RESPLANDOR DE RASCACIELOS
(Molinda Linda)
Categoría: Drama, amor.
I
Con el nudo de la corbata en el pecho, totalmente desgreñado, el Dr. Quintilio se movió bacante desde la ventana donde siempre observa el mar, hacia su ahora desordenado escritorio. A su alrededor vuelan periódicos viejos, expedientes empolvados y cuartillas borrosas, que retozan caóticos con la gran cantidad de botellas, latas vacías de cervezas, colillas de cigarrillos y cerillas usadas que dibujan figuras disformes en el desvencijado piso. Sus ojos pálidos, casi llorosos, observan como fascinados, la pistola cargada en una de las gavetas abiertas del escritorio, mientras en sus oídos tamborea el timbre del teléfono que aún significa una brevísima esperanza para sobrevivir. Su mente embarullada de nicotina y alcohol no entiende ahora si levantar el teléfono por última vez o tomar la pistola, volarse los sesos y terminarlo todo.
Quintilio Felisberto Cantalarana no fue un abogado de éxito, incluso, nunca pudo mover la oficina del propio hogar, pero mucho menos fue un escritor reconocido; después que se decidió a escribir, sólo contó con un par de editores que no podían llevar sus novelas y relatos más allá de unos cuantos lectores; sin embargo, por haber combinado ambas profesiones, pudo conocer a Molinda, quien significa en estos instantes el único interés de su vida, o para explicarlo mejor, el objeto que puede darle una oportunidad de vivir.
En la medida en que iban creciendo sus compromisos en el campo jurídico, y sus relatos y novelas empezaron a tener lectores cautivos se vio en la necesidad de contratar a una secretaria a tiempo completo, pero de esas secretarias baratas que salen de los institutos de estafadores académicos, porque su presupuesto no alcanzaba para pagarle a una secretaria profesional, por lo que en el anuncio que colocó en el periódico, advertía que las aspirantes no necesitaban experiencia previa.
Y al otro día, aún no había abierto la oficina, cuando un aroma floral de los que le llaman "mata guardias" por el intenso olor que despiden, hirió de mala manera su olfato; lo portaba ella, Molinda, una trigueña clara de 19 a 20, con una sonrisa que llegaba al techo, con sus pequeñas orejas entorpecidas por unos aretes redondos que les rozaban los hombros, y su cabeza trabada en un pañuelo, que al igual que su blusa amplia, llevaba más colores que un carnaval.
El Dr. Cantalarana se ajustó los lentes para observar mejor que un Jean crema tan desgastado y estrecho que parecía transparente, lo llevaba Molinda amarrado a una correa negra tan ancha que parecía una de las fajas que usan las adolescentes encintas para esconder la barriga; pero lo que más le sorprendió fueron los tenis roídos de color rojo vivo que llevaba sin calcetines. Todo ello, junto al exceso de colorete en su rostro, daba la impresión de que era una muñequilla confeccionada especialmente para aterrorizar a los niños.
No tuvo que preguntarle a qué había venido; en una voz tan escandalosa como los colores de su blusa, se presentó:
––Yo soy Molinda la más linda, Jefecitor, la secretaria que no sólo maneja con propiedad los paquetes informáticos de última generación sino que también me defiendo en cualquier labor doméstica, -frase que soltó con tal brusquedad que a Quintilio le dio la impresión de que se la había aprendido de memoria, -y continuó:
––Soy como una especie de sinvergüenza, Jefecitor, lo único que quiero es trabajar y no hacer lo mal hecho, por lo menos hasta que me llegue el dia de "despacharme" a Nueva York, -le señaló de la misma manera fresca y desenfadada.
