27
Jul

El toro de Fálaris

Desde Atenas, había recorrido el mundo llevado por su arte. Reyes y conquistadores se lo disputaban. Aquellos bronces poseían tal perfección que parecían reales. El reencuentro con su obra, en el preciso instante de la entrega, era la mejor recompensa.
Perilio, traspasó el palacio hasta encontrarse cara a cara con Fálaris, rey de Agrigento.
-Sólo pido una cosa: la perfección. Si me la entregas te daré lo que quieras. Odio los defectos. No me decepciones.

El rugido se extendió nítido sorprendiendo a los presentes que, ante la maravilla, reclamaron más. Aquel ingenio tenía poco de la magia que querían darle, y mucho del horror para el que fue creado.
Años de gobierno prospero, bajo el yugo implacable de Fálaris, llevaron a la ciudad de Agrigento a las más altas cotas de popularidad y riqueza. Nada escapaba a los ojos de un tirano que había llegado donde estaba por sus grandes dosis de crueldad. Podía presumir de no tener enemigos vivos ni opositores, encargándose el mismo de que así fuera. Alardeaba de lo maligno de sus métodos de tortura, regodeándose al tiempo de su maestría. Un desprecio suyo, era una sentencia de muerte. Disfrutaba viendo el dolor ajeno. Decía, “Es la forma más limpia para conseguir lo que necesito.” Le hacía sentirse infalible, poderoso como un Dios. Sus contrarios, laxos ante él, le entregaban todo cuanto quería.

Se veía imponente aquel toro que mostraba su bravura preparando el envite, dispuesto a empitonar.
-No puedo darte nada si no lo pruebo. Quiero ver en qué consiste. Cómo funciona. – Aseveró Fálaris.
Con el convencimiento del trabajo cumplido, Perilio, se introdujo en el animal de bronce que ocupada el centro del patio. A un gesto del rey, poco tardaron sus esbirros en bloquear la portezuela y prender fuego a unas calderas que, al alcanzar el calor insoportable que encendió en rojo el metal del que estaba hecho, provocó la muerte del artista, no sin que antes éste soltara ayes y gritos que, propagados desde las fosas nasales de la bestia metálica, semejaban bramidos de un animal enfurecido.
Decenas de personas aclamaban al autor del portento. Fálaris, se alzó orgulloso.
-¡Perilio! –repitió tres veces. –Que nadie olvide este nombre, pues acompaña ya a los dioses.
De esta forma inhibió la maestría del artista. Años después Fálaris confesaría los celos que le provocaron el invento y su creador. Algo tan perfecto sólo podía haber sido suyo.

CRSignes 120308

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