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Dic

El arcano número 15. El Diablo

Con la mano levantada impartía sentencia.
Lo recuerdo como una escena atroz envuelta en misteriosa neblina, distorsionada, como surgida de las visiones de un profeta apocalíptico.
¡La venida del Maligno!
No importaba que lo hubiera hecho otro, las culpas siempre recaían en mi.
Con los años, había adquirido un rostro sospechoso, eso decía mi padre. He intentado imaginarme eso de “rostro sospechoso”, pero por más que me miro, sigo sin notar diferencias evidentes con el suyo, además todos somos culpables de algo. Incluso Maria, mi hermana pequeña, podía albergar la mirada más pizpireta; ocultar mil y una picardías.
Mi padre me utilizaba para poder descargar las frustraciones que se le acumulaban durante el día.
El cómo lo aguanté, aún es una cuestión que me sigo planteando.

Una noche nos levantó del lecho; su voz sonaba más terrible que de costumbre. No sé por qué, pero tuve el instinto de agarrar a Maria de la mano y huir, pero se hallaba parado justo enfrente de la puerta de la calle. Avanzamos atemorizados, caminando por el largo pasillo, uno tras del otro. Protegía con mi cuerpo el de mi hermanita. Al llegar a su altura, de un tirón rápido, casi de un salto, nos metimos en el comedor. Aquella mano levantada, siempre tan larga... ¡Me aterraba!
Y allí estaba, con los sentidos distorsionados, colorado como un cangrejo cocido en vino, buscando con la mirada aviesa una nueva victima.
Mamá no hubiera aguantado tanta presión. Durante años pensé que se marchó por no vernos sufrir, hasta que comprendí, dolorido, que el abandono había sido doblemente cruel.
Nos refugiamos en un rincón de la sala, agazapados y ateridos con más miedo que frío.
Miré a Maria, que no podía quitar sus ojos del rostro oscuro y desencajado del diablo aquel que decía ser nuestro padre. Y yo también lo miré. Y por unos instantes, creí ver su transformación.
En la sombra oscura, del miedo, sonaron sus reproches y una retahíla de golpes que nos dejaron en la boca, los sentidos y el recuerdo, el sabor de un chocolate amargo, espeso y ardiente.
Nada fue igual desde aquella noche. Nuestro padre siguió deformándose. Cada día que pasaba, era más cruel, más intolerante, menos humano. Y nosotros nos sitiamos en una vida que no habíamos elegido, resignándonos en la esperanza de un cambio que nunca llegó.

Carmen Rosa Signes 220606

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