San Chamuel, Viena, y el vals
Camille, se alejó de la comitiva acercándose al río que atravesaba el campo santo. Las aguas dibujaban remolinos acompasados que la abstrajeron hacia el recuerdo de los bailes en Viena. Aquellos en los que reinaba la paz; en los que destacaba por su esbelta silueta y la gracia de sus movimientos; aquellos que llenaban de color las noches de velas, espejos y lujuria, y que la alejaron de su destino. El vals que Peters, sin saberlo, compusiera para ella, sonó en sus oídos.
La congoja la hizo tambalearse. Un extraño evitó su caída. La acompañó hasta la orilla remojando su pañuelo para que pudiera refrescarse.
— ¿Conocía bien a Peters, madame?
— No creo que sea de su incumbencia —dijo eludiendo una respuesta.
Mientras volvía a esconder su rostro tras el velo del sombrero, que sin duda podía comprometerla, se alejó.
La ceremonia continuaba. El cementerio de la localidad austriaca, acogía más gente de la que podía albergar. El motivo, que Peters, su hijo predilecto, entregado al amor en Cristo, que evidenciaba con actos bondadosos y a la música, sería recompensado con todos los honores. Así como su afiliación política despertó más dudas que certezas, indiscutible era su grandeza como compositor. Entre aquella multitud, una decena de hombres camuflados del gobierno, vigilaban ante la posibilidad de hallar independentistas servios con los que se creía que Peters había confabulado.
Lo único cierto de toda esta pérfida historia: la bala asesina. Por que Peters, fue víctima del fuego cruzado. Lo encontraron sobre las escaleras de una catedral.
Camille, sabía que no había hecho bien asistiendo al entierro. Pocas horas atrás lo había visto por vez primera.
— Un placer conocerla. Ahora sé, que no equivoqué ni una nota en mi composición.
Él, tomándole la mano, le entregó su medalla del Arcángel San Chamuel.
— Permítame el atrevimiento, y le ruego que abandone la calle.
Camille, recelando de su ofrenda, no podía dejar a los suyos. Sus orígenes, su nación, de los que tantas veces renegó, ahora estaban primero.
Y fue aquel pequeño forcejeo el que la salvó de una muerte cierta, pues la bala que atravesó el corazón de Peters, estaba destinada a ella.
Tras aquel día, y presa de una intensa nostalgia, Camille, colgó de su cuello la medalla, y pese a que nunca renunció al placer de bailar un vals, jamás regresó a Viena.
CRSignes 130110
La pianista
Cuando llegué a la corte, el cardenal se convirtió en mi protector. Fui llamado a servir, por mis grandes dones, en las filas de los elegidos; y como muchos otros, introducido en el mismo saco. Comprendí que tendría que pelear duro para que me valoraran. Las obras de Bach y de Vivaldi seguían expuestas en las galerías de palacio, presidiendo cada acto, como si aún estuviesen vivos.
En la soledad de mis recitales, cuando el silencio de la sala, precedía la primera nota, aún desconocida por todos, podía sentir el poder y la influencia del instante; y en ocasiones, conseguí que aquella mágica alquimia, que ahora atesoro en mi encierro, me favoreciera. Algo por lo que merecía la pena luchar.
Pierre Jaquet Droz era un genio, la ciencia en beneficio del arte, así pregonaba su carta de presentación. Con su pericia había conseguido que todos le admiraran. Fui absorbido por su maestría. Pasaba horas enteras en los talleres en dónde fabricaba sus ingenios mecánicos. Creí ver una consonancia, entre sus cálculos matemáticos, esas cifras emborronadas en papel, y mis partituras. Y esta simbiosis se vio materializada en el último de sus ingenios: la pianista.
Aquella criatura de exquisitos movimientos, era capaz de crear sin recibir órdenes, lanzaba miradas cómplices, mientras interpretaba hermosas melodías. Entonces lo vi claro: era dueña de mis creaciones. ¡Había robado mi arte, mi alma!
Por más que intentaron que razonara, que comprendiera, no lo consiguieron. Perdí el juicio. Me convertí en el hazmerreír de todos ante mis afirmaciones. Aquella obra de Satanás, estaba usurpando mi puesto.
Pero ahí no terminaba el problema, suave había entrado en mí, vanagloriándose de un triunfo robado que pregonaba a los cuatro vientos y que nadie más era capaz de ver, salvo yo.
Debía terminar con aquel despropósito. Liquidarlo. Y en la primera ocasión que tuve me lancé dispuesto a destrozarle las entrañas, pero fui detenido.
