Ya había languidecido la tarde y el sol aun vigente, con bostezos se despedía del día. Dentro de la casa de la familia Cornejo Conejo, el pequeño Nando también bostezaba y se rendía sin remedio a un extraño sopor que se apoderaba de su cuerpo.
-Parece tener fiebre. –dijo mamá coneja. –Habrá que llamar al galeno. ¡Pronto a por él! –Indicó a papá conejo que apresurado dejó la casa para ir en busca del médico.
Al poco rato llamaron a la puerta. Un extraño personaje esperaba en el umbral. Una rana enana color verde olivo, con batín blanco y lentes que se sostenía quien sabe como de su cabeza ya que no presentaba ni orejas, ni nariz.
-Soy el doctor Saltón Tom, he venido a reconocer al enfermo.
-Pase, doctor, al final del salón.
El galeno llegó de tres saltos hasta la cama donde yacía Nando el conejito, con la cara roja y los ojos llorosos, y de inmediato comenzó con su examinación.
Con sutileza, tocaba a Nando midiendo con un raro artilugio quien sabe cuántas cosas. Y se asombraba de pronto con los resultados, y sus ojos se abrían como platos.
-Tss, Tss. Esto no está nada bien. –Repetía después de un par de chasquidos con la lengua. –Creo saber que es lo que tiene el pequeño.
-¿Qué es lo que le pasa?- Dijeron al unísono mamá coneja y papá que recién llegaba.
-Los síntomas son inequívocos de que ha sido afectado por un par de virus. Los llaman Virulongo y Virusillo. Van por ahí infectando niños con sus malvadas mañas. Lo hacen para robarles su energía que después ellos comercian en lúgubres mercados negros de otras tierras.
¡Canallas! ¡Cobardes! -Gritaban los padres conejos. -¿Qué podemos hacer?- Dijo mamá con preocupación.
-Tengo el remedio aquí mismo. – Diciendo esto, sacó de su maleta varios frascos de cristal de colores vistosos. Le dio al conejito Nando una dosis de un líquido rojo, otra de un líquido azul, y una pastillita de sueños. - Mañana estará mejor.- Concluyó.
Siguieron al doctor Saltón Tom hasta la entrada, que antes de irse, les recomendó cerrar bien puertas y ventanas y no exponer a conejito. Los granujas virus todavía andan por ahí sin recibir su merecido.
Le pagaron con dos terroncitos de azúcar y se alejó dando saltitos.
Detrás de unos árboles torcidos, Virulongo y Virusillo, miraban perplejos como se les escapaba de las manos otro chiquillo.