Ubaldo Trentino. Pintor.
A Marcel Schwob con todo mi respeto y admiración.
Decenas de aspirantes -pintores venidos de todos los puntos del país-, suministraron sus bocetos. A Ubaldo le fascinaba el juego de luz y sombras y esa sensación de tener el cielo al alcance de sus manos del gótico. Visitó el Vaticano animado por un padre que dejó su vida en uno de los interminables cismas que barrieron el XVII.
Convencido de su éxito, entregó el proyecto. Lo había soñado todo. Diez años atrás, cuando regresaba a Italia, una inquietante pesadilla alteró su descanso.
Ingrávido, sobre la cruz latina de una Seo, vio en el techo abovedado una suerte de escenas cotidianas que disputaban su espacio con las cortes celestiales; en la cúpula: Dios. Aquella visión, mucho más espectacular para él que la capilla Sixtina, quedó grabada en su retina.
-¿Lo quieres? –Le dijo el ser deforme y descomunal que apareció sobre él.
-Sí. –Afirmó sin un ápice de duda.
-Tuyo será.
La mano, extremadamente blanda y larga del demonio, lo lanzó contra el suelo hacia una pira de cuerpos mutilados que ardían alimentados por la imaginería de las hornacinas del altar.
Temeroso por la visión tardó en olvidarlo. Achacó el suceso ilusorio al escaso alimento ingerido durante la travesía.
Caminaba hacia el despacho de la archidiócesis, convencido de su maestría.
-Cada uno de los bocetos ha sido valorado con las mayores diligencias posibles. Nos, lamentamos comunicarles que no ha lugar para sus proyectos. Nos, expresamos nuestro agradecimiento más sincero. Qué Dios les guarde. –Dijo el Obispo.
Se dirigió hacia la catedral en dónde la maraña de gentes, andamios, poleas, cuerdas, gritos y esfuerzos sobrehumanos, parecían no importarle. Tomó un cirio prendido, hizo un boliche con sus bocetos y lo lanzó contra un suelo que, repleto de paja y cuerdas, prendió rápido. Nada se pudo hacer, al tiempo que el fuego consumía las estructuras de madera, la fuerza de las llamas debilitaba los cimientos que cedieron, matando a casi todos los presentes incluido a Ubaldo, conforme de lo que veían sus ojos.
-¡Al fin llegaste! Ahora sé consecuente.
Ubaldo comenzó a flotar. Sobre su cabeza una bóveda infinita, un inmenso espacio en blanco.
-Ya puedes empezar. Y recuerda, debe gustarme. De lo contrario…
Bajo sus pies, los condenados del infierno.
Ubaldo sintió nuevamente sobre él la blanda y larga mano del demonio, pero su pensamiento estaba más allá, en el juego de luces y sombras que le ofrecía aquel techo abovedado.
CRSignes 070308
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