Ahora sobrevivo alejado de su influencia. Dicen que aún no ha parado, que sigue maravillando, creando, pero si de algo estoy convencido es de que ya no soy yo a quién posee.
La noche aviva las notas que crecen en mi mente. El piano suena cadencioso bajo mis dedos, y las melodías se pierden olvidadas, abandonadas al espacio que me envuelve, por que nunca jamás garabatearé más partituras, y así nadie podrá robarme.
CRSignes 191109
Escucha San Rafael el corrido de la niña Maria Elena
“…Esta es la historia
cantan los mariachis.
de la niña Maria Elena,
de su madre devota,
de su novio y de su padre…”
“Se cumplirá el destino”, decía amá. Había desaparecido de su mirada la fiebre que arrastraba. Vestida siempre de negro, una sombra la seguía. “Es el ángel —afirmaba —y cuidará de ti”. No recuerdo ni un solo minuto, en el que no rezara. Devota a San Rafael, llevaba su escapulario hasta para dormir. Mis padres discutían precisamente por eso. Nuestra familia se desmoronaba desde hacía años. “San Rafael, mi niña, es el único que puede salvarnos”, decía llorando, mientras de rodillas, rezábamos esperando a apá de alguno de sus largos viajes.
A apá, le caía de madre Eduardo, y si lo aguantaba, era por los favores que le regalaba. “Esto si que es amor por una hija”, gritó el día en el que anunciamos el enlace, dos semanas antes del juicio que condenaría a Eduardo, padre del niño que esperaba, a cinco años de prisión por tráfico de armas.
“…En el rancho paterno,
los mariachis acompañaron el desfile nupcial, intentando disimular el cansancio que arrastraban de tanto tocar.
el tequila y la birria
bañan y perfuman el suelo,
mientras, en otro estado
la sangre de las armas exportadas.
se derrama por todas partes…”
De blanco inmaculado entré en la iglesia.
“…En la ceremonia los mariachis
seguimos cantando.
aguardando que la boda termine
para después seguir con el borlote
de la niña Maria Elena,
echar papa como animales,
y chupar hasta empedarse...”
Con el beso, las puertas volvieron a abrirse.
Desde la sacristía podían escucharse los gritos de apá. El lenguaje soez, se mezcló con los lloros y las súplicas. Eduardo no purgaría los delitos de su jefe. La sombra misteriosa de amá, intentó apartarme. No la dejé y el traje se tiñó de rojo. Todo había terminado.
Desde el otro lado, veo las consecuencias de mi muerte. A Eduardo lo mató mi padre, por haberme asesinado. “Se rompió la familia”, repite mi madre, mientras aquella sombra se aleja. Parece un ángel.
Los mariachis concluyen su corrido, al ritmo lento del cortejo que me acerca al rancho.
“La niña Maria Elena desea
probar un pedazo de su tarta
amá no la deja,
si antes no le limpia la falda
que le manchó su novio
que descansa como ella
al lado de María Guadaña.”
CRSignes 041209
Las cosas de Maruja
— Buenos días. Es grato conocer a la nieta de la señora Campos.
De esta forma, María, fue recibida por el director del asilo.
— Espero que mi abuela no significara ninguna carga para nadie.
— Pero ¿qué me dice mujer? Maruja era una persona encantadora. Le faltó tiempo para todo.
— No la conocí. Ahora si me disculpa tengo un poco de prisa.
— De acuerdo, aquí lo tiene. Esta caja contiene todo lo que dejó para ustedes. El resto, como la bicicleta y alguna cosa más, lo repartió antes de fallecer —María frunció el ceño, temiendo que pudieran haberle robado algo de valor.
Con la caja y un sobre con instrucciones, que debía ser leído antes de su apertura, subió al coche.
— Si las experiencias se pudieran empaquetar, seguramente esta caja hubiera resultado pequeña. No olvidaremos a Maruja —le dijo mientras le cerraba la puerta del coche el director del asilo. Aquella frase, dicha con el corazón, la sensibilizó.
Entró en su domicilio dispuesta a averiguar todo sobre su abuela. Nada más abrir la caja la sorprendieron: un camisón de esos “super sexi”, un picardías rojo cereza con abalorios brillantes; catálogos de una multinacional dedicada a la venta por correo de artículos relacionados con el sexo; y un joyero con baratijas, del que cogió un colgante con forma de ábaco. Fue entonces que leyó la carta.
“Estimados amigos.
