JUANITO EL PALETERO

“Vengan, vengan niños, por sus paletas de mil colores; ya llegó Juanito.”

Gritando a todo pulmón, Juanito doblaba la esquina de la calle de mi casa empujando su carro de paletas de hielo. Al tiempo que gritaba esa misma frase cada tarde después de meridiano, sonaba una campanita oxidada que colgaba del asidero de madera con el que sostenía su carrito para anunciar su llegada.

Juanito era un hombre viejo, bajo de estatura y panzón. Siempre lucía desaliñado, con la ropa sucia y a veces mal oliente. Un sombrero de paja cubría su cabeza del intenso sol. Su piel era morena, gastada. Su cara redonda llena de arrugas. Sus ojos negros reflejaban quietud y siempre miraban en lontananza, como buscando a lo lejos, algo que había perdido.

Cuando se acercaban los niños a tropel para comprar sus paletas, siempre los recibía con una gran sonrisa desdentada y les acariciaba las cabezas. Con torpes movimientos, se apresuraba a entregar las golosinas heladas.

Como un gran actor de teatro infantil, pregonaba a viva voz los sabores que pedían los chicos: -Limón para la comezón y aquí de tamarindo para el más lindo. Esta de piña, para la bella niña. Otra de fresa, para la más inquieta. ¡Tomen! ¡Vengan!

Las pequeñas manitas de los chicos se revolvían entre sí tratando de tomar la paleta del sabor elegido. Juanito repartía sin siquiera tomar en cuenta si le pagaban las dos monedas que costaban las paletillas. Él era feliz rodeado de niños. Él era un niño encerrado en ese cuerpo viejo y harapiento.

Si se presentaba alguna borrasca entre los pequeños por alguno de los hielos de sabor, Juanito con su siempre sonrisa, intervenía y mantenía el orden.

Algunas madres salían de sus casas, y desde lejos gritaban a sus hijos que volvieran al hogar. No les gustaba que compraran paletas al viejo mugroso ese porque a lo mejor las elaboraba con agua sucia.

Pero por más que las madres reprendían a los muchachos por el consumo de esa mercancía, nunca se podía dejar de comprar las paletas de Juanito el paletero y de disfrutar de su presencia. Todos lo queríamos mucho, hasta que un día ya nunca regresó.

El hombre de la lluvia


Una tarde gris y fría, una gran tormenta arremete con fuerza sobre un hombre que apenas se cubre bajo un albornoz del aguacero. Por la ventana de una casa cerca del camino, Luis y Carlos, miraban asustados el temporal que parecía tragarse aquel hombre que a su vez también les infundía un inexplicable temor. Los pequeños creían en aquellas viejas historias de espectros y gamusinos que rondaban en el valle. Se retiraron de la ventana, y cerraron las cortinas para no ver más. Se acercaron al fuego de la chimenea junto a su madre y buscaron su cordial abrazo.

Mamá les canturreaba una canción mientras cosía las roídas camisas y calcetines. Los niños preguntaron a mamá acerca de ese hombre que miraron allá afuera, y que también odiaban tanta lluvia. Ella les dijo:
-Escuchen atentos. Les contaré una pequeña historia.- Luis y Carlos, guardaron silencio y ansiosos esperaron el relato de mamá. –Hace mucho tiempo, tanto que nadie recuerda cuanto, existió un hombre que odiaba la lluvia. Un día que llovía mucho en el gran valle, este hombre maldijo al cielo por el agua que caía. Entonces, de repente, la lluvia paró. El hombre feliz, salió dando saltos de alegría porque su deseo se había cumplido. Pero la maldición se extendió por siempre. Desde aquel día, nunca más volvió a llover en aquella tierra. Esta se secó. Murieron las plantas y los árboles. Las últimas gotas de lluvia, habían quedado suspendidas de los techos como estalactitas inmóviles, sin vida. Los colores fueron palideciendo y todo se tornó gris. Los animales huyeron, y las personas migraron. Solo quedó el hombre que odiaba la lluvia, abandonado en su egoísmo que le producía prurito. Entonces éste, arrepentido por menoscabar el agua, pidió perdón al creador y en plena lucidez, prometió nunca mas renegar de la naturaleza.