Al escuchar esas palabras tan humildes como firmes, la observó mejor, y pudo reparar en que ciertamente era la ropa y el maquillaje los que la hacían ver tan horrible; su voz era un poco infantil pero no desagradable, notó por igual, que no podía permanecer tranquila, desmenuzaba con apuro una goma de mascar, y al parecer necesitaba estar moviendo las caderas y colocando sus manos en distintas partes del cuerpo, sobretodo, arreglándose la blusa, que al quedarle grande se le caía indistintamente de un lado y del otro.
––Usted sabe, Molinda...
––Yo no sé nada, Jéfer, ––le cortó––. Yo sólo sé lo que tengo que hacer, que es lo que usted diga, mientras me pueda "despachar" a Nueva York, ––ripostó––.
––Pero Srta. Molinda... (trataba de decirle que volviera otro día, ya que necesitaba examinar otras aspirantes) ––pero lo detuvo de nuevo.
––¡Ningún ningún!, Jéfer, ––¡Oigame bien! Jefecitor, ––Mo-lin-da, es decir Molinda la más linda es la secretaria que usted necesita, y por suerte para usted que mi tío, donde residía, compra siempre ese periódico. ––le señaló como si le estuviera haciendo un favor, provocando que el Dr. Quintilio se preguntara internamente las razones de titularle "Jefecito" si su peso sobrepasaba las trescientas libras para la ocasión.
––¿Dice usted que vivía en casa de un tío? ––le preguntó Cantalarana un poco sugestionado ya por la singular muchacha.
––Claro, él me dijo que si no empezaba a trabajar hoy, me podría largar para el monte de donde vine, me lo viene diciendo hace tiempo, pero anoche me lo dijo tan en serio que hasta me dio el dinero para el pasaje. El dice que lo de mi viaje a Nueva York es una historia mia para vivir recostada de él, y es que mi tío no sabe, Jefecitor, que me quedé sin zapatos buscando un trabajo limpio y decente como el que usted me ofrece.
Mientras terminaba esta frase colocaba un pie sobre el otro como para tapar el mayor agujero de uno de los tenis rojo gastado.
––...Y usted no quiere volver al monte, ¿verdad? inquirió el abogado-escritor.
––Nooo, nop, yo "voy" a trabajar para usted y guardar parte de lo que usted me pague para "despacharme" a Nueva York, contestó Molinda con su acostumbrada desenvoltura.
En ese momento la sonrisa del Dr. Cantalarana estuvo a punto de estallar en una carcajada, pero ya había decidido contratar a Molinda por una semana de prueba, lo que hizo.
II
Le dio las coordenadas de su trabajo, que no eran otras que levantar el teléfono y organizar sus archivos de literatura, así como las correspondencias con sus lectores y editores, aunque el primer día casi se arrepiente porque aunque Molinda trabajaba rápido y era entusiasta y organizada no le dejaba concentrar. Permanecía todo el tiempo cantando, riendo y –peor aún, taconeando; sin embargo ya tenia tanto tiempo escuchando las interminables quejas de su esposa y exigencias de la suegra, que se le había olvidado sonreír, y ese día Molinda le recordó que más allá de los fantasmas de su mundo de ficción, de las peleas jurídicas y de los arranques violentos en el hogar, hay un mundo que puede, y sabe reír.
––Molinda, como usted ya debe haberse dado cuenta, yo fumo, ¿no le molesta? le preguntó el primer día de labor.
––Por mí se puede usted fumar la catedral, le contestó de manera escueta, como si hubiera estado esperando la pregunta.
––Me refiero a que si no le molesta el humo, Molinda
––A mi no me molesta nada en este mundo, Jefecitor, lo único que aveces me fastidia un poco es que no he podido "despacharme" a Nueva York para mandarles "verdes" a mi mama y mis hermanitos al campo.
––¿Y que piensa hacer usted si llega a Nueva York?
––!Oh, cantar, ¿Usted no sabía que yo soy una cantante?!
