Deux ex machina
Para mi bien amado Ricardo, por su inspiración y siempre sabio consejo.
Aquellas criaturas, se movían con rapidez por el sistema de raíles con sus ruedas de oro puro. Terminó el banquete. Zeus seguía admirado. Sabía de las extravagancias de su hijo Hefesto, de la obsesión que éste profesaba por su trabajo. Sus limitaciones se habían convertido en fuente de inspiración. Recordó el día en el que apareció con las doncellas doradas.
— ¡Mirad cómo la atractiva figura de las doncellas se insinúa bajo su reluciente anatomía! Les he concedido la vida. Pero no una existencia cualquiera. Ellas serán mis asistentes, están dispuestas para complacer hasta el menor de mis deseos. Las doté de fuerza, belleza, juventud y una inteligente verborrea; poseen la gracia de las cosas únicas, auténticas.
Desde su trono, Zeus aquel día tuvo envidia, pero no fue el único.
— ¿Pensasteis que sin beber las aguas del Leteo, jamás podría olvidar la humillación de la que fui objeto? Errasteis.
No le importó que Afrodita y su amante estuvieran presentes. Ares en su arrogancia, vio solamente en las doncellas las posibilidades bélicas del ingenio; Afrodita sintió celos. “Dudo de la inteligencia de estas criaturas. De ser así ya le hubieran rechazado”, enunció con desprecio.
A todos les resultó risible aquella unión. Los murmullos recorrieron la estancia. Las más disparatadas cábalas se dejaron sentir y Hefesto, escuchó satisfecho.
El tiempo había dado la razón al tullido, y sin achicarse consiguió mejorar su producción. Pero Zeus seguía receloso. Aquellos seres creados por las manos de su hijo, tenían los mismos poderes que ellos mismos, y su responsabilidad, recaía en una único ser. Mirando la gran eficacia de aquellos metálicos siervos una preguntó vino a irrumpir en su mente y en la conciencia de los demás comensales.
—Hemos visto cómo has conseguido sustituir a los hombres en sus menesteres. Debo felicitarte por tan acertado portento. Nadie duda de su eficacia. Pero hijo mío, has conseguido adaptar éstas máquinas a nuestras necesidades, ya los hombres parece que se han visto relegados a un segundo plano. Ellos nos deben todo. Fueron creados para la sumisión, nosotros depuramos sus actos. Pero ¿a quién se deben estos seres artificiales? Si no hay quién nos divinice, ¿qué destino nos aguarda?
Cuando terminó de hablar tan sólo alcanzó a ver cómo Hefesto se alejaba con una sonrisa entre sus labios, mientras aquellos sirvientes metálicos aguardaban órdenes.
Carmen Rosa Signes 18 de abril de 2008
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