Confidencias
Un día cualquiera de mis doce años, una madrugada cualquiera y una ambulancia cualquiera se llevó a mi padre al hospital.
Después de escuchar a mi madre volver cada mañana llorando me dijo:
- Arréglate que vas a ir conmigo.
No hubo más palabras, no me cogió la mano en la guagua ni tampoco al cruzar la calle, ni al entrar por la puerta bulliciosa del cuartel de la enfermedad. La seguía con el terror más grande que nunca había sentido. Aquella imagen de mujer de mediana edad, erguida y de mirada perdida para siempre, se clavaba en mi interior de infante que iba a crecer de golpe.
Atravesamos una sala que ponía en grande y de color rojo “U.V.I., ENTRADA RESTRINGIDA”, al fondo una puerta, un cubículo donde apenas cabía una cama, estaba mi padre conectado a una cantidad innumerables de cables en su pecho y cabeza, sus brazos y manos acribilladas de agujas y mangueras:
- Entra a ver a tu padre.
- No quiero mamá
- Debes hacerlo.
- Pero no quiero verle así, mamá.
- Debes hacerlo ahora, quizás sea la última vez que lo hagas, despídete de él.
Me miró reteniendo toda la angustia que supone a una mujer enamorada y madre entregada. Sabía que si no me obligaba a pasar aquel mal trago, cuando creciera no se lo hubiera perdonado.
- Debes entrar sola, no permiten sino una sola persona y no estarás más de cinco minuto. Papá igual no te contesta bien, ha sufrido una embolia cerebral incluso puede que no te reconozca.
Ni siquiera respiré, comprendí que era algo importante, tenía que hacerlo, ahora pude verle bien entre aquellos artilugios, le di un beso en la mejilla con miedo a hacerle daño al tocar cualquiera de aquellas mangueras:
- Hola papá.
Sus ojos verdes se abrieron como jamás los he vuelto a ver, en todo su esplendor, no llevaba la muerte en ellos sino luz, toda la luz de la inmensidad en aquellos ojos:
- Pilichina (me dijo con un amago de sonrisa, me había reconocido. Intenté contener una lágrima)
No dijimos nada más y si hubo algo más no me acuerdo, fueron los cinco minutos más largos de mi vida, tanto que no pude acabarlos, me levanté de aquella banqueta que se había puesto a su lado como el asiento del adiós, le volví a besar:
- Ya he de irme.
- No te vayas mi niña (con su brazo velludo me agarró con fuerzas la mano).
- No me dejan estar más tiempo, ahora entra mamá.
- Está bien, hasta luego entonces.
Fue la primera vez que sentí que mi padre me quería, no reconoció a nadie más que a mí. Mi padre se escapó de esa y aún sigue luchando a sus ochenta y un años enfrentado otras enfermedades que pueden ser igual de mortales.
Ahora para decirnos que nos queremos no usamos las palabras, solo nos miramos durante unos segundo fijamente. Sus ojos verdes se han empequeñecido y cegado pero miran con el mismo amor de siempre.
Chajaira
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