Hoy juguemos a:

Los Encantados


Ya casi dan las siete de la tarde. Mis hermanos y yo tratamos de terminar la inmensa torta de frijoles con queso que nos sirvió nuestra Nana. Está apurada de que terminemos de cenar porque dice que hoy cumple aniversario la telenovela Rina, y no se quiere ir a verla sin levantar los platos.

Por fin, después de apurar la comida con la leche, salimos con las panzas infladas al porche de la casa. En un rato más se acercaran los otros vecinos para comenzar a jugar.

Cuando nos sentimos más livianos, salimos corriendo rumbo al poste de luz que está a media cuadra. Mamá nos grita desde la sala que regresemos temprano, antes de las nueve. Seguimos apresurados al encuentro de los amigos y asentimos con la cabeza las palabras de mamá como si nos estuviera viendo.

Ya en el punto de reunión de cada noche, alguien sugiere que juguemos a los “encantados”. Todos de acuerdo, esperamos unos minutos para ver quien llega tarde. El último en unirse al grupo, será el primer castigado y la hará de “encantador” hasta que otro lo suceda.

Entre la bruma aparece Memela, la chica pecosa de la casa de enfrente. Llega agitada y con cara de angustia diciendo que por poco y no la dejan salir. Resultó que no había terminado la tarea.

Estamos todos listos para empezar. Nos colocamos alrededor de Memela mientras ella cuenta hasta treinta. Ya cerca del final del conteo, todos salimos corriendo disparados a diferentes lugares. Ella tendrá que acaparar a alguno de nosotros y tocarlo gritando “encantado”. El susodicho no se podrá mover, al menos que llegue un compañero y lo toque de nuevo gritando “desencantado”.

Si Memela acumula a tres encantados, entonces ella se libra del castigo y ahora le tocará turno al primero que encantó.

Bueno, es algo raro concatenar quien empezó y todo eso a medio juego y después de corretear por más de una hora, pero siempre nos divertimos mucho.

Lo que más fastidia, es que la señora de la esquina, la mamá de Saúl, siempre le está gritando para que regrese a casa. La doñita es medio puritana y dice que andar en la calle a estas horas es de vagos. Cual vagos? Si solo somos niños jugando. Seguro la pobre mujer vive en otra dimensión.

-Encantada!-

Oh, por estar aquí platicando, ya me encantaron. Bueno, mientras espero que alguien llegue a salvarme, pensaré que juego haremos mañana.

La Estrella

Es una estrella rosada. Esta pegada en la pared y por las noches,
brilla fosforescente en la oscuridad.
No ha visto a ninguna otra como ella.
A veces se siente sola. Pero todo sus penas se olvidan, cuando
su tenue luz ilumina los sueños del pequeño que duerme en la camita
muy cerquita de su presencia.
No es estrella del cielo; ni tampoco estrella de mar, es solo una estrella rosada que adorna la habitación y brilla sin parar.

Un extraño problema

Esta es una historia que sucedió en mi casa, pero que pudo haber sucedido en cualquiera y más específicamente en un lugar especial del dormitorio: el closet.
El asunto comenzó una mañana en que estaba preparándome para salir. Ya con el atuendo elegido y bien puesto, me detuve frente al closet para sacar mis zapatos y ahí me llevé una gran sorpresa.
Mi único par de zapatos consiste en un par color negro de piel de ternero que me acomodan perfecto en mis pies. Cuando estiré la mano para alcanzar uno -cualquiera de los dos -sentí un ligero puntapié en la pierna.
Se trataba del zapato derecho que indignado daba muestras de no estar de acuerdo con que me pusiera primero al zapato izquierdo. Lo bajé sin pensarlo mucho extrañado por la situación y entonces fue que el zapato izquierdo arremetió contra mis callos pisoteándome sin piedad para que soltara al zapato derecho.


Y ni uno, ni el otro me dejaban calzarlos y tuve que rendirme después de un buen rato de luchar contra esos dos que al parecer habían enloquecido.
Entonces opté por vestir otro par de calcetines - no sin antes cerciorarme que estos no pelearan también entre sí - y dejé a los hermosos zapatos negros refunfuñando en el closet castigados sin salir y me fui descalzo a mi cita.
Antes de marcharme les recomendé que pensaran en su mal comportamiento y que solucionaran su pequeño problema: ninguno es más importante que el otro, al final, los dos irán siempre al mismo lugar.

Goloso

Idea original: Armando
Existió una vez un niño al que todos llamaban Goloso. Goloso era un buen chico, pero cuando se trataba de golosinas se volvía poco más que demente por tenerlas. Peleaba con otros niños y hasta mentía a sus padres para obtener los suculentos dulces.