Cantalarana tuvo que pedirle permiso para llegar al baño, donde se rió tanto que le dolieron los músculos del pecho y de la nuca. Lo que escuchó detrás de la puerta al regresar, le devolvió al baño a seguir riendo, Molinda estaba contestando el teléfono:
––"Alós, alós, Si, le habla Molinda, la más linda, la nueva secretaria, si, -El Jefecitor fue al toilete, --usted sabe, necesidades fisiológicas–– pero me dijo que si alguien llamaba que le dijera que él estaba en una reunión con unos empresarios canadienses.!!Llámelo más tarde!!"
Pues a la semana, el Dr. Quintilio convino con Molinda en ofrecerle un avance en efectivo que se verificaría en un traje para el trabajo ya que el segundo día se apareció en la oficina dentro de un camisón de dormir crema azulado, luego, en una falda blanca de las que usan las niñas en la primera comunión y para ir los Domingos a la Iglesia, matizando siempre, eso si, con los tenis rojos.
Fueron a la tienda y eligieron un par de trajes (pantalones y blazers) azul oscuro con blusa amarilla, por igual, Quintilio le compró unos cuantos pares de zapatos de marcas con tacos pequeños, no sólo por los tenis rojos, sino que a la tercera jornada laboral se apareció con unos zapatos de unos tacos tan enormes que caminaba como si estuviera borracha. "Estuvo a punto de caer por unas diez ocasiones" –recordaba-. Por igual le regaló un par de perfumes porque el "mata guardia" le tenía a punto de dividir la oficina de ambos, lo que no le convenía.
El cambio físico de Molinda era evidente, lucía ahora una chica alta, gordita, trigueña tirando a blanca, de cuerpo esbelto y fuerte, cabellera mediana de pelos lacios, negros, nariz vigorosa y ojos pillines, exóticos como su boca de labio superior fino e inferior grueso -lo que daba una amplia sensualidad a su sonrisa, dentro de un rostro ovalado. Esta vez, Cantalarana reparó en que disfrutaba de manos grandes con uñas preciosas y alargadas que terminaban sus dedos finos, los que tecleaban en el ordenador con más rapidez y eficacia que cualquier secretaria de la empresa más prestigiosa; en definitiva, era una adolescente de rasgos tan hermosos que al parecer lograron infundir resentimiento en su mujer, quien al notar el nuevo look de Molinda centró sus celos en lo que ella llamaba "estrambótica personalidad" de Molinda que no le convenía a la oficina ––según decía–– ni mucho menos a sus hijos, invitándole a deshacerse de ella.
Pero Quintilio no le hizo caso, y aunque al principio no podía coordinar bien sus pensamientos en la presencia del pintoresco carácter de Molinda, se fue acostumbrando a sus habituales cantos alegres de rap, mambos, reggetones y merengues inventados por ella, por lo que aunque su voz aniñada no vería nunca una tabla de cantante –pensaba–– podía por lo menos componer canciones de una manera bastante natural. Tenía el talento.
En el pasar de los días, la fue tomando más en serio, y sus risas, bailes y tonadas alegres dejaron de bloquearlo, hasta llegar el momento en que la alegría natural, tan franca de Molinda, le ofrecieron una visión completamente nueva a sus creaciones. Sus protagonistas se tornaron un poco más contentos, más humanos. Y fue a partir de ella que empezó a producir novelas y relatos tiernos de amor, de aventura, y hasta de humor, ya que sólo trabajaba con demonios, seres de otro mundo, psicópatas asesinos y derrotados sociales.
Aumentaron las ventas de sus obras; sus editores no dejaban de llamarle pidiéndole más, y más le enviaba porque su mente se había convertido en un remolino de inspiraciones para todos los géneros. Molinda cambió, por decirlo así, su ámbito de observación del entorno; su fama de escritor empezó a correr y ahora era él quien instigaba a Molinda a cantar; quien se acercaba a su escritorio para invitarla a bailar, y cuando la preguntaba sobre su actitud entusiasta, siempre dispuesta al humor, le contestaba:
––¿Usted no me ve el resplandor de rascacielos? Jéfer. Las luces de Nueva York me esperan.
