UN AMIGO PARA DANIEL

Por el mismo sendero, Daniel caminaba rumbo a casa al salir del colegio. Siempre solo. Siempre guardando las ganas de compartir su pequeña vida con los demás niños, pero eso era imposible, él era diferente. Un mitómano error de la naturaleza lo había marcado al nacer. Eternamente sería el raro, el extraño, el feo. Era un pandemonium cuando él llegaba a la escuela. Daniel a sus ocho años ya conocía la soledad. Experimentaba el rechazo de la gente y el de su propia familia. No había pena más grande que el desprecio de su propio padre. Su madre con candor lo protegía equivocadamente al alejarlo del mundo. Daniel no solo tenía una gran masa de carne colgando de una de sus mejillas, también nació con un gran corazón lleno de amor y fortaleza. Él esperaba pacientemente a que el destino le restituyera con dicha al tener un amigo especial como él.

Una día mientras Daniel jugaba en el campo, escuchó sollozos y llanto. Miró a todos lados y no vio a nadie. Seguía escuchando los lamentos. –Aquí arriba, ¡acá estoy! - Oyó que alguien le gritaba. Daniel alzó la vista y miró un papalote enredado en las ramas de un enorme árbol. El papalote estaba atorado entre el ramaje y entre mas luchaba por zafarse, mas se atascaba.

Papalote llevaba varios días en aquella ramada sin poder salir. Había visto pasar a Daniel cada tarde, pero no se animaba a llamarle por temor a que el niño le hiciera daño. Pero Papalote miró dentro del pequeño, y encontró que era un niño de corazón noble. Y le habló.


Daniel se acercó a Papalote y ayudó a bajar del árbol. Daniel por primera vez en mucho tiempo intercambiaba palabras que creía haber olvidado. –Hola, soy Daniel.- se presentó el chiquillo. – Lo sé, soy Papalote. He estado viéndote pasar por aquí cada tarde, solo. ¿No tienes amigos?- dijo Papalote.

Daniel contó a Papalote como era su existencia debido a su aspecto horripilante. Su panorama era triste. Mientras hablaban, Daniel trataba de arreglar lo mejor posible a Papalote que tenía agujeros en su hermoso papel de color. El hilo de su cola estaba echo nudos y unos de sus palillos quebrados. No volvería a ser el de antes. Ahora serían amigos inseparables, eran iguales, los dos tenían una marca imborrable y una magia especial que los unía. Ahora sonreían.

Una noche casi sin estrellas

Casi dan las seis de la tarde y Tito corre de un lado para otro como potrillo desbocado buscando su zapato izquierdo. Refunfuñando con su mujer, busca aquí y busca allá. Buscó bajo la sopa, no está. Buscó detrás del armario, tampoco está. Se le hace tarde para trabajar. Su trabajo es muy importante. Es “estrellero”. Estrellero es el que se encarga de salir cada noche a eso de las siete a poner las estrellas en el cielo. No es un trabajo fácil, solo unos cuantos pueden hacerlo. Tito es uno de ellos. Es un duende que vive en una montaña con su esposa duende. Lleva más de cien años cumpliendo con esta misión. Su padre lo hizo antes que él, y el abuelo antes que este, y así sucesivamente hasta perderse en una cuenta infinita. Es un oficio monopolizado por la familia de Tito. Todos los hombres de su estirpe, han sido y serán estrelleros. No ha pasado que una noche se quede sin estrellas y él no será el primero en que le suceda. Al no encontrar su zapato, decide ponerse los tacones de su esposa Tita. Esta se ríe a carcajadas del pobre Tito, que trastabillando camina hacia la puerta. Se coloca su chaqueta, su sombrero, y toma la pequeña escalera y la mete en su bolsillo. Abre la puerta y para su mala suerte, ha empezado a llover. Pero esto no impedirá que lleve acabo su tarea. Se encamina entre lodazales hasta la punta de la montaña, sube a una roca y saca la escalera de su bolsa. Una vez en posición, mágicamente la escalera crece y crece formando espirales y perdiéndose en el cielo. Tito tiene que subir a un peldaño y subirá en un instante. Pero los tacones no le permiten mantener el equilibrio y cae de la escalera, después de la roca y rueda montaña abajo. Tito gritaba y gritaba por sus estrellas que se salían de su bolsillo mientras caía. No le importaba su vida, él solo quería poner las estrellas en el cielo. Tita que había seguido a su esposo para llevarle su par de zapatos, lo rescató antes de que cayera demasiado lejos. Le ayudó a recuperar las estrellas, y juntos subieron hasta donde estaba la escalera. Esa noche, no solo hubo un estrellero colgando estrellas, también por primera vez en la historia, una mujer también colgaba estrellas al lado de su amado. Esa noche, los luceros brillaron como nunca.

