Las lecciones de mi abuela Ana
La abuela Ana me instruyó para no dejar nada en el plato. Mi madre decía que no iba a crecer, pero después de aquel verano, pasé de ser un enclenque a gastar, con diez años de edad, tallas de persona mayor. Tuvieron que sacarme del comedor escolar por culpa de mi voracidad desmedida; ni recoger los platos dejaba, si en ellos quedaban restos.
La abuela Ana me adiestró para que saltara las vallas con los ojos cerrados, decía “aunque lo hagas con ellos abiertos, en cuanto despegues los pies del suelo nunca sabrás ni dónde ni cómo vas a caer”. Estarán pensando que qué hacía un niño regordete tirando a obeso saltando así, pues la verdad es que no llegue a conseguirlo, pero incrusté tan bien el consejo, que gracias a él nunca temí las dificultades. No puedo enumerar la de veces que pisoteé a todos los que se me pusieron por delante. Metafóricamente hablando, claro.
La abuela Ana incubó en mí el instinto. Cada vez que me enfrentaba a ella, era un reto: conseguir la comida o simplemente conversar, eran una dura prueba en la que tuve que aprender a deducir por mi mismo. Creo que eso me agrió el carácter. No sé lo que es tener un amigo.
La abuela Ana me enseñó a no tener miedo del cuarto trastero. De pequeñito, solía evitarlo, hasta el día en el que se dio cuenta de ello. “La imaginación para los sueños —decía— sólo podemos tener miedo de aquello que no se encuentra allí encerrado”. Aprendí a guardar en él todo lo que me asustaba, y ahora no hay nada en el mundo que pueda aterrarme. ¿Me pregunto si los miedos son los mismos para todas las personas, o si soy el único en tener uno de éstos?
La abuela Ana me educó para decir la verdad. No puedo retractarme de ello. Siempre aproveché todas sus enseñanzas hasta el límite: cuando ambicionaba lo que los demás rechazaban, no me molestó engullirlos; salvando los obstáculos que impedían mi avance, humille sin remordimientos ni piedad incluso a la gente que me apreciaba; un sexto sentido me alertaba de los peligros, y yo actué siempre en consecuencia; y los miedos quedaron todos allí, en el cuarto trastero con nombre y apellido. Cuando crucen esa puerta comprobarán, hasta qué extremo he llevado las lecciones de mi abuela Ana.
CRSignes 291208
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