¡No! No se trata de ninguna broma, las cosas que encontrarán son de Maruja. A estas alturas ya habrán pensado cosas extrañas sobre ella. Espero poder enmendar la primera impresión con estas cortas palabras. Desde que entró en el centro, se dedicó a hacer a todos felices, y no cejó hasta conseguirlo. Sí, era una mujer vital, que vivía a tope. Deben aprender a respetar su recuerdo al igual que ella nunca cuestionó su abandono. Gracias por todo.
Cordialmente.
Garcés Leal
Director del Centro asistido para la Tercera Edad La luz del día"
Estaba molesta, pero en el fondo comprendía lo sucedido. Comenzaba a sentirse identificada con Maruja, con su abuela. Todo debía tener un fin, por lo que continuó rebuscando. Recibos, facturas y cartas envejecidas, se acumulaban en el fondo. Los recibos mostraban los pagos de un crédito con el que adquirió una propiedad, de la que encontró las escrituras, su abuela era una mujer pudiente; las cartas le hablaron de amores, de situaciones divertidas, de sentimientos despertados y encontrados, una tras otra las devoró con gusto. Al terminar, se había entregado tanto a ese recuerdo desconocido, que le fue negado sin saber el porqué, que llamó a su madre para averiguarlo. No podía permitir que la historia se repitiera.
CRSignes 271105
Un fandango por San Miguel
El fuego no deja de crepitar. La húmeda leña, hace saltar chispas impidiendo que acabe de prenderse. El ritmo improvisado, anima al palmeo en un intento de conseguir el calor que no llega. Julio, conocido como “el velas”, da vueltas alrededor de la hoguera esperando a Antonia, su mujer. Acompañado de su tío a la guitarra, y de su tía y primos con las palmas, improvisa con un zapateado sobre el suelo de grava, salpicando de barro los bajos de su pantalón. El fuego que calienta el puchero de conejo y patatas, que cuelga sobre la llama, aromatiza el frío ambiente de la tarde que se desvanece de exquisito romero.
Antonia cree, que si consigue que bauticen a sus hijos podrán quedarse. Con sus tres vástagos y otro que está en camino, a cuestas, se acerca hasta la iglesia de San Miguel Arcángel.
Don Anselmo, pese a que la gitana no ha perdido misa desde su llegada, no acaba de fiarse de ella. Los vecinos, que estudian cómo echarlos, han llamado a la Guardia Civil. Aquella visita le incomoda.
— Don Anzelmo uzted zabe que deceo lo mejó pa mi familia. Bautice a miz hijos, ze lo ruego.
Doña Crispina y Doña Engracia, escuchan escandalizadas la petición, y mientras se persignan, aguardan la contestación del párroco. Don Anselmo intenta razonar con Antonia, que no comprende los “pero” del representante de Dios, que la despacha hasta otro día.
Julio está demasiado entregado al baile como para ver al forastero, que contempla el arte de aquel espectáculo callejero, al que se une Antonia cantando a su regreso
— ¿Decea algo? —dice Julio.
— Mu buenas caballero. No tenemos na que ofrecerle, pero seguro que hay puchero pa tos —afirma Antonia.
Tomando las manos de la pareja, las une con una pequeña cadena de la que pende una medalla.
— No sois bienvenidos aquí. Tu corazón, Antonia, está destinado a encontrar un lugar en el que se os quiera, tienes fe y la suficiente fortaleza como para no rendirte. Pronto vendrán, y no es justo que os encuentren. Tomad vuestros cosas, vuestras carretas e idos. Tenéis mi bendición.
El palmeo y la guitarra no habían cesado ni un segundo, la vista de los gitanos se pierde en la medalla de un San Miguel Arcángel, que aprovecha el brillo que entrelaza aquellas manos, para desvanecerse, mientras la música acalla la llegada de la benemérita.
CRSignes 211109
Flor de caña
A Federico García Lorca, y a aquella mulata anónima de la que se enamoró
El sol cae con aplomo calentando el embaldosado centenario de los callejones habaneros que le llevan hacia su destino. Federico camina, se detiene, contempla, no desdeña conversaciones mundanas, familiares, vulgares formas, ni sonrisas ni peticiones; nunca rechaza un buchito de café o de ron, puede que incluso tolere insultos. Busca el encuentro fortuito, persigue aquello que le obsesiona y pregunta, interroga. Necesita saber.
