27
Sep

Hans el chatarrero

Algunos libros son inmerecidamente olvidados; ninguno
es inmerecidamente recordado. (Wystan H. Auden)

Desde el espacio era imposible apreciar la barbarie, nada hacía sospechar el esplendor perturbado del que fuera el planeta más importante del Imperio.
Hans arribaba a un mundo desmembrado, la confusión era mayor en las zonas habilitadas como aeródromos. Miles de naves partían sin destino establecido, mientras que otros, supervivientes a los bombardeos, campaban a sus anchas, sin control, intentando proteger lo poco que logró salvarse de los saqueos.
Pequeños brotes verdes asomaban entre aquella tierra castigada a no ver la luz del sol durante milenios. La naturaleza recuperaba con este suero revitalizador un terreno perdido. Nueva explosión capaz de cambiar la fisonomía de cualquier mundo.
La superficie visible escondía la identidad olvidada de los combatientes y las miserias de los supervivientes.
Aquellos niños nacidos en el subsuelo dentro de los pasadizos metálicos y privados de la exposición controlada necesaria para la adecuación a la vida en otros mundos mostraban en sus blanquecinas pieles, al contacto con la radiación solar, graves quemaduras.
Cada amasijo de retorcido metal contaba una historia: el Palacio Presidencial, las Cortes, la Universidad. Millones de vidas perdidas que apenas si contabilizaban en la estadística de los vencedores.
El material de desecho se convirtió en el reclamo que atrajo a muchos que, como él, buscaban enriquecerse. Quimera de oro, convertida en mercadeo de metal.
El horizonte dibujaba el perfil del destino que venía buscando. Para Hans el oro era de papel, ambicionaba hacerse con el botín de libros y manuscritos de la Biblioteca Imperial. Los robots fueron más receptivos a sus preguntas, por ellos supo de la existencia de una grieta en la parte posterior de la biblioteca que le permitiría entrar sin ser visto. Con el arma en la mano entró.
Hans soltó su Blaster. Miles de libros amontonados estaban a su alcance. El primero que tomó: Cartas y Citas de Hari Seldon, contenía las tablas con los cálculos manuscritos y la trascripción completa de las revelaciones del más grande de los psicohistoriadores, algunas jamás reveladas. Atrapó el único ejemplar conocido de la Cartografía del universo con los mapas de las rutas secretas de millones de planetas habitables y, según contaba la leyenda, las instrucciones precisas para alcanzar la tierra y una primera edición de la Enciclopedia Galáctica.
Llenó las mochilas, incluso los bolsillos con un tesoro capaz de proporcionarle tantos créditos como poder.
El asalto le pilló desprevenido. Un segundo después, besaba el suelo de pulido metal enzarzado en una breve pelea contra un enemigo, aparentemente invisible, que le arrastró hasta lo más oscuro del pasadizo. Allí logró arrancarle la carga, mientras él se revolvía intentando alcanzar su arma.
Le costó más identificar al insignificante ser que le había tumbado, que inmovilizarlo. Un simple movimiento de muñeca y podía haberlo partido por la mitad, pero el desenlace fue diferente al que hubiera deseado. De nada le sirvió su genio. Desde su costado brotaba la sangre a grandes borbotones. La vida se difuminó en un segundo. Hans había caído.
Por los pasadizos apuntalados de la Biblioteca de Trantor, el archivero, cargado con su preciado tesoro, desapareció.

CRSignes 23/10/2011

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