Castrati
“Como en todas las Iglesias de los Santos, las mujeres cállense en las Asambleas, que no les está permitido tomar la palabra (...)”.
San Pablo, en la I epístola a los corintios
Arrebujado bajo una manta pensó que tal vez si cerraba los ojos, al abrirlos, todo acabaría siendo un mal sueño. Pero antes de la salida del sol vinieron a por él. Se derrumbó. Ni en sus peores pesadillas hubiera imaginado lo funesto de un destino, del que aún desconocía lo peor.
Lo arrastraron sin miramientos, parecía un animal acorralado. Ni una palabra amable pudo hacerle entrar en razón. Por su comportamiento arisco tuvieron que atarlo y amordazarlo con fuerza.
Habían pasado varios días. ¿Cuántos? Imposible recordarlo. En sus oídos aún repicaba el sonido de los pasos; la bolsa de monedas; y el llanto de una madre conmocionada e inconsolable. No había nada que pudiera apartar de su mente el daño que acababan de infligirle, ni el porqué de tan irracional acción. Un sentimiento de reproche creció en él, enredándose en su corazón, aprisionándolo con fuerza.
Lo tuvieron encerrado hasta que consideraron que se había recuperado. “Al menos, —pensó —la comida es abundante”.
El paisaje cambió un día. Las dulces palabras de aquella matrona, contrastaban con la mirada aviesa del personaje que la acompañaba, el mismo que le había guiado hasta la sala de tortura. Fue descubriendo un ambiente alegre, aunque combinado de amargura. Decenas de muchachos se arremolinaban a su paso, le señalaban, le sonreían, le hablaban. Un gran portalón se abrió, jamás había visto tanta belleza. Dorados refulgentes; ángeles por todas partes; un suelo brillante y liso, reflejando toda aquella grandiosidad; paredes y techos decoradas con las más bellas escenas terrenas y celestiales; y una música que le había transportado. Un infierno convertido en cielo.
¿Estaría muerto? La dulzura de las voces, acarició sus sentidos. Entonces fue que lo vio. Le dio la bienvenida, le habló de esperanzas, de ilusiones, del bien al que se debía, de su obligación para la iglesia, para Dios. Aquel fanático personaje, de lujoso y colorido atuendo, le había engañado, creyó haber estado ante la mismísima presencia del Altísimo, y tan sólo era un hombre. No obstante se sintió complacido. Comenzaba a formar parte de un nuevo mundo. Se sintió importante.
Pero el camino no era fácil, ni para él, ni para ninguno de sus compañeros en el dolor —el dolor por la hombría perdida— y la lucha, demostrando ser el mejor de todos, el más dotado. Extinguido cualquier vínculo familiar, imposible ser temerario, ir en contra de aquella vida para la que seguramente nunca serviría. Se dejó guiar en la enseñanza estéril; ilusionado con la promesa viviente del goce de los sentidos más allá de la vida terrena.
CRSignes 260808
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