De vez en cuando descansa los calambres de las caminatas interminables. Algún mango reverdece los patios desvencijados de las cuarterillas. Desde la silla que le ofrece una negrona inmensa se recrea en la vida que se esconde tras sus puertas. Allí sentado, con la taza de café humeante recién molido en la mano, rememora las tardes de verano de su tierra; pero el acento distinto, el calor sofocante, los sonidos,… le sacan del hechizo y sorbe el elixir amargo y oscuro, dulcificado con el azúcar de caña.
— ¡Gallego! Hábleme de la madre patria —le dice la mujer mientras su rostro se ilumina con una gran sonrisa.
Pero Federico tiene las ideas fijas, no desea más que encontrar el objeto de su deseo. Se mueve por los pasadizos de calles buscando los ojos, el cuerpo de una mulata que ha visto en un cuadro.
Desconoce su nombre, sólo puede recrear con palabras el tono de su piel, el brillo de su sonrisa, aquellos ojos claros y las voluptuosas formas con las que consigue ensalzar a la mujer cubana como la más bella del mundo.
Oculta sus sentimientos tal vez por el miedo a ser juzgado. Muy pocos conocen de su ensueño, de aquel amor imposible acorde a su forma de ser. Nada más contemplar su imagen aflora en él el trovador, el poeta infame y desgraciado, que se contenta tan sólo con aspirar a su amada en la distancia. Él, rodeado siempre de mujeres que no se resisten a su encanto, a su inteligencia, a su arte, ve cómo su deseo esconde la fiebre desesperante del amor platónico, de aquel que se busca aún a sabiendas de que no va a ser correspondido. Sabe que antes incluso de que se marche de la tierra que le ha acogido y embrujado, lo único que le quedará será la imagen de aquella mujer hermosa, colgada del muro de sus deseos y que le acompañará siempre.
CRSignes 06/12/09
El danzón de San Gabriel
“Quien el danzón interpreta,
siente con dulce alma
en el fondo de su alma,
que está cantando un poeta,
siente que la brisa
modela tierna canción,
siente que su corazón
late gozoso y más presto.
Quien no siente todo esto,
no sabe lo que es danzón”.
(Danzón anónimo)
Al entrar en el patio sentí como penetraba con cada nota, el soniquete acompasado de las trompetas, que elevaban su voz más allá de las nubes, hasta ocultar el ritmo contagioso de los timbales, la melodía del piano, y el canto de los violines. Dentro de aquella competencia musical, destacaba la figura enjuta del solista, un hombre de mediana edad, casi rozando los cincuenta, con un brillo poco habitual, que es sólo visible en aquellas personas con ángel.
Yo, buscaba el éxito que me acercara hasta La Habana, aunque en el empeño tuviera que poner en venta mi honra, comprometiendo a su vez la de otros. Siempre tuve la convicción de que estaba destinada al triunfo. Sin un ápice de humildad, con osadía, recorrí los escenarios de provincias, con un éxito, ¿por qué no decirlo? Nulo. “¡Oye chica! Con esa cara pretendes algo. Mírate, ¿pero dónde vas con tanto hueso? Ni buena voz tienes. Anda. Búscate un chulo que te mantenga, y quizás así logres cantar en algún cuchitril del Puerto de Matanzas.”
Aquellas palabras no consiguieron atorar mi empeño. Hasta aquel día.
Por efecto de aquella música, me ericé al completo. La contagiosa canción, corrompía con una excitación tan picante como dulzona. Nadie podía resistirse al baile. Se absorbía por la piel como un ungüento capaz de resucitar a cualquiera.
En el punto álgido en el que la melodía alcanza su mayor esplendor, cuando la trompeta aguanta suspendida en el aire la nota más aguda capaz de estremecer al más pintado, lancé una mirada al intérprete, que con un guiño me invitó a acompañarlo en escena. Vestida para la ocasión, cuidando hasta el mínimo detalle, con un traje rojo ajustado, zapatos de tacón del mismo tono, y un sombrero de ala ancha que acompañaba mis movimientos sensuales, creí conquistarlo.
Como poseída, contoneé el cuerpo bailando alrededor de aquel hombre que deslizaba la punta de su pie marcando el centro perfecto de mi deseo. “No soy yo, el que buscas. Y éste temo que tampoco es tu camino. Nunca luché contra ti ni contra nadie, no tengo necesidad. Deja que este cuerpo alcance la virtud que le está destinada.”
Jamás supe de aquel trompetista, ni yo, ni ninguno de sus compañeros de orquesta. El único rastro que dejó fue su música, que sigue estremeciendo los sentidos y erizando hasta el último poro de la piel, invitando al baile con su danzón.
CRSignes 021109