Los sabores de la luna

Una vez me dijeron que la luna era de queso, con hoyos por dondequiera y que corren ratones através de ella.

Después me dijeron que la luna era de pan, que estaba rellena de miguitas que la hacían esponjada y blandita.

Pero también me dijo alguien más que la luna es de vainilla; que corren ríos de leche amarilla, dejando un aroma dulce alrededor de su redonda figura.

Yo creo que puede ser de queso, de pan y de vainilla, o tal vez no tenga ningún sabor, pero lo que es totalmente cierto, es que es hermosamente enorme y es nuestro nocturno farol.

Bolitas

Llegó el día tan esperado de muchos chiquillos: la primera nevada de la temporada invernal. Había nevado durante la noche, así que el nuevo día regalaba a la vista un maravilloso y blanco paisaje. Las aventuras no se hicieron esperar. Niños corrían alegres sobre la nieve; otros jugaban a tirarse con proyectiles, y algunos se deslizaban en improvisados trineos colina abajo.

Cerca de ahí, en los límites del bosque, un par de niños construían afanados un muñeco de nieve al que bautizaron con el nombre de: Bolitas.

Tres bolas de diferentes tamaños en secuencia de abajo para arriba, comenzando por la más grande, constituían el cuerpo de Bolitas. Completaban el muñeco, un par de ojos negros y grandes, una nariz naranja y una boca que dibujaba una amable sonrisa.

Al principio Bolitas era la sensación, pero al pasar el tiempo, los niños se fueron olvidando de él. El invierno encrudeció haciendo los días difíciles para salir a jugar o simplemente pasear por los alrededores. Las aves y animalitos, corrieron a refugiarse en sus nidos huyendo del terrible frío. Solo Bolitas permanecía inerte frente al temporal.

Bolitas apesadumbrado y triste, se lamentaba de su condición. Solo, sin amigos, hecho de nieve y creciendo sin parar con cada tormenta. Pronto sería una mole sin forma alguna, salvo por alguna joroba que quedara dibujada en su ya abultado cuerpo.

Una noche sin luna, el viento arreció con fuerza. La nieve volaba en remolinos cubriéndolo todo de un grueso manto blanco. Bolitas resignado a su suerte, se dejó envolver hasta desaparecer en un montón helado. Y ahí, desde adentro, lloró lágrimas de cristal.


Su llanto fue escuchado por un hada. El hada Blanca de la nieve. Sintió tan profunda y cetrina la tristeza de Bolitas, que prometió concederle un deseo.

Sin saberlo, Bolitas pensaba debajo de la nieve, que sería maravilloso que él pudiera caminar y viajar a lugares lejanos, sin que su cuerpo se derritiera. Le encantaría ir a la playa y conocer el eterno mar y bañarse entre sus olas.

El deseo de Bolitas se hizo realidad. De pronto comenzó a menearse y sacudió toda la nieve de encima. Sin creerlo aún, se dio cuenta de que podía caminar, y saltar. Feliz por su sueño hecho realidad, empacó en una petaca un sombrero, unas sandalias y lentes para el sol.

Y con paso firme, se alejó silbando una alegre canción.