26
Jun

Bechard

La falsa explosión del vehículo, mitigó el sonido del cañonazo. Subía desorientada por la calle Obispo. Sus pasos, por la adoquinada calle habanera, la llevaban maquinalmente hasta el Floridita. Ya en la puerta dudó. Quedó paralizada al ver la patrulla policial detenida en la esquina, suscitando el recelo de uno de los guardias.

-¿Le ocurre algo?
-¿Podría decirme la hora?
-Las nueve.

Parecía como si algo fuera a suceder entre ambos, pero la dejó tranquila. Su ropa distaba de la elegancia que solía exhibirse en el Floridita. Aún temiendo que la echaran, entró. Soñó que encontraría lo que tanto ansiaba en aquel lugar y a esa hora. Diana nació hermosa. Su cuerpo se había formado voluptuoso y deseable, pero no encontró el amor. Ahora, con casi cuarenta años de edad, se desvivía por dejar atrás aquel vacío. Al no lograr introducirse en las viejas tradiciones orishas de su isla, rumió que si Dios olvidó bendecirla, quizás el demonio lo haría. Y comenzaron los sueños. En la barra, rebuscó en su monedero; con unos pocos centavos no le servirían nada. El camarero le entregó un vermouth.

-Cortesía del caballero. -Le dijo, señalando detrás de ella.

Aquel hombre estaba acompañado por dos mujeres, que pavoneaban sus encantos. Antes de que nadie sospechara de la ilegalidad del encuentro, se aproximó.

-Tengo entendido que le interesa esto. -Sobre la mesa dejó un voluminoso paquete.
De cerca, el color cetrino del traje del caballero se confundía con el tono de su piel, en una extraña mezcla. Intentó alejarse presa del pánico, pero él la sujetó por la muñeca obligándole a sentarse.

-No menosprecie el poder del que le hago entrega. ¡Bechard acudirá! Esta carta contiene las palabras que lo traerán. Sólo debe conseguir un gallo para el sacrificio. El resto: la espada de Adonaii con la que marcar el lugar del conjuro, el carbón vegetal, y el pergamino virgen, lo encontrará aquí dentro.

Bien por la expresión de su rostro, o por la maliciosa forma de manosear a sus acompañantes, no dejó que el extraño alcahuete concluyera su discurso. Salió corriendo.

-Señorita, parece asustada.

De nuevo aquel guardia.

-¿Permite que la acerque hasta su casa?

Por la puerta del Floridita asomó un caballero acompañado por dos mujeres que, entre risas y besos, alborotaban la calle.

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