Y así fue que desde entonces, se pasea por los valles, el hombre de la lluvia; cuida las flores, los ríos y los animalitos. Él aprendió que la madre natura nos regala sus virtudes, para provecho de todos, y que también tenemos que cuidarla.-

Luis y Carlos, entusiasmados, entendieron el mensaje de la historia, y corrieron a la ventana, para disfrutar de la lluvia y para saludar con sus manitas a aquel hombre que ahora les devolvía una gran sonrisa.

Maloras


Terminó la hora de la comida. El último comensal ayuda a levantar los platos y llevarlos al fregadero donde la nana ya los espera para dejarlos relucientes.

Con natural desenfado, los “grandes” empiezan con una tanda de bostezos y lagrimeos por el sueño que se siente después de un buen almuerzo. Despistadamente cada uno se retira a sus habitaciones a tomar una siestecita; unos minutitos dicen para hacer mejor la digestión.

El ruido del chorro del agua cesa, lo cual indica que nana es la siguiente en ir a dormir. La casa se viste de quietud y como actores de película muda, los chiquillos salen sigilosos hasta el patio.

Es pleno meridiano. Hace tremendo calor y el sol se ha ocultado tras las nubes que anuncian la borrasca. Clima ideal para juegos y andanzas de niños.

Una pelota panzona aparece en escena y empieza dar botes y rebotes por los adoquines del traspatio. Risas y algarabías van desplazando al silencio. Un cometa se alza sobre el cielo ayudado por el viento y acaba en agonía enredado en un cable de electricidad. Otra vez la pelotota rebota contra bardas tumbando macetas y alguno que otro ladrillo suelto.

Las miradas de complicidad y temor se acompañan con un silente momento. Los chicos retienen la respiración esperando ver aparecer en cualquier instante a alguno de los “grandes” para reprenderlos por lo sucedido y por el ruido que hacen. Nadie aparece. Con un suspiro de alivio reanudan la diversión.

Pero un minuto después, escuchan un grito:
- ¡Maloras! Siempre tienen que andar con sus travesuras a deshoras. ¿Que no pueden dormir un rato?

Todos los pequeños corren disparados a diferentes lugares de la casa. Entre risas cortadas por la falta de aliento comentan:
- ¡Nos pilló la nana otra vez!
- Hay que tener mas cuidado.
- Tú tiraste las plantas.
- Pero tu gritabas más fuerte…..

Así se va otra tarde dando paso a una negra noche. Ya las malas horas pasaron y los “maloras” reposan tranquilos esperando el regalo de un nuevo día.

Virulongo y Virusillo


Ya había languidecido la tarde y el sol aun vigente, con bostezos se despedía del día. Dentro de la casa de la familia Cornejo Conejo, el pequeño Nando también bostezaba y se rendía sin remedio a un extraño sopor que se apoderaba de su cuerpo.

-Parece tener fiebre. –dijo mamá coneja. –Habrá que llamar al galeno. ¡Pronto a por él! –Indicó a papá conejo que apresurado dejó la casa para ir en busca del médico.

Al poco rato llamaron a la puerta. Un extraño personaje esperaba en el umbral. Una rana enana color verde olivo, con batín blanco y lentes que se sostenía quien sabe como de su cabeza ya que no presentaba ni orejas, ni nariz.

-Soy el doctor Saltón Tom, he venido a reconocer al enfermo.

-Pase, doctor, al final del salón.

El galeno llegó de tres saltos hasta la cama donde yacía Nando el conejito, con la cara roja y los ojos llorosos, y de inmediato comenzó con su examinación.

Con sutileza, tocaba a Nando midiendo con un raro artilugio quien sabe cuántas cosas. Y se asombraba de pronto con los resultados, y sus ojos se abrían como platos.

