6
Feb

En rosa

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3
Feb

La Sirena y el Pescador

La sirena se oculta tras la alta y encrespada ola, obra de un mar inusualmente revuelto para esta época del año.
Huye de la mirada engañosa y triste del joven pescador que permanece desolado en la orilla, a la espera del barco que partió, sin él a bordo, en la madrugada.
Absorto en sus pensamientos, fruto del temor al enojo que el patrón y los compañeros traerán a su regreso, después de un arduo día de faena, no puede descubrirla entre el oleaje.
Como única excusa para calmarse, sólo dispone de los temores ocultos que le hicieron recelar, la noche precedente, de la luna surgida del horizonte con color de muerte. Así se lo había oído decir a un pescador, al que ya nadie escuchaba por viejo, borracho y loco, pero al que él atendía con miedo, respeto y amor.
- Abuelo - le dijo, - ¿es cierto que hubo una vez un barco que después de salir así la luna nunca más regresó?
El abuelo le mira con sus viejos y enrojecidos ojos, y sin reconocerlo apenas, le cuenta entre sollozos lo que desde joven le viene atormentando.
Perdió a su padre, a su hermano, a sus amigos… y no pudo soportarlo.
No, él no había muerto.
Llegó tarde a la partida por culpa de un amor furtivo, que después le abandonó en el mismo instante que salía el barco, justo en el momento en que la luna asomaba por el horizonte, bañada en aquella extraña tonalidad, demasiado turbia, apagada y triste, como si el velo de la muerte nublara su luz y color.
- Esta noche, hijo mío, la luna también se puede ver con aquella extraña apariencia. No malgastes el tiempo en la espera de ese barco que no volverá. Triste destino el de aquellos que no regresaron, ni entonces ni ahora. Pero más triste el de los que, como tú y como yo, se quedaron con el remordimiento de no haber partido hacia su destino en el mar.
La sirena mira, entre las altas olas, pensando que por segunda vez no a conseguido un amor atrapar.
Sola se queda y regresa a su fondo donde le esperan el botín del naufragio y unos cuerpos sumergidos, que deberá sacar a la superficie para que sus almas descansen en paz.

Benicassim a 10 de abril de 2002

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3
Feb

Miranda y la tempestad. John W. Waterhouse

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3
Feb

Los duendes

-…Puedes pasarte horas andando por el bosque, o simplemente sentado contemplando cómo recorre el sol su camino entre las ramas de los árboles, y no ver, ni oír, ni presentir nada. Pero un día de repente, ¡zas!, ahí están. Generalmente sólo es uno el que aparece en un principio, pero si no te mueves y haces como si los ignoraras, puedes llegar a ver hasta cuatro. Al menos ése es el número que pude contar en una ocasión… desgraciadamente la única.

Con palabras como éstas, mi madre conseguía que mantuviese la calma durante el tiempo que necesitaba para concluir las tareas de casa, evitando así que le estorbase. Debía tener casi seis años, y mi curiosidad sin límites le apremiaba para que continuase con su relato. Entonces ella me decía: “Siéntate, calla y escucha”. Y recomenzaba, bajo la atenta mirada de aquella niña pequeña, su narración. Una historia tocada por lo que yo creía una gran fantasía.

