Doña Teresita
Nadie se atrevía a pronunciar aquel nombre. Aún así, pensaban que tarde o temprano Doña Teresita caería en la cuenta de la falta que le hacía Don Manuel, de lo absurdo que era descargar de esa manera su frustración.
Sin escrúpulos, había dado por cierto todo lo que se le planteó: que su marido le había sido infiel; que sus amigos la habían traicionado. Definitivamente se sintió sola, tanto, que no volvió a confiar en nadie más. Y desoyendo todas las voces que le hablaban de los engaños confundiéndola, no tenía oídos más que para aquellas palabras que le hacían aparecer como víctima. Transformó una conducta recta, y volvió veleidosa su existencia.
Y así como aquél almanaque olvidado bajo la escalera, único testigo de la realidad transitable y del paso del tiempo, fue haciendo mella, el estado mental de Doña Teresita se desquebrajaba como sus hojas raídas. Se le había metido en la cabeza, que puesto que el mundo se había vuelto del revés, así debía figurar todo lo que le rodeara. Comenzó ordenando que se sujetaran en el techo los enseres del salón, luego los de los dormitorios, la cocina, los baños... Aquella casa se convirtió, al tiempo, en poco más que un museo de los caprichos inconscientes de una mujer trastornada, por la que nadie se atrevía a dar nada. Los pocos que se habían mantenido fieles a su lado no tardaron en dejarla a su suerte. Aquellos sirvientes desencantados, que en un principio interpretaron como broma temporal todas sus extravagancias, no resistieron aquella presión. Fue en ese momento, cuando Doña Teresita se dio cuenta de su error. Pero creía que ya nadie le haría caso. Sólo un milagro podría ayudarla.
Sujeto en la aldaba de la puerta, un macho aguardaba el regreso de su jinete. Don Manuel se había introducido en el vestíbulo, y cogiendo las manos de Doña Teresita e hincando las rodillas en el suelo, juró que no cesaría en su empeño hasta que ella accediera a darle una oportunidad. A un tiempo, ambos se buscaron. Los goznes del portalón hicieron tope, y en el interior de la casa reinó una paz interrumpida a intervalos, por la risa radiante y feliz de dos maduros amantes, que no podían demostrar su amor más que en el suelo. Hecho éste que les hacía mucha gracia.
CRSignes 211205
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