La luna aún se vislumbra en el cielo. El frío de la madrugada se mete debajo de la piel haciendo titiritar a Joselito que prepara con mucho cuidado los paquetes que le asignaron para el día que pronto comenzará.
Joselito es un niño de diez años que cada mañana llega en espera de su turno en el almacén de la esquina de la calle Siete y Buenavista en el centro de la ciudad, donde el viejo Poncho se encarga de repartir la mercancía a otros tantos como él que trabajan desde temprano. Son papeleritos. Justo antes de que el sol asome, decenas de chiquillos recorren las calles de la ciudad gritando las noticias más sobresalientes del mundo entero.
Joselito llegó de los primeros al almacén, así que tendrá la oportunidad de salir antes que los demás y escoger un buen lugar para su venta. Siempre dice sonriente al pasar junto a la fila de compañeros “al que madruga, dios le ayuda.”
Pero no siempre puede sonreír. Hay días que no vende más de un par de periódicos. Hay otros que le han robado lo ganado y tiene que restituir lo perdido trabajando días sin paga. Hay momentos en que parece perderse en un pandemónium.
A sus diez años aún no ha asistido a la escuela. No sabe leer, no sabe escribir más que su nombre, una sola palabra. Su madre lo abandonó, su padre no sabe si existió. Vive en una casa de cartón en el patio de una mujer que se apiadó de él y dejó quedarse ahí, pero tiene que pagar una cuota.
Aún sabiendo que el panorama de su vida es deprimente, Joselito lleva meses saltando la barda que rodea un colegio privado cerca de la zona de sus ventas y consigue aprender y memorizar lo que un maestro imparte en un salón. No tiene papel, ni lápiz, solo cuenta con su hambre de aprender.
Por las tardes de regreso a casa con algunas monedas, repasa lo aprendido en clase. Una sonrisa pinta su rostro candoroso cuando puede recordar la lección. Se prometió aprender a escribir y a leer. Sabe que del pasado nada puede hacer. Entonces decidió cambiar su futuro. Un día ya no venderá el periódico, un día se sentará en su propia oficina a leerlo. Un día dejará la mitómana obsesión de solo desear otra realidad. Ya no será papelerito.