Ecos… (Palomas mensajeras)
Los muertos son los únicos que ven el final de la guerra.
Platón
A Ricardo por todo
—¿Qué sucede?
—Señor, es la primera vez que tengo un ente biológico muerto entre mis manos.
—¿Qué ha sucedido? Nos informaron de que esta es una zona libre de ellos. ¡Muéstremelo!
—No sé lo que es, pero es bastante grande.
—¡Infórmeme!
—Nos disponíamos a interceptar lo que pensamos tele-proyectiles —esos jodidos imperceptibles al radar—, y disparamos. Entre la saturación de explosiones vi caer algo y encontramos esta criatura.
—Sí que es extraño todo esto. ¿Ha sometido a estudio el animal?
—No, señor, antes quería informarle.
—Pues envíelo al laboratorio de inmediato, a saber que nueva se les habrá ocurrido. Por cierto, Sánchez.
—Usted dirá, señor.
—Cuando abate a un enemigo no sufre el mismo remordimiento que habiendo matado a este bicho.
—No, señor, usted lo ha dicho, es el enemigo.
—Puede retirarse. ¡No! Espere. ¿Se había fijado en esto que cuelga de la pata del pájaro? Parece… ¡Dios santo! Sánchez, es un mensaje codificado en el antiguo modo de registrar las palabras manualmente. Le felicito, acaba de interceptar, posiblemente, información relevante para el enemigo. Lo propondré para una medalla.
Dentro de una cápsula, fuertemente sellada, una diminuta tira de papel. De su tinta, casi emborronada, apenas si podía distinguirse algo. Parecía un antiguo mensaje. Finalizaba el siglo XXVII y ya nadie recordaba aquellos métodos primitivos de comunicación. Además las circunstancias hacían impensable el empleo de los escasos recursos naturales para fines tan poco éticos. Las guerras seguían dividiendo a los herederos del planeta, pero llegaron a un consenso para no perjudicar el entorno. Demasiado daño se había causado ya. Por eso aquel hallazgo adquiría mayor importancia, tanta, que informó a sus superiores y aguardó órdenes.
Tres semanas después, el campamento atesoraba un centenar de aquellos envíos, ordenadamente guardados, en espera de la decisión de unos superiores que parecían no querer atender a la urgencia e importancia de aquellas capturas.
Poco a poco, alguno de los soldados había intentado descifrarlos, un hecho que sumió aún más de incertidumbre todo aquel acontecimiento.
Los mensajes, en su mayoría breves y concisos, hablaban un poco de todo. Entre sus líneas surgieron peticiones de suministros, de munición, angustiantes notas de ayuda, conmovedoras despedidas e incluso alguna carta de amor. En todo aquel conjunto de frases quisieron ver plasmadas sus propias inquietudes.
Mientras tanto, los enfrentamientos continuaban. Largas horas de oscuridad, atenazaban el frío. Gigantescas naves, inmensas moles de acero cromado, impedían la contemplación del sol, no así el reflejo de sus propias imágenes —la defensa se hacía insostenible cuando a las pocas horas parecía que se luchaba contra uno mismo; la lluvia negra —pestilente amalgama de fluidos químicos— inundaba los campos, anegando la escasa salud de las tropas. Luego, las horas de fuego cruzado que obligaban a protegerse los ojos. Las bajas se contaban por centenares en aquellas trincheras. Pero así se decidió combatir, empleando los pocos lugares que con anterioridad se habían convertido en yermos páramos.
—¡Sánchez! Preséntese de inmediato en mi tienda y traiga las notas halladas en los animales.
Con el informe de trascripción y los análisis del pájaro, entró.
—Le presento al Coronel Koto Hatari. Ha venido como asesor histórico. Abotónese soldado. ¿Cómo se atreve a presentarse así? La respuesta que esperábamos es tan sorprendente como el hallazgo que nos preocupa.
—Debo pedirle máxima discreción y, como ya le dijera a su superior, la ocultación de todo lo relacionado con este caso. Nada ha ocurrido, decir lo contrario constituiría delito de alta traición. Y no se hable más del asunto. En paz queden. Suerte en la contienda. Lo están haciendo muy bien.
Sánchez quedó boquiabierto y sorprendido.
—Lo siento mucho, Sánchez. Yo tampoco comprendo nada.
—¿Quiere decir que me quedo sin condecoración?
…………………………
Las trincheras ofrecían un mal refugio, la podredumbre y el hambre arremetía contra una guarnición que las temían más que al mismo ejército enemigo que les acosaba. En su desesperación tan sólo tenían a mano aquellos pájaros que siempre habían representado esa paz que ahora se les deslizaba entre las manos. El asedio se hacía insostenible.
—Puede que no sirva de nada caballeros, pero al menos sabrán lo que nos ha sucedido y conocerán de nosotros, tal vez así consigamos ayuda.
Se repartieron las palomas mensajeras entre todos los habitantes de aquella trinchera, los primeros en recibirlas fueron los heridos y enfermos, cada uno de ellos anotó una deseo. Los pájaros volaron portando en sus patas peticiones de suministros, de munición, angustiantes notas de ayuda, conmovedoras despedidas e incluso alguna carta de amor.
El 13 de diciembre de 1914, 302 soldados murieron en el bombardeo de una trinchera sin que nada de ellos quedara para corroborar su existencia ni su fin.
Carmen Rosa Signes Urrea 27/04/2008
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