-Érase una vez una niña como tú, quizás un poco más mayorcita. Le encantaba perder el tiempo en compañía de los árboles, de los pájaros, del viento… Su vida transcurría entre las obligaciones diarias y unas largas y placenteras estancias en el bosque que rodeaba su casa. Se sentía un ser especial. Muchas veces había hablado a sus compañeros de clase, cuando aún asistía a la escuela, de lo bien que se lo pasaba sola en aquel bosque, aunque siempre la miraban burlones y se reían. Todo aquello no lo entendía muy bien, pero le daba lo mismo; se sentía diferente y no le importaba.
Cierto día, algo llamó su atención, era un ruido que le hizo volver la cabeza. En muchas ocasiones había tenido encuentros fortuitos con animales que habitaban entre los árboles. Pero algo le decía que aquel sonido no era de ninguno de ellos. Como si de un juego se tratase, saltó girando de golpe, y lo que pudo ver por un segundo tan sólo, le dejo sin habla. Fue una visión breve, pero estaba muy clara: un duende, pequeño como un ratón, se escondía detrás de un gran árbol, y ella lo había visto. Sabía que no lo podría coger, pero se dirigió lo más rápidamente que pudo hacia aquel lugar. “Te pillé”, le dijo, pero ya no estaba allí.
Pasaron días y días, semanas, incluso meses, y no conseguía verlo otra vez. Aun así, sabía que allí se encontraba, y seguramente no estaba sólo. Su querida abuela le contaba muchas historias de duendes y hadas, y por eso la pequeña, tratando de averiguar, le preguntaba insistentemente sobre aquellos cuentos. Tanto perseveró en el tema, que llegó el día que la buena mujer quiso saber el motivo del interés excesivo de su nieta, pero no logró sacarle ni una palabra ni media. Creía la niña que, como en las viejas historias que le narraban, si guardaba el secreto de su misterioso encuentro, lo salvaría de todo mal, consiguiendo así, posiblemente, ver de nuevo a aquel duende.
Seguía pasando el tiempo, y nada. Pero no por ello perdía las esperanzas de volver a ver al pequeño ser, cazado por su vista de aquella manera tan rara. Y aunque a lo mejor no te lo creas, el tiempo le proporcionó una nueva oportunidad, que vivió con mayor intensidad y emoción que la vez primera. Cierto día, sintió como un estremecimiento que le llegaba muy dentro del alma. Y, ahí estaba. Pero no estaba solo, pues tres más iguales a él le acompañaban. No se asustaron, sino que cuando ella se acercó para decirles algo, se fueron, despidiéndose con la mano mientras se alejaban. Ya nunca más logró verlos.
Pero, ¿sabes, querida mía?, no me importa, porque sé que allí siguen todavía. Tal vez algún día vuelvan a aparecer, hija mía. Por eso quiero que tú lo sepas, para que si en alguna ocasión te los encuentras, puedas decirles, por mí, que no les olvido y que guardaré su secreto por siempre, con todos menos contigo, que para eso eres mi niña del alma…

Siempre concluía del mismo modo, y no cambió nunca ninguna parte de la historia, por eso, con el transcurso de los años, he llegado a creer que quizá fuera cierto lo que me contaba.
Pero por más que me pierdo por entre aquellos bosques, nunca he podido ver ni oír nada de nada. Sólo de vez en cuando siento como un estremecimiento que me conforta, y aprovecho ese momento para decir a viva voz: “De parte de mi madre que continuáis en su memoria, que os quiere y no os olvida”. Y siempre después de decir todo esto, una cálida brisa acaricia suavemente mi cara.


Benicassim a 14 de abril de 2002

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25
Ene

En la corte de Ptolomeo IV

Un sonido recorría el pasillo. Desde todos los lugares de palacio era audible.
Provenía del instrumento que el faraón portaba colgado de su cuello, como único atuendo visible. Lo producía su miembro viril al golpear de forma rítmica y persistente sobre el cuero tenso.
Pero nadie, salvo los esclavos, podía escucharlo. Los efectos del alcohol y el cansancio por la inacabable orgía lo impedían.
Siguió con su música, aguardando quizás que alguien atendiera a su llamado y le complaciera en sus más bajos instintos, siempre deseados y constantemente insatisfechos.

Carmen Rosa Signes Urrea 2003

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15
Ene

Entre nubes

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11
Ene

La lección

La sangre salpicada lo cubría todo.
Algunos cuerpos aún resistentes al envite de la muerte fueron mutilados en vida.
Mientras las mujeres eran conducidas por la fuerza lejos del poblado, todos los varones incluidos los niños eran asesinados. Hubo madres, en su resistencia, por no perder el contacto con sus hijos, a las que golpeamos brutalmente. Algunas perecieron.
Recuerdo que una de ellas se quitó la vida, al ver como su hijo fallecía. No podía quedar ningún varón de aquella estirpe, así se evitaba que la sangre de la venganza corriera entre aquellas venas. Llegamos incluso a abrir la barriga de las embarazadas, para evitar cargar con varones.
Los gritos de auxilio, los lloros suplicantes, los estertores de la muerte, el ruido de los cuerpos pasados a cuchillo al caer, todo eso ha quedado grabado en mi mente. Una música que jamás podré olvidar.
Todas fueron violadas, para evitar que quedara alguna duda sobre la procedencia de sus hijos. No se tuvo en cuenta ni la edad.
Hemos sido adiestrados para esto, ya te darás cuenta.
Duerme hijo mío, mañana te hablaré del manejo de la espada y las múltiples formas de infligir daños irreparables con ella.