Y Cantalarana no podía negar que cierto amargor ––como una tristeza imprecisa–– se apoderaba de sus pensamientos cuando la escuchaba mencionar a Nueva York ya que no entendía si le tenía lástima al reconocer que su sueño era irrealizable, y que tarde o temprano caería abrumada por la gran realidad de que no todo el mundo puede llegar, muchos menos convertirse en una luminaria en Nueva York, o si era porque de alguna manera temía que se hiciera cierto y le dejara solo, porque a esa altura ya Molinda era tan parte de él como su propia frente.
Al Dr. Quintilio Cantalarana se le hacía dificil, para aquel momento, sentarse en el ordenador mientras no escuchaba su voz destemplada, la que percibía desde que venía a dos cuadras de la casa-oficina porque siempre llegaba cantando. Tenía que escucharla, sentirla, saber que estaba en los alrededores, para poder escribir, leer, o hasta comer, y las pocas veces que Molinda llegó tarde fue presa de ligeras ansiedades, de manera que la chica se convirtió en un segmento tan inseparable de su vida que llegó a pensar que era parte de su oficina y su familia, hasta que una mañana se apareció de nuevo con sus pantalones transparentes y sus tenis rojos, esta vez con una pequeña mochila roja a su espalda, y una sonrisa que ––esta vez–– llegaba al cielo.
––Jefecitor, ––dijo como en un tono de lástima, pero alegre ––tanto que yo lo quiero a usted, pero hoy me "despacho" para Nueva York, vía Puerto Rico.
Se quedó atónito. Molinda nunca le había hablado de algún viaje en concreto; desconocía que eran planes reales, aunque alguna vez dudó, siempre creyó que Nueva York no era más que un ensueño producto de su mente lozana y fantasiosa.
––Pero no se apure, Jéfer ––continuó Molinda al ver su cara de desconsuelo, ––que en seguida llegue a Puerto Rico le llamo, y cuando llegue a Nueva York, también, y en seguida me ofrezcan el primer contrato como cantante se lo envío para que usted lo revise y me lo apruebe, y si todo sale como espero le "tramito" un pasaje y un ticket para que asista a una de mis presentaciones.
-!Pero Molin... ! ––le atajó en seco como acostumbraba (quería preguntarle la vía que utilizaría para irse a Nueva York)
––Confíe en mi, Jefecitor, ––le tocó el hombro, ––yo le dije que seré una cantante famosa y eso es lo que haré.
Le rompió el corazón, sabía, sin decírselo, que se iría en una de esas yolas quebradizas que hacen viajes ilegales a Puerto Rico y que la mayoría zozobra en el canal de la mona. El Dr. Quintilio no estaba preparado para su ausencia, mucho menos para su muerte casi segura.
El abatimiento más grande que pueda sentir un ser humano se apoderó del Dr. Quintilio Felisberto Cantalarana, No sabía hasta ese momento, que se había prendado tan fuertemente de esa muchacha extravagante e hiperactiva. Cuando vio sus manitas blancas cobrizas diciéndole adiós creyó que le iba a dar un infarto. Salió a caminar y anduvo media ciudad como el que estuviera perdido; al regresar en la noche, agarró el teléfono y sólo le faltó comérselo; recorrió toda la casa con el teléfono debajo del brazo. El hecho de comprobar con la tía de Molinda que ella se había ido en yola lo convirtió en el hombre más infeliz de la tierra. Esta vez, la ausencia de Molinda no era su preocupación, sino la vida misma de Molinda.
