El arcano número 3. La Emperatriz
La corte era un hervidero de rumores. Rumores sobre política, sobre ciencia, sobre literatura, rumores que afectaban a los más allegados a la corona, incluso, a la misma reina.
Críticas, desprecios, codicia del inconformismo típico con el que se tenía que enfrentar.
Pasaban los años y nadie olvidaba las disputas y menos aquellas que habían dividido al imperio. Enrique, su padre, obró en consecuencia con sus caprichos. Dejó una huella imborrable.
Elizabeth había crecido consciente de su divinidad. Pero era inteligente, sabía que ésta era fruto de su situación y que si perdía ese halo protector, sus súbditos comenzarían a dudar de su capacidad. Consiguió que la respetaran pagando un alto precio por ello.
Pero los rumores no cesaban y, ella, mostraba con orgullo las armas de su mandato, el poder. Despiadada con sus enemigos, conquistó una fama ambigua que hizo dudar sobre su persona. La “Reina Virgen” la llamaban.
Ese mote sirvió a sus intereses. Su vida privada era eso, privada, un crisol sin grietas por el que no se derramaba ni una sola gota. ¿Quién hubiera tributado a una dama con signos de debilidad?
Aquella noche después de un largo día de sufrimiento y mientras los músicos de la corte daban tango a las cuerdas de sus instrumentos, trajo al mundo un niño del que apenas si pudo contemplar su rostro. Se había negado a verlo, pero en un último momento tuvo que apartar la mirada, pues el instinto le pudo. Ella misma escogió a sus padres y en secreto pagó su educación. Desde bien joven lo tuvo cerca y, entregándolo en manos de John Dee su astrólogo y consejero personal, lo convirtió en su discípulo. Quiso limar su carácter, educarlo, evitar que se convirtiera en un personaje agreste, como muchos de los que pululaban en bandada por la corte.
Se veía reflejada en él. Pero para el muchacho, de nombre Francis Bacon, ella no significaba nada. La sentía distante.
Así sucedió que, cierto día, una vez regresado a Inglaterra después de realizar estudios en universidades francesas, Francis perdió el favor real. Elizabeth quiso honrarlo con su ayuda, pero le pudo el orgullo y la rechazó.
Pese a que le afectara en lo más hondo, Elizabeth no podía aceptar el descaro constante y los desaires del joven Francis. Permitir que la vieran como lo que se resistía a ser, una mujer vulnerable, hubiera acabado con ella.
Carmen Rosa Signes 120206
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