Silcharde, o la fuerza del poder.
-“¡Silcharde! Por Saday, te ordeno me concedas el poder de dominar a todos cuantos hasta mi se acerquen, para conseguir de ellos lo que les pida.”
-No te daré nada si no me entregas un pergamino firmado con tu propia sangre. –le exigía el ser emergido de las tinieblas.
-Aquí lo tienes.
Antes de que el convocado le arrebatara el escrito, pudo arrojarlo al fuego como le habían indicado. Silcharde, de esa forma engañado, le susurró al oído aquello que tanto anhelaba, con la advertencia de que nadie debía conocer el secreto. Algo rozó su rostro. Sintió una comezón que le hizo reaccionar violentamente. La paloma, huyó desapareciendo por el hueco abierto de un tejado inexistente. El sol salía sin el canto acostumbrado; la bruma enmascaraba la realidad, con un velo difuso y débil. Todo le resultaba absurdo, pero ahí estaban los restos de la compleja invocación. Enfundó la espada de Adonay, y se dirigió hasta el campamento.
En las afueras de la ciudad sitiada, sus hombres aguardaban órdenes, aún excitados por la última batalla. Nada más arribar, mandó a un mensajero con una propuesta para el Emir rebelde. A las pocas horas, las puertas de la población abrían por sorpresa, y sus hombres, capitaneados por él y por las armas, arrasaban salvajemente a aquellos seres confiados. Pero la crueldad glaciar de sus actos, no quedó en la ignominia. Las noticias de la traición, de la masacre, partieron raudas, bajo la protección de las alas de una decena de palomas mensajeras, esparciendo la malandrina infamia en todas direcciones.
Don Alvaro, conseguía el poder con engaños y malas artes. Parecía cosa del demonio. Sus hombres, cabizbajos, rumoreaban la posibilidad de un trato con Satán, tal era la fuerza maléfica de unas acciones, con las que adquiría, migaja tras migaja, tierras, títulos, esclavos, y el poder que no le correspondería ni en centurias de esfuerzo. Así llegó a oídos del Papa, la cruel traición de un hombre, que había abandonado su fe y sólo pensaba en enriquecerse, sin hacer nada por la salvación de Tierra Santa. Como respuesta, a sus investigaciones, tan sólo consiguió el beneplácito de sus emisarios.
Cierto día, las tornas cambiaron. De pronto, todo se le torció, y ya nunca más consiguió doblegar a nadie. Durante la noche anterior, llevado por el alcohol y el desenfreno, sin recordar las advertencias de Silchader, una de las esclavas fue su confidente.
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