Carmen Rosa Signes Urrea, 2 de diciembre de 2003

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5
Ene

En el parque

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15
Dic

Aerodinámica de una mujer desnuda de Ricardo Acevedo

Creador de formas veloces

teórico de la realidad

no ganas lo suficiente para amar

(no tienes tiempo)

y llegas a tu casa acogedora

siempre confiable

pero hoy no es “siempre”

Alguien duerme en tu cama

recuerdas que una vez

amaste a esa mujer

vuelves a su fuente ries o lloras

pares ideas novedosas.

Al otro día (en tu trabajo)

discuten o analizan

tus exóticos diseños

porque nadie recuerda

la silueta de una mujer desnuda.

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13
Dic

S/T de Daniel Schallbetter

Daniel Schallbetter nació el 24 de junio de 1952 en Diamante, provincia de Entre ríos, República Argentina. Es un destacado pintor Naif que pasó una buena temporada en España, llegando a vivir en Castellón donde le conocí hace más de quince años. Es un gran artista y un excelente amigo.
Pagina web:

www.schallbetter.com.ar/

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13
Dic

Canto a la Old Havana de Ricardo Acevedo

¿Qué son quinientos años?
Eres joven envidiada por Tebas y Jerusalén
¿Resistirás?
¡Sí!
Dice el ingeniero de gafas oscuras
(vive en Miramar)
¡Sí!
El gordo ejecutivo de la UNESCO
(almuerza en “La Bodeguita del Medio”)
¡Sí!
Suplican las familias que en ti viven y almuerzan
conocen tus dudas
apuntalan tus paredes
para no aplastar
al distraído turista.

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12
Dic

El mayor escapista del mundo

Momo era experto en escapismo. Nadie podía retenerlo. Aunque pocas veces hacía uso de su don. Era dócil y gustaba de la compañía de todos, incluida la de los niños.
Desde la ventana observaba los gatos callejeros, no era amigo de mezclarse con ellos. Posiblemente se creía de otra clase. Disfrutaba las mieles del descanso.
Después de que Momo satisficiera su apetito mañanero, acostumbro a salir a la calle y ofrecerle a los mininos un extra que agradecen con manifestaciones coreadas delante de mi puerta.
Si habéis tenido algún gato, sabréis que no hay dos iguales. Los hay: escapistas como él, la celeridad era la clave de su éxito; equilibristas, capaces de andar por las cornisas más estrechas y saltar ramas sin titubear; también encontraréis al gato malabarista que convierte cualquier objeto inanimado en el más divertido juguete; el típico mirón, ladronzuelo, siempre a la que salta y sin perder la memoria de los lugares en dónde le dan algo que llevarse al buche; gatas capaces de saltar a los ojos del perro más fiero para defender sus crías y espabiladas que hacen de nodriza, conocí una que incluso robaba los gatitos de sus compañeras de callejón. Digno de ver es la coreográfica danza tipo minué que el gato más desgarbado de la calle itera a su partenaire hasta conseguir que ella le entregue el sustento. Momo nunca perdió detalle de todo aquello.
En esta jungla callejera, tan entrañable, Momo se sentía el rey. Si bien no era amigo del contacto físico, cuando alguien osaba entrar en casa la defendía con uñas y dientes. Por que Momo era, ante todo, un gato casero. Su situación, siempre encerrado en casa, como en una celda, lo hubiera considerado cualquier otro congénere como un castigo. Si él se hubiera sentido atrapado, seguro que habría hecho uso de su habilidad.
Momo era como un cargador para mi estado de ánimo. Sabía cuando tenía que acercarse, cuando alejarse, si necesitaba algo o si era yo la que quería algo de él.
Puede que Momo no fuera el mejor gato del mundo, pero siempre me sorprendía.
El pasado viernes realizó el mayor número de escapismo de su vida. Fue la última vez que me sorprendió. Y siempre lo echaré de menos.

