28
Jun

Doce horas

A esas horas, el metro había abandonado su acostumbrado bullicio para convertirse en un solitario laberinto de pasadizos. Yo tenía prisa.

¿Puede decirme la hora?

Con voz entrecortada, nerviosa, y sin dejar de mirar su reloj, un hermoso reloj dorado con labrados e incrustaciones -no pude evitar fijarme en él-, me preguntó. Era un individuo corpulento pero que mostraba en su rostro una debilidad extraña. Subimos al mismo vagón vacío y nos sentamos en lados opuestos. Al momento insistió, y mientras se acercaba, me interrogó al tiempo que sacaba de su pequeño bolsillo el reloj, que brillaba cada vez más.

Son las tres menos cuarto —estaba molestó, no comprendía su insistencia.

Los brillos de los focos del coche reflejados en el metal precioso, me sirvieron de aviso. Otra vez se acercaba.

Excuse, ¿me dará la hora?
Pero ¿qué le sucede? ¿No le funciona? Disculpe mi insolencia, pero si tiene dinero para tener un bien tan preciado, debería invertir un tanto y repararlo —contesté de malas maneras. —No han pasado ni cinco minutos desde que se lo dije la última vez, menos mal que ya llego a mi destino. —Sentí deseos de poseer aquella joya.

Mientras tanto, él no apartaba los ojos del reloj y su rostro perdía el poco color que le quedaba.

¿Qué hora es?
¿Le ocurre algo? —Estaba ansioso por volver a casa, sentí como si no fuera yo mismo, me cansaba aquella broma. Sin conocerlo de nada le juzgué, estaba harto de aguantar tanto. Grité. — ¡Mire! Déjeme en paz. No me moleste.

Se agarró fuertemente de la solapa de mi chaqueta antes de desplomarse. Su reloj fue también a parar a tierra.

Doce horas, sólo doce —dijo antes de fallecer.

Recogí aquel reloj discretamente, y partí antes de que alguien pudiera pedirme cuentas. La ausencia de viandantes y la noche me protegieron.

Desperté al notar la claridad del día. Era domingo, me dispuse a bajar las persianas para intentar eternizar el sueño. El tictac acompasado me desveló. Tomé entre mis manos el reloj de aquel individuo. Algo no funcionaba bien, su mecanismo debía estar averiado. Las manillas no avanzaban… retrocedían. Por más que intenté detenerlo no pude. Siempre hacia atrás, siempre. Salí del cuarto, tenía que arreglarlo. Era demasiado valioso, demasiado perfecto… Y era mío. ¡Qué ridículo me sentía! ¿Cómo puede nadie obsesionarse tanto en tan poco tiempo?
Dejé el reloj en el recibidor y partí. Pero antes de llegar al portal, regresé para recogerlo. Ahí estaba, tan bello, tan enigmático.
Chispeaba levemente y era festivo, mal día para arreglarlo. Recordé que un amigo de mi padre había sido relojero aficionado, que le gustaba enredarse con nuevos retos y ¿qué mejor que un mecanismo imposible de detener y que además funcionaba en sentido contrario?
Esperaba que me recordara y que fuera de esos que no salen mucho. Llamé, por desgracia me dijeron que hacía un mes que lo habían enterrado. Después de dar mis condolencias, derrotado y a punto de seguir mi camino, el hijo del finado salió para interesarse por mi visita.

Está usted de suerte, he heredado las inquietudes de mi viejo. Déjeme verlo.
¡No está! —Registré mis bolsillos sin hallarlo. La ira del comienzo de mi búsqueda, se transformó en alivio. Aquel extraño objeto había llegado hasta mi en circunstancias tan extrañas, que me alegré incluso de haberlo perdido. “Pobre del que lo encuentre”, pensé. —Debí dejarlo en casa, excúseme. Ya vendré otro día.

¡Mentira¡ Pero debía quedar bien con la amabilidad de aquel sujeto.
Regresé a mi cuarto para tumbarme un rato, y aprovechar el día para terminar la novela que estaba leyendo. El tictac de un reloj me sorprendió. ¡Ahí estaba! ¿Cómo era posible? Lo había cogido del recibidor y metido en mi bolsillo, después desapareció. Tuve miedo de tocarlo. Me acerqué con recelo. Nada había cambiado, seguía su camino… en retroceso.
Esta debía ser mi maldición por robarlo. Creí encontrar la solución. ¡Lo devolvería! Partí hacia la comisaría asegurándome de dónde lo colocaba. Aunque me asustaba reconocer que lo había robado, temía más las consecuencias de tenerlo junto a mí. Las dependencias estaban abarrotadas, esperé pacientemente y cuando me tocó del turno narré lo sucedido.

Verá amigo, no sabemos de qué nos habla.
Sí, anoche en el metro nocturno, un hombre falleció y yo tomé su reloj…
Se equivoca. Ese recorrido hace mucho que no se hace. Y ahora vuelva a dormirla antes de que lo detengamos por alteración del orden público en estado de embriaguez.
¿Qué artimaña es ésta? Bueno, sea como sea, aquí lo tienen para cuando aparezca el propietario, los herederos, el muerto, o quién sea… —lo dejé sobre el mostrador y salí corriendo.

Me encaminé directo a casa desconcertado ante aquella confusión. ¿Cómo podían asegurar que el metro no funcionaba la noche del sábado? No me confundirían, estaba harto de cogerlo, de seguro querían quedárselo, ¡qué alivio! Ya no era problema mío. Tanta preocupación me había despertado el hambre, por lo que a dos manzanas de casa me dirigí a uno de los restaurantes más concurridos de la ciudad. Un grupo de turistas entraron al tiempo que yo, atropellándome; por suerte el encargado los ignoró para atenderme a mi primero, logré esquivar aquella marabunta avasalladora.
Subí las escaleras de casa, de alguna forma me sentía tan acelerado que tenía ganas de tumbarme y descansar. Cerré los ojos. Ni tan siquiera puse el despertador. Nada interrumpiría mi siesta.
La suave lluvia había dejado paso a un aguacero persistente. Bajé la persiana para evitar que el agua y la luz se colasen y me acosté. Caí rendido.
Tictac, tictac, tictac…
Salté del lecho. El reloj estaba ahí, ¡sobre la mesita!
Lo tomé y lo lancé a tierra, pero no pareció notar la fuerza del impacto. Se había quedado boca arriba, las manecillas seguían su inquietante recorrido. Miré la hora en el despertador, recordé la frase que dijo aquel extraño antes de fallecer “Doce horas, sólo doce.” ¿Qué podía significar? Diez horas hacía que lo recogiera junto a su cadáver. Comencé a temer que su destino se repitiera en mí. Salí de casa sin dejar de mirarlo, de nuevo intenté detenerlo, sin ningún resultado.

¿Me dará la hora? —pregunté.
Las dos y media.

Continué cominandio. No podía apartar la vista de él. Lo lancé en medio de la calzada esperando que algún vehículo lo arrollara dañando su mecanismo, pero no hubo forma, parecía inmune a mis ataques y el tiempo seguía su curso.

¿Dígame la hora? —grité.
Menudos modales joven. Las tres menos cuarto. Le pasa algo, hermoso reloj. ¿No funciona?

Tenía gracia la pregunta, hacía casi doce horas que yo había vivido una situación similar. Cerré los ojos resignado y sentándome en un banco del parque, aguardé mi destino. Ojala nadie lo encuentre y se pierda. Un minuto después un hombre se sentó junto a mí. Sus ojos no perdían detalle de mi reloj de bolsillo.

CRSignes 161007

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