16
Oct

La oscuridad

La oscuridad se cierne sobre todos aquellos cuerpos. Sus párpados se cierran antes incluso de que sus ojos dejen de percibir la luz. Ningún deseo de retroceder en sus actos los inhibe de la tentación de sucumbir a la voluntad del sacerdote, que yace junto a ellos retorciéndose en el mismo dolor. La luz, que hasta hace bien poco brillaba en todos aquellos ojos, desciende al acabar el triste día en que les ha tocado morir.
¡Ya han cesado! La ausencia de gritos hace prever el final de esta historia.
En los largos corredores del templo, aún se pueden encontrar los frascos de cristal portadores del veneno, frascos de amargo contenido, envueltos con el lujo de la frágil belleza exótica de otras tierras, que algunos aún sostienen entre sus dedos, y que nunca más volverán a contemplar.
Tal vez, este objeto que les trae ahora la muerte, es lo único que merece la pena de todo lo que esta religión les ha aportado.
Sumidos en la más mísera de las miserias, sometidos a los caprichos y designios del amo, fueron obligados a cambiar a una creencia que ahora les exige la más alta entrega.
Convencidos de que serían felices en el culto de las clases más altas, aunque para ello tuvieran que renunciar a sus propios dioses importados de las lejanas tierras de las que procedían y que desde el mismo momento que abandonaron no dejaron de añorar, fueron más afortunados que aquellos que perecieron en la resistencia de la conquista. Pudieron labrarse, aún en la esclavitud, todas las excelencias de una vida por y para el sacrificio, supremo mandamiento de su añorada religión.
El trabajo y los rezos eran el menor de sus males, la más dolorosa premisa consistía en que los niños no contaban salvo como meros objetos intercambiables, que tan sólo eran utilizados hasta que sus fuerzas les sostenían. Por eso, en el instante que nos ocupa, sienten que por fin tienen algo que compartir con ellos que les unirá por siempre en la eternidad, aún bajo las órdenes de aquellos dioses, que no pueden ser más terribles que los suyos propios que obligaban al sacrificio con mayor impunidad si cabe que los actuales.
La única dificultad de este momento, es hacer comprender a sus hijos la importancia de todo esto, pues en los ojos y la mente de un niño, no existe más vida que la suya propia, mayor celebración que la vida.
Se abrazan a ellos sosteniendo entre sus manos el bello y delicado objeto que les han dado, portador de la libertad. Conocedores de que su fin se acerca, no se apartan de aquellos niños extrañados al ver decenas de cuerpos en tierra, a los que el único sonido que les acompaña al caer, está provocado por el bello frasco de vidrio al romperse. Música delicada de belleza punzante. Amontonados en grupos, unidos hasta el final. De cuando en cuando, algún grito se deja oír por la estancia, surgido de las entrañas de madres horrorizadas de perder la vida después que la de sus hijos.
Y mientras tanto, el ruido se hace cada vez más escaso, hasta desaparecer. La música de los vidrios rotos, deja paso a la respiración descompasada de los más fuertes, que cerrando los ojos se aferran al recuerdo de los que yacen junto a ellos. Hasta que la ausencia de cualquier sonido, torna el espacio en una prolongación de la noche a la que siempre va unida al silencio.

CRSignes 2001

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