-Tss, Tss. Esto no está nada bien. –Repetía después de un par de chasquidos con la lengua. –Creo saber que es lo que tiene el pequeño.

-¿Qué es lo que le pasa?- Dijeron al unísono mamá coneja y papá que recién llegaba.

-Los síntomas son inequívocos de que ha sido afectado por un par de virus. Los llaman Virulongo y Virusillo. Van por ahí infectando niños con sus malvadas mañas. Lo hacen para robarles su energía que después ellos comercian en lúgubres mercados negros de otras tierras.

¡Canallas! ¡Cobardes! -Gritaban los padres conejos. -¿Qué podemos hacer?- Dijo mamá con preocupación.

-Tengo el remedio aquí mismo. – Diciendo esto, sacó de su maleta varios frascos de cristal de colores vistosos. Le dio al conejito Nando una dosis de un líquido rojo, otra de un líquido azul, y una pastillita de sueños. - Mañana estará mejor.- Concluyó.

Siguieron al doctor Saltón Tom hasta la entrada, que antes de irse, les recomendó cerrar bien puertas y ventanas y no exponer a conejito. Los granujas virus todavía andan por ahí sin recibir su merecido.

Le pagaron con dos terroncitos de azúcar y se alejó dando saltitos.

Detrás de unos árboles torcidos, Virulongo y Virusillo, miraban perplejos como se les escapaba de las manos otro chiquillo.

Clarisa, la vaca blanca.

En un ranchito alejado del pueblo, y situado detrás de un hermoso y verde valle, vive un personaje especial. Se trata de una vaca, Clarisa. Una vaca totalmente color blanco. Y eso la tenía tan deprimida que ni leche podía dar. Pero, le sucedió algo que le cambió la vida para siempre.

Un día, después de una mañana esplendorosa, unos nubarrones empezaron a cubrir el cielo del valle. El ranchero preocupado por sus animales de la granja, dejó el apero tirado y despavorido corrió a meter al granero a sus tres cerditos, seis gallinas, un burro, dos caballos y a su vaca blanca.

Llovía y llovía sin parar. Los truenos y relámpagos tenían asustados a todos los animales, menos a uno, a la vaquita. Clarisa se sentía de lo más contenta con el aguacero, tanto que decidió salir y mojarse en la lluvia.

Caminaba calmosa por el arrecife cerca del río, donde ya se sentía un lodazal. Se entretuvo mordisqueando una planta de laurel cuando de pronto una enorme luz cayó dentro del río.

Extrañada, se acercó y observó. Del agua, emergía un extraño ser color verde. Envuelto en un resplandor se acercó a Clarisa y le habló:
-Hola vaca, veo que no me temes. Soy habitante del Asteroide Castalia, y he venido a buscar un cometa que se desprendió de mi hogar. ¿Me podrías ayudar?

Clarisa pestañeaba incrédula, sin prejuicios, recordó donde había visto un cometa. Llevó al extraño hasta un monte alto y le señaló el lugar. En una cerca de alambre, un cometa colgaba atrapado. El ser verde, flotó hasta el cometa, lo liberó, y lo vio alejarse entre la lluvia más allá de las nubes. El cometa emitía cientos de colores mientras subía.

El hombrecillo agradecido, le otorgó un regalo a Clarisa y desapareció. Desde aquella tarde de lluvia, Clarisa pasea feliz por el campo mostrando a todos sus grandes manchas color negro. Ahora, es una vaca pinta como todas las demás vacas de la región. Y es la mejor produciendo leche.

Lo curioso de este caso, es que la vaca, sigue siendo color blanco. El hombrecillo verde le regaló tres mágicas palabras: “confía en ti”.

Clarisa sabe que es blanca, pero ahora ella comprende que ser diferente no es malo, y que puede ser igual o mejor que cualquiera. Ahora ella sabe, que los demás verán de ti, lo que tú quieres que vean.