III
Pasaron dos días y Molinda no llamó mientras el Dr. Quintilio no dormía. En la madrugada del tercer dia salió frenético a buscar el periódico, y pudo leer en primera plana que una barcaza con sesentas tripulantes, rumbo a Puerto Rico, habría zozobrado mar adentro, y que habían muy pocos sobrevivientes. ––"Ella está viva" ––se dijo, y condujo sin parar hasta la guardia costera, donde pagó para que lo dejaran subir a uno de los barcos de salvamentos. Ayudó a rescatar algunas víctimas ya cadáveres y otros en el punto de la insolación, pero Molinda no estaba entre ellos. A la semana, cuando ya la búsqueda oficial había terminado, alquiló una lancha y con algunos amigos vigiló por un par de días los alrededores del naufragio. Molinda no apareció ni viva ni muerta.
Se derrumbó. No volvió a escribir una letra ni mucho menos volvió a los tribunales. Su mujer e hijos se fueron de la casa, lo abandonaron; en solo seis meses, una calva empezó a dibujarse en su frente y unas canas repentinas brillaban níveas por encima de sus orejas. ––"Pude haberlo evitado, pude haberla retenido, sólo tenía que pagarle lo que se merecía, pagarle en dollares, en "verde"––como decía ella", ––era el pensamiento que le devastaba.
Ahora el verde son las botellas vacías de las cervezas que salcochan su estómago y el color de las batas de las enfermeras donde acude cada semana a inyectarse complejo vitamínico para no morirse por la falta de alimento, porque no ha tenido apetito después de esa despedida dolorosa. Ha observado tanto el teléfono que debe tenerlo dibujado en el iris de sus ojos; ha escuchado miles de timbres diferentes del teléfono y la voz aguda de Molinda diciéndole: "Jefecitor, estoy bien", pero han sido ofuscaciones fruto de esa ausencia indefinida que le destruye lentamente. En verdad, que sólo le llaman los editores para que termine sus novelas y relatos, y los cobradores.
Por eso, la gran indecisión de levantar el teléfono que timbra con tanto entusiasmo que pareciera que quisiera saltar. Quintilio, como azorado, lo observa a ambos: la pistola y el teléfono repiqueteando.
––¡No es Molinda! ––Se dijo firme, llevándose la botellita de aguardiente a la boca para exprimir el último trago. –Quien debe estar llamando es el abogado de la hipoteca para decirme que ya van cuatro días de los diez que me dio para abandonar la casa, o quizás la gerente bancaria para repetirme que va a pasar mis cuentas al Departamento legal; como pueden ser los infames editores para informarme que no hay dinero, ––¡Pero no es molinda! ––se repitió––.
––¡Ya sé! dijo, aferrando la pistola, ––Me voy donde hace tiempo debí irme, donde un hombre que se precie de digno debe ir. Me encontraré con Molinda en el único lugar donde no puede esconderse, ––agregó, descolgando el teléfono y gritándole al auricular !Moliiiiiiiinda!.
Con la pistola sobre la sien izquierda se devolvió tambaleante hacia la ventana de donde podía observar las sinuosidades que el viejo mar caribe obra sobre el litoral, mientras en el teléfono descolgado que acababa de lanzar con brusquedad se podría escuchar perfectamente la voz de Molinda:
-"Si, Jéfer, Jefecitor, soy yo, Moliiiiiiiinda, la más linda. Jéfer, lo estoy llamando desde mi teléfono celular porque quería que usted hablara con este gringo que lo que quiere es darme un nuevo contrato para seguir limpiando ventanas, por eso no lo había llamado, Jéferrrr, usted tiene que asesorarme bien. Dígame usted, Jefecitor, ya llevo cinco meses limpiando ventanas ¿No es justo que ya me ofrezcan mi contrato para cantar?"
©Joan Castillo
14 de febrero 2006.
Comentario del autor
Necesitaba un relato sobre el sufrimiento que causan a sus familiares y amigos, los que se lanzan en una yola a la búsqueda de un mejor destino. Justo al empezar a escribir, conocí a Molinda. Mis agradecimientos a Chajaira. Sin ella, Molinda no existiera.