Un GodSpell por San Uriel
Los acontecimientos habían sucedido demasiado rápido. Confiadas, acudieron a la cita discográfica que las lanzaría al estrellado. Habían pasado de la seguridad del coro GodSpel de la iglesia evangelista, a un peregrinaje por los clubes en donde poder probar fortuna como cantantes. Eran jóvenes y hermosas, en una época en la que, por su color, sólo el triunfo podría sacarlas de la miseria. Las promesas tomaron forma de grabación. Pero al llegar al estudio, las vendas que cubrían sus ojos, con ingenua ilusión, saltaron de golpe. El precio por ver cumplido su sueño —ser como Aretha, Rosetta Tharpe, Ella,…—, tornó en lujuriosos requerimientos.
— Aquí sólo hay dos formas de conseguir la fama: con la cartera llena o dándome lo que os requiero —afirmó Mr. Foodward.
En el callejón resonó el impacto de la puerta al cerrarse.
A poco menos de dos cuadras, la Sagrada Familia. Con sus puertas siempre abiertas, a Coraline, se le antojaba el lugar perfecto en dónde calmar los ánimos.
— ¿Por qué no regresamos a casa? —dijo entre sollozos Ángela.
Coraline, atusándose la melena, no le contestó. Mientras atravesaban la basílica, tomó el pañuelo del cuello, y se lo colocó en la cabeza en señal de respeto, sus dos compañeras hicieron lo mismo.
Se recogieron ante un pequeño altar. En la imagen representada de tinturas policromas, las figuras de Adan y Eva avanzaban desconsoladas mientras el arcángel San Uriel, amenazante, conminaba a desaparecer, espada en mano, a la serpiente.
— Me siento sucia. —dijo Rose.
— No digas tonterías —contestó Coraline.
— Deberíamos regresar con alguien. Darle su merecido… Mis hermanos…
— Ángela, cuida tu lengua. Estamos en la casa de Dios.
— ¿Puedo ayudarlas? —el monje apareció de improviso.
Ángela y Rose, habían quedado paralizadas. Coraline, más osada, avanzó hacía el capuchino.
— San Uriel tiene muchos devotos, —les dijo — en el amor a Dios encontraréis la respuesta a vuestras inquietudes. ¿Necesitáis algo?
— No sería correcto. No pertenecemos a su iglesia —afirmó Ángela.
— Dios es el mismo para todos.
Tras una profunda conversación, que les hizo comprender la importancia de dejar atrás el atolondramiento, las muchachas partieron hasta su casa acompañadas por el monje.
De regreso, Mr. Foodward salió al paso del capuchino. Cuidándose mucho de no rozarle, lo esquivó. La mano del religioso asió con fuerza su flamante espada, el aguijón que salvó a las muchachas de la envidia de un demonio, que no soportaba saberlas al servicio de su contrario.
CRSignes 111009
No hay opiniones, todavía
Feed de cometarios para esta publicación