Continué cominandio. No podía apartar la vista de él. Lo lancé en medio de la calzada esperando que algún vehículo lo arrollara dañando su mecanismo, pero no hubo forma, parecía inmune a mis ataques y el tiempo seguía su curso.

¿Dígame la hora? —grité.
Menudos modales joven. Las tres menos cuarto. Le pasa algo, hermoso reloj. ¿No funciona?

Tenía gracia la pregunta, hacía casi doce horas que yo había vivido una situación similar. Cerré los ojos resignado y sentándome en un banco del parque, aguardé mi destino. Ojala nadie lo encuentre y se pierda. Un minuto después un hombre se sentó junto a mí. Sus ojos no perdían detalle de mi reloj de bolsillo.

CRSignes 161007

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25
Jun

Serie "Primavera" nº 47

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23
Jun

El reflejo

En todos los espejos podía leerse: “La verdad, por la verdad, para la verdad”.
Eso fue así por que quién lo inventó le atribuyó el poder mágico de reflejar sinceramente su opinión.
Por delante de ellos pasaron reyes, plebeyos, feos, hermosos, altos, bajos, gordos, flacos,… y todos la buscaron sin encontrarla. Manipulaban su aspecto hasta conseguir la imagen deseada, intentando engañar al único sabedor de las cosas, por que a nadie le gustaba lo que veía.
Un día, harto de faltar a la verdad, el letrero desapareció.

CRSignes 2004

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21
Jun

Paseando por La Habana 24

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19
Jun

Decisión

Se levantó con la intención de probar algo nuevo y le gustó. Lucifer, el Ángel Caído, ya nunca volvió a errar.

CRSignes 2003

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17
Jun

Serie "Primavera" nº 46

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