El antojo
De quesos a frutas, de chocolatinas a regaliz se le antojaban a cualquier hora. Sucedió en el sexto mes de embarazo. Sus peticiones habían desbordado mi paciencia. Paseábamos cuando vimos en una charca, cercana al lago el rito de apareamiento de las grullas. El macho realizaba imposibles posturas con su frágil cuerpo, mientras que la hembra no perdía detalle de su ofrecimiento. Aquella danza no precisaba de más música que la propia del terreno: el sonido de los juncos mecidos por el viento; el croar de los batracios; y algún que otro grillo que acompañaba con su canto al de las aves. Aquel acompañamiento me hizo comprender que mis esfuerzos, por complacerla, resultaban insignificantes comparados con los que la propia naturaleza dotaba a sus criaturas. Ellos no necesitan fingir tienen el don de la sinceridad. Me sentí ridículo. Creo que Marta se dio cuenta por lo que quise adelantarme a sus deseos.
Allí cerca, en el apeadero, un anciano derramaba colores y formas sobre un lienzo. Comprendí que debía estar pintando a las grullas. Me acerqué sigilosamente, deseaba adquirir el lienzo si así era.
— ¡Buenas tardes!
No contestó.
— ¡Muy buenas! Disculpe, no le oí llegar.
Me quedé absorto. En la inmediatez de aquellos trazos acelerados, la tela contenía, gracias al virtuosismo de su arte, el instante que acababa de vivir junto a mi esposa. La escena se describía hasta el mínimo detalle: las aves danzarinas, con su gemelo reflejo en el agua; la hermosa figura de Marta, con su avanzada carga de meses; la expresión de mi rostro; y toda la belleza del paisaje cálido de finales de agosto. Aquella obra inconclusa tenía un enigmático espacio vacío.
— ¿Le gusta?
— ¿Cómo no me va a gustar caballero? Es usted un gran maestro.
—Gracias.
—Venía dispuesto a adquirir su obra, y eso es precisamente lo que deseo hacer a toda costa si me lo permite.
— ¡Suya es! Pero debo concluirla. Regrese junto a su esposa. En pocos minutos se la entregaré con sumo placer.
Y así sucedió. Se acercó hasta nosotros y con una gran sonrisa nos entregó el cuadro. Marta quedó sin habla. Allí estábamos todos: las aves, el lago, la charca, los colores que el cielo ofrecía en aquel momento, el lienzo en nuestras manos y la figura del viejo pintor alejándose, que fue lo único que pudimos alcanzar a ver cuando levantamos la vista del cuadro.
CRSignes 181205
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