Pero su fascinación eran los helados. Simplemente no podía resistirse y se metía en muchos líos por causa de su adicción.

ba sentado en la plaza con sus amigos pasando la tarde con amenas pláticas y juegos, cuando el señor Benito apareció con su carreta de helados y paletas de fruta. Ya sabían todos lo que pasaría; Goloso se volvería loco y querría comerse todos los productos del carrito sin importarle nada ni nadie.

Pero ya el señor Benito estaba advertido y no le vendió, ni le regaló nada, solo se fue de largo y Goloso se quedó algo pasmado.

Esa noche deliró con fiebres por la falta del dulce y pidió con tanto afán en sus sueños ser el dueño del cono de helado más grande del mundo; uno que nunca terminara.

Al siguiente día, fuera de su casa lo esperaba un nuevo vendedor de helados y le ofreció uno de regalo. ¡Goloso aceptó encantado!

Sostuvo en su mano un barquillo de chocolate. La primera bola de helado fue de vainilla. Luego una de pistacho, Otra de menta, Fresa, mango, chocolate con chispas de colores. Café, moca, cereza, miel, y hasta algunos sabores exóticos, como camarón con piquín y pechuga de pato.

Una tras otra las bolas de helado se fueron apilando hacia arriba. Una línea infinita se perdió después de varios metros hacia el infinito. Atravesó nubes y el cielo azul hacia el espacio.

Goloso no cabía de la emoción; su sueño vuelto realidad. Y mientras más pensaba en alguno otro sabor, más helados aparecían. Pero después de varios días se fastidió de tanto comer lo mismo y su panza era como una gran pelota a punto de explotar.

Quiso deshacerse del helado y no pudo. Trató por todos los medios, pero no lo consiguió. Y desde aquel día, el pobre Goloso no come otra cosa que helados de distintos sabores y a todas pares donde va, lleva su barquillo en la mano con una torre de helados que llegan más allá del cielo.

El artefacto

Un radiante sol anunciaba el día. Sebastián dando un buen suspiro se levantó de la cama. En la cocina, su madre le esperaba con una taza humeante de avena con miel color ámbar. Su padre se despidió de él no sin antes darle un paquete. Le abrazó y salió cariacontecido. No le volvería a ver hasta dentro de unas semanas, el trabajo le hacía pasar temporadas fuera de casa.
La pobreza exigía grandes sacrificios para sobrevivir. Pronto sería invierno y tenían que aprovechar el tiempo en hacer leña y recolectar frutos secos. La madre de Sebastián le urgió para que abriera el presente. El niño haciendo a un lado un trozo de pan, colocó el envoltorio en la mesa y lo desenvolvió. Se encontró con una cajita rectangular. Abrió la caja y dentro descubrió un artefacto. Un artilugio cilíndrico color dorado.
-¿Qué es?- Preguntó Sebastián a su madre.
-Un caleidoscopio,- contestó ella dulcemente. Le besó y le invitó a salir a jugar.
Sebastián estaba feliz, fue a sentarse bajo la sombra de un árbol entre la hojarasca, sacó de nuevo el caleidoscopio y se atrevió a mirar por uno de sus extremos.
¡Qué gran sorpresa se llevó! ¡Todos los colores estaban atrapados en el fondo del artefacto!
Se sintió tan atraído por la novedad del regalo, que se olvidó de sus tareas y pasó la tarde jugando con él.
De pronto, notó que su cuerpo se hacía más y más pequeño. El caleidoscopio quedó junto a las raíces del árbol. Sebastián vio que tenía el tamaño perfecto para pasar por el orificio del aparato y entró en él. Un universo de cristales geométricos. Prístinos colores. Gigantescos diamantes desfilaban ante él. Los cogía entre sus manos y llenaba sus bolsillos, aún cuando ya no podía, Sebastián seguía recogiendo diamantes. Sería rico, pensaba. No tendría que trabajar más.


Pero una imagen grotesca apareció en un espejo. Un terrible monstruo.
-¡Ambicioso! ¡Perezoso! - le gritó con fuerza.
Sebastián horrorizado comenzó a correr dando tumbos dentro del caleidoscopio que giraba y giraba sin parar. Sebastián abrió los ojos y estaba de bruces en el suelo. Se rió de buena gana algo nervioso; todo ese tiempo había estado soñando. Se sacudió y regresó a casa en el ocaso. Que gran sueño, pensó. Pero lo que Sebastián no vio, fue una luminosa estela de piedrecillas por todo el camino que dejó en su andar.
Después de todo, tal vez no fue tan solo un sueño.