10
Ago

Instinto materno

Envuelto en papel de seda, el tutú había perdido su forma.

¡Grosero! —Regaña la abuela al muchacho que saca la mano de la caja, asustado.

La abuela recibe un efusivo abrazo de la niña que abandona sobre la silla la bolsa de la escuela en cuanto llega, y se deja guiar. La casa tiene un aspecto distinto. El aséptico envoltorio que normalmente protege muebles y paredes, ha sido retirado. Un flujo de luz blanquecina ilumina en exceso cada rincón. En el centro de la sala, un abeto artificial de espeso ramaje.

¿Qué es abuela?
¡Cógelo! Esto es para ti. —La caja, objeto inusualmente orgánico que tanta curiosidad despertaba en el muchacho, es ahora entregada a su hermana que sigue sin poder apartar la vista del árbol.
¿Qué es? —No le contesta.
Ya te acostumbrarás. —Le dice su hermano vestido de uniforme.

Las manitas recorren la caja levantando el polvo acumulado. Por primera vez, Ágata, siente el perfume dulzón que surge del interior de aquel recipiente de cierre hermético. Estornuda.

Son violetas.
¿Lo de dentro? —Pregunta Ágata, mientras su hermano cala la bayoneta en el fusil de juguete.
¡El aroma!
¿El qué?
¡Toma!

Extiende su mano para que alcance un pequeño frasco vítreo etiquetado. Lee “Esencia de violetas”.
Abre ahora la caja.
¡Abuela! —Grita con alegría.

Entusiasmada se embute el tutú, atusa el tejido para que recupere el vaporoso volumen. Las zapatillas se las coloca la abuela, que trenza en las diminutas pantorrillas su cinta de seda.

Baila para nosotros.

Los pies se vuelven ligeros. Salta. Su cuerpo se eleva y queda suspendido. Junto a su hermano, forma parte de la decoración de aquel árbol ahora repleto de unos objetos que separados no dicen nada, pero que juntos cuentan una historia.

¡Abuela! No conocemos el cuento. ¡Cuéntanoslo!

El niño vestido de soldado tullido y la bailarina, aguardan con entusiasmo. La abuela se dispone a abrir las páginas del libro. Mientras, en el exterior de la nave la velocidad luz altera las cosas, los acontecimientos se precipitan, y en esta ocasión del enorme y hueco estómago de la abuela saldrá el pez que se comió al soldado, que murió amando a la bailarina, que terminó abrasada junto a él al calor de las ascuas.
El robot detiene el proceso, aquel final atroz no le ha gustado nada. Ejercer de abuela de los especimenes humanos, condiciona.

CRSignes 220409

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