Carmen Rosa Signes 6 de agosto de 2006

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12
Dic

Bendito copón

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12
Dic

El primer impulso de Julio Lemaitre

Era Turiri un acaudalado vecino de Bagdad, muy renom­brado por sus virtudes.
No sólo socorría a los pobres, hasta el punto de reducir su lujo para multiplicar sus limosnas, sino que daba pruebas de extraordinaria paciencia al escuchar las quejas de lo necesitados y fortalecerles con palabras de consuelo.
Turiri sufría con resignación todos los contratiempos que constituyen la trama casi completa de la vida humana. Era en extremo tolerante y no se molestaba cuando al­guien no era de su misma opinión, virtud rara y difícil, por­que el deseo secreto de todo hombre consiste en que todos los demás seres le sean a la vez inferiores y semejantes. Casado con una mujer de muy mal carácter, le era fiel, le perdonaba sus intemperancias y no la menospreciaba, porque distase mucho de ser joven y hermosa. Además, siendo como era muy aficionado a componer versos y a escribir fábulas dialogadas para el teatro, compla­cíanle los buenos éxitos de sus rivales, a los que felicitaba por sus triunfos. En una palabra, toda su vida no era más que caridad, dul­zura, lealtad, desinterés y, en fin, por tantas perfecciones te­nía fama de santo.
Sin embargo, no poseía la serenidad que generalmente resplandece en el rostro de los santos. Parecía, por el contra­rio, que era víctima de violentas pasiones o de ocultas angus­tias. Y con frecuencia se le veía bajar un momento la vista ya para reconcentrar el pensamiento, ya para evitar que alguien pudiese leer en sus ojos. Pero nadie se fijaba en estos detalles.
No lejos de Bagdad vivía un asceta llamado Maitreya, que hacía muchos milagros y al cual solían visitar en peregrinación los devotos. Ajeno a las condiciones comunes de la vida humana, tenía tal inmovilidad que las golondrinas anidaban sobre sus hom­bros. La barba le llegaba hasta el vientre y su cuerpo se ase­mejaba al tronco de un árbol añoso. Y así vivía hacía noventa años, porque tal era su voluntad.
Un día le dijo un peregrino:
- Turiri parece, por su bondad, una encarnación de Ormuz. Indudablemente no habría sufrimientos en la Tierra si ese hombre pudiese realizar todos sus deseos.
La inmovilidad de Maitreya se acentuó aún más, toda vez que el asceta se puso en comunicación con Ormuz.
A los pocos instantes dijo Maitreya al peregrino:
- No puedo obtener de Ormuz que Turiri tenga poder para realizar todos sus deseos porque entonces sería el mis­mo Dios. Pero Ormuz permite que “el primer deseo” conce­bido Por ese hombre en varias circunstancias de su vida sea inmediatamente realizado.
- Para el caso es lo mismo -contestó el peregrino-. El primer deseo de Turiri será igual a sus otros deseos, y nuestro santo será, como siempre, caritativo y generoso. Acabáis, venerable Maitreya, de anunciar la felicidad de todo un pueblo, y os doy las gracias por ello.

Si la barba de Maitreya no hubiese sido tan impenetrable, el peregrino habría podido sorprender un amago de sonrisa en el asceta.
El peregrino regresó a la población, pensando en las mara­villas que iba a realizar Turiri.­
Al amanecer del día siguiente, el santo varón miró a su es­posa, que dormía a su lado, y la mujer, movida por una fuer­za misteriosa, se levantó bruscamente, se arrojó por una ven­tana y se estre1ló el cráneo contra las baldosas del patio.
Al salir Turiri de su casa, rodeáronle infinidad de mendigos. No les dijo palabra dura y, como de costumbre, abrió la bolsa para socorrerlos; pero, de pronto, todos los mendigos cayeron muertos en presencia de su bienhechor.
A los pocos momentos fue detenido el santo por varios carruajes, y comenzaba ya impacientarse, cuando de repente todos los cocheros, cuyo desfile le cerraba el paso, cayeron de sus pescantes, y los corvejones de los caballos fueron cortados por una hoz invisible.
Turiri se dirigió después al teatro y allí tuvo una discusión con el escritor Carvilaka con motivo de un verso que éste atribuía a Nisani y que el santo creía que era de Saadi, el poeta de las rosas. De pronto, el escritor cayó a tierra y tuvo un vó­mito de sangre.
La comedia que aquella tarde se representaba tuvo un gran éxito y fue acogida con frenéticos aplausos. Pero antes de que Turiri se decidiese a aplaudir, el autor de la obra cayó muerto repentinamente.
Turiri regresó, a su casa lleno de terror en vista de aquella matanza, y dessesperado al cerciorarse de que no podía com­prender la causa de tanto desastre, se mató dando se una pu­ñalada en el corazón.
El asceta Maitreya murió también aquella noche.
Los dos santos comparecieron ante Ormuz.
El asceta pensaba:
“No sentiré que traten como se merece a este hombre, cuya falsa virtud fue admirada durante mucho tiempo, casi tanto como la mía; pero que al mostrarse tal como era, co­metió en un mismo día innumerables crímenes y pecados.’”
Pero Ormuz, sonriendo a Turiri, le dijo:
- Virtuoso Turiri, hombre verdaderamente bueno y hu­milde servidor mío, entra en mi paraíso.
- ¡La broma es algo pesada! -exclamó el asceta.
- En mi vida he hablado con tanta seriedad -dijo Or­muz-, Has deseado, Turiri, la muerte de tu mujer porque no era ni buena ni hermosa; la de los mendigos porque te impor­tunaban con su desagradable aspecto; la de los cocheros y sus caballos porque te cerraban el paso; la de Carvilaka, porque no era de tu parecer, y la del autor de la obra porque obtenía un éxito más ruidoso que los tuyos.
“Todos estos deseos eran muy naturales. Los crímenes que Maitreya te echa en cara fueron, a pesar tuyo, efecto de ese primer impulso, de ese deseo tan difícil de dominar.”
“Se odia fatalmente lo que molesta y fatalmente se desea el aniquilamiento de todo cuanto desagrada. La naturaleza es egoísta y el egoísmo es sinónimo de destrucción. El hombre más virtuoso empieza por ser un malvado en el fondo de su corazón, y el poder concedido a un mortal de realizar en toda ocasión su primer deseo involuntario, despoblaría en muy poco tiempo el mundo. Eso es, Turiri, lo que he querido de­mostrar por medio de tu ejemplo. Yo juzgo a los hombres con arreglo a su segundo deseo, que es el único que de ellos depende. Sin el don misterioso que te hizo cometer tantos crímenes, habrías seguido haciendo una vida ejemplar. No
debo, pues, apreciar en ti la naturaleza, sino tu voluntad, que fue buena, y que se consagró siempre a corregir tu natural y a perfeccionar mi obra. Y por eso, mi querido colaborador, te abro hoy las puertas de mi paraíso.
- Pues, en ese caso -dijo Maitreya”:’” ¿qué recompensa me darás a mí?
- La misma -contestó Ormuz-, aunque no la merezcas por completo. Fuiste un santo; pero no fuiste un hombre. Lo­graste sofocar en ti el primer impulso; pero si todos los hom­bres viviesen como tú, la Humanidad se aniquilaría antes que si los hombres tuviesen el maravilloso y funesto poder que un
día otorgué a mi servidor Turiri.”
“Para terminar, te diré que acojo a Turiri en mi seno, por­que soy justo, y que te admito a ti, Maitreya, porque soy ­bueno.
-Pero… -exclamó Maitreya.
-¡He concluido!


COMENTARIO de Mario Roso de Luna

Este apólogo del eximio Jules Lemaitre, evidencia hasta qué punto en el hombre más evolucionado late todavía la Bestia interior, la Fiera bramadora y astral, que encontrara en el Kameloc o Kama-loca hindú el rey Artús antes de lanzarse­ a sus heroicas empresas, porque, como dicen las enseñanzas herméticas, el Hombre es la gran maravilla del mundo al estar constituido por la unión hipostática de un deva o ángel, nuestro Ego o Tríaáa superior, y de una bestia pasional y nada ra­zonadora, que constituye el llamado Cuaternario inferior en la clasificación teosófica de los “siete principios humanos”.
Por eso, el apólogo: en cuestión es todo un curso de psicología, digno de ser meditado por los verdaderos filósofos.

(Texto extraído del libro “Por el Reino Encantado de Maya” de Mario Roso de Luna)

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11
Dic